jueves, 23 de mayo de 2024

LA LIBRERÍA DEL CONVENTO DE SAN BENITO, CASA MATRIZ DE LA ORDEN DE ALCÁNTARA. UN FONDO BIBLIOGRÁFICO DESCOMPUESTO.



Sumergida en el misterio de múltiples leyendas sobre su supuesta desaparición, la Biblioteca del convento de Alcántara, no sólo fue pasto de las llamas a manos francesas, también fueron los documentos de su Archivo empleados como papel al peso para la elaboración de cartuchos en la Guerra de la Independencia española, también sufrió las devastadoras consecuencias de anteriores intentos invasores de la villa por parte de las fuerzas portuguesas, también fue objeto de la falta de cuidado de bibliotecarios indolentes y sobre todo fue víctima del proceso desamortizador de 1835.

En el Capítulo General de la orden de 1511 celebrado en Sevilla, en el que falleció el comendador mayor de la orden de Alcántara fray Nicolás de Ovando, entre otras decisiones se tomó la de destinar casi medio millón de maravedís para la adquisión de libros, ornamentos, campanas y otros enseres necesarios para el culto divino que pasarían a formar parte del ajuar eclesiástico de la iglesia del sacro convento de la villa de Alcántara, casa matriz de la orden militar.

Se iniciaba una nueva etapa para esta sede conventual con la contratación del arquitecto Pedro de Ybarra, hijo del afamado maestro Juan de Álava, en 1545. Con él se iniciaron las obras de la nueva iglesia y se empezaron a esbozar los planos para la construcción de la Librería Conventual y el enladrillado del refectorio. En 1549 estaba planteada la edificación de las capillas colaterales de los comendadores mayores Ovando y Santillán y la de la nave transversal en crucero del comendador Bravo de Jerez, y en este orden de cosas en 1564 aún no habían terminado las obras en las que, según el historiador alcantareño Pedro Barrante Maldonado, ya se llevaban gastados cien mil ducados, 37,5 millones de maravedís.

Muere el maestro Ybarra en 1570 y lo sustituye su colaborador Sebastián de Aguirre que muere un lustro después y todavía seguían las obras del sacro convento inconclusas, habría que esperar hasta 1580 con su último maestro Juan Bravo para darlas por terminadas. Aun así, los monjes benitos ya lo habitaban pues la sala capitular los dormitorios, las letrinas, la bodega y la enfermería estaban acabadas. También lo estaba el Archivo que había sido situado dando la vuelta al claustro y al que se accedía por el lado sur, en sentido contrario a las agujas del reloj.

La Librería sin embargo se había situado en el claustro alto, justo encima del refectorio, buscando proteger a los libros de humedades y robos y con ello además obtener el recogimiento necesario para que los freires pudieran cumplir con la Regla de San Benito, que en su capítulo XLVIII establecía que a los monjes benedictinos debía proporcionársele en su vida cotidiana, más allá del “ora et labora”, facilidad para la lectura de libros, actividad que debía ser obligatoria durante dos horas al día ampliándose a un libro completo en periodo de Cuaresma.

A tal tenor queda así estipulada esta obligación en el capítulo citado de la siguiente manera:

1 La ociosidad es enemiga del alma. Por eso los hermanos deben ocuparse en ciertos tiempos en el trabajo manual, y a ciertas horas en la lectura espritual.

2 Creemos, por lo tanto, que ambas ocupaciones pueden ordenarse de la manera siguiente:

3 Desde Pascua hasta el catorce de septiembre, desde la mañana, al salir de Prima, hasta aproximadamente la hora cuarta, trabajen en lo que sea necesario.

4 Desde la hora cuarta hasta aproximadamente la hora de sexta, dedíquense a la lectura.

5 Después de Sexta, cuando se hayan levantado de la mesa, descansen en sus camas con sumo silencio, y si tal vez alguno quiera leer, lea para sí, de modo que no moleste a nadie.

10 Desde el catorce de septiembre hasta el comienzo de Cuaresma, dedíquense a la lectura hasta el fin de la hora segunda.

13 Después de comer, ocúpense todos en la lectura o en los salmos.

14 En los días de Cuaresma, desde la mañana hasta el fin de la hora tercera, ocúpense en sus lecturas, y luego trabajen en lo que se les mande, hasta la hora décima.

15 En estos días de Cuaresma, reciban todos un libro de la biblioteca que deberán leer ordenada e íntegramente.

16 Estos libros se han de distribuir al principio de Cuaresma.

17 Ante todo desígnense uno o dos ancianos, para que recorran el monasterio durante las horas en que los hermanos se dedican a la lectura.

18 Vean si acaso no hay algún hermano perezoso que se entrega al ocio y a la charla, que no atiende a la lectura, y que no sólo no saca ningún provecho para sí, sino que aun distrae a los demás.

19 Si se halla a alguien así, lo que ojalá no suceda, repréndaselo una y otra vez,

20 Y si no se enmienda, aplíquesele el castigo de la Regla, de modo que los demás teman.

22 El domingo dedíquense también todos a la lectura, salvo los que están ocupados en los distintos oficios.

23 A aquel que sea tan negligente o perezoso que no quiera o no pueda meditar o leer, encárguesele un trabajo, para que no esté ocioso.

San Benito recomendaba la lectura de las Confesiones de los Padres de la Iglesia, y para ello habrían de disponer los monasterios y conventos de las órdenes militares de un lugar específico para el almacenamiento de libros sacros de lectura o consulta, ya fuera librería o biblioteca, y otro cercano a dicha sala destinado a la copia de estos que llevaría el nombre de scriptorium. También debía existir un Archivo General cuyo fin sería la custodia de documentos relevantes para la orden militar, y otro para la de los expedientes de pruebas de sus caballeros conocido como el Archivo de Pruebas.

La iglesia de los primitivos conventos y monasterios benedictinos solía tener un muro común con el claustro en el que se encontraba situado un banco corrido para que los monjes se sentaran a leer y que se conocía con el nombre de corredor de lectura.

Muy próximo a este se encontraba el conocido como armarium, que era una especie de alacena con uno o dos estantes de madera que se cerraba con dos puertas, donde se guardaban los libros que los benitos estuvieran leyendo en el momento, el del lector semanero leído por este a la hora de las comidas de los religiosos y como no, una biblia. Delante de este armario se colocaba una vela encendida cuando estaba abierto y quedaba vigilado por un cantor que debía asegurarse de que permanecía cerrado en las horas de la comida, del trabajo y del descanso de los monjes.

La labor de copia fue realizada por los monjes amanuenses en el scriptorium, bajo el mandato de silencio, hasta finales del S. XIII en el que se individualizó la tarea y empezó a realizarse en pequeñas celdas unipersonales. La de redacción de los expedientes de prueba de los caballeros era realizada por los escribanos de cámara.

Todo lo referido a arrendamientos, rentas de encomiendas, derechos de hierbas y cualquier otra documentación preciada para la institución militar se custodiada en el Archivo General de la casa matriz, y era remitida periódicamente junto con los expedientes de pruebas al Consejo de Órdenes para su custodia en el Archivo Secreto, y quedaba reservada para el uso exclusivo de los consejeros, fiscales y procuradores de la Orden.

Es evidente la importancia que tuvieron el Archivo y la Librería de los conventos y monasterios de las órdenes militares, y la necesidad de ubicarlos en estancias libres de humedades, luminosas y bien aireadas. También lo es la ampliación generalizada del número de libros que se produjo en estas bibliotecas con el comienzo del uso del papel en el S. XIV y la difusión de la imprenta en el S. XVI. Ambos hechos propiciaron la necesidad de construir nuevas y más grandes estancias.

En el Convento de San Benito comienzan las obras de la nueva Librería en 1544, bajo la dirección del maestro mayor Pedro de Ybarra, y se extenderán hasta 1557.

En 1555 es visitado el conventual por Claudio Manrique de Lara, visitador general de la orden, que manda que se abran dos ventanas en la sala y deja 784 maravedís para el suelo y 15.380 para los azulejos que habrían de conformarla. No existe una descripción detallada de esta pieza de lectura y custodia de libros, pero se sabe que como la anterior estaba situada en el piso alto encima del refectorio.

Refiere el cronista de la orden Alonso Torres y Tapia, que en una visita del rey Felipe II al convento mostró su preocupación por la bóveda tan llana de este que entendió no estaba capacitada para soportar demasiado peso por lo que recomendó que la Librería, por estar situada justo encima del refectorio en la planta superior, no fuera transitada por demasiada gente a la vez.

Se sabe también que lo más espectacular de esta biblioteca era su techo cubierto de un artesonado de madera y que este fue exportado, cuando el convento cayó en el abandono, por el arquitecto Arthur Byne en 1930 para el magnate William Randolph Hearst, coleccionista de arte. A día de hoy se desconoce su paradero.

Es cierto que el sacro convento, aunque fue objeto de la penuria y la desolación, tuvo momentos de comunidad monástica próspera con una vida interna que oscilaba entre el riguroso estudio y la paulatina relajación de costumbres y hábitos de sus monjes y caballeros. De ello dan fe no únicamente su espléndida gastronomía, también su magnífica bodega objeto de no pocas alabanzas.

Fue muy comentado que intramuros se amparaba una reliquia conocida como” la reliquia de San Benito” que se hallaba en una custodia de cristal engastada en plata, y que parece que era un hueso del brazo del santo que se daba a besar a los devotos. Albergó también el conventual un magnífico fondo bibliográfico que en 1743 contaba con mil novecientos veintisiete ejemplares entre los que se encontraba un repertorio de obras de derecho canónico y civil, otro de historia y filosofía, también obras clásicas de Platón, Aristóteles, Cicerón Plinio, Tácito, Apuleyo, Julio César o el Poema de Farsalia, y que estas convivían en armonía con otras de autores renacentistas como Erasmo, Cornelius Jansen o las célebres y reconocidas Fábulas de Esopo o una curiosa Guía del Cielo y algún que otro libro italiano. Este fondo era esmeradamente cuidado por el monje bibliotecario que contaba para su conservación con una sustanciosa asignación anual de la Mesa Maestral de la orden alcantarina.

No tardó demasiado tiempo en tornarse esta privilegiada posición del convento en asfixia, cuando los derechos por sus dehesas y sus predios dejaron de percibirse con motivo de la guerra con Portugal, durante la cual se produce un asalto al convento que tuvo entre otras consecuencias la pérdida de libros de indudable valor. Algunos habían sido el fruto de la donación testamentaria de caballeros y religiosos de la orden pues tenían obligación de hacerlo, o en su defecto la de dejar asignada la cantidad de doce ducados anuales a la casa matriz para la compra, a criterio del prior y del monje bibliotecario, de las obras más oportunas o necesarias.

Así queda reflejada esta obligación en el mandato veintiséis de los sesenta y cinco que dio el visitador frey Juan de Orive y Salazar en su visita a Alcántara en 1674:

“… que la quenta de la Librería mando de parte de su magestad que de aquí en adelante se escriva y ponga en libro aparte y no junta con los de la enfermería

… y que la cobranza de los libros o de los doce ducados que conforme a la definición pertenecen a la dicha Librería sea a cargo y por cuenta del enfermero, como ahora lo es

… y que el Prior tome en cada un año la dicha quenta de los libros y mrs. Pertenecientes a la dicha Librería y se emplee en libros los dichos mrs. Que en cada año se hubiera cobrado y que cuando se cobrasen los libros de los difuntos vea que libros son y los que fueren de provecho los haga poner en dicha Librería con sus cadenillas como están los demás …”

Sin embargo, parece ser que la pérdida más importante para el priorato en esta acometida portuguesa fue la de “el Arca de Don Pelayo” custodiada en él, que según contaba la tradición fue la que transportó al rey don Pelayo en su travesía por el río Tajo, y que Pedro del Corral en 1430 narró en la segunda parte de su “Crónica Sarracina o del rey Don Rodrigo con la destrucción de España”, y a ese tenor dijo:

…” Dize la hystoria, que assi como el arca con el niño Pelayo fue echado en el rio, que segun el saluamiento que Dios fue aq[ue]l que lo guio, y anduuo ta[n]to por el rio que llego cerca de Alcantara quanto media legua assi a hora de tercia, y en Alcantara viuia vn cauallero, de edad de sesenta años, que venia de gran linage, y era tio de Luz cercano de su padre. Y hauia nombre Grafeses (…) E yendo assi Grafeses mirio al rio y vido cerca de tierra el arca, en que yua el infante Pelayo (…) Y assi como huuo sacado el arca del rio quebro la cerradura y abrio la puerta que estaua bien calafeteada (…) y assi como le hallo los escriptos y los leyo y por los paños y monedas que traya vio bien que de gran linage deuia ser, y plugole mucho con el. (…) E assi como fue en la villa hizo llamar a vn cauallero que viuia con el que criara de pequeño, el qual tenia vna muger que no auia aun seys dias que auia parido vna hija y no era de dias y estaua por morir, y como aquel cauallero vino apartolo a su camara, y tomole jurame[n]to sobre la cruz de su espada, que a hombre ni muger no dixesse cosa de lo que queria descubrir y tomado el juramento descubriole la verdad del infante, y dioselo que lo criase su muger y diole todo el thesoro que con el hallara. (…) Y eeste cauallero auia nombre Theseus y la dueña su muger Sancela y todos los que los conoscian los hauian por buenos…”

Interesante historia la de la infancia del rey Don Pelayo en Alcántara que bien merece capítulo aparte.

Se agrava la situación del conventual con la Guerra de la Independencia española que tuvo en la villa de Alcántara graves consecuencias, como también las tuvo el Trienio Liberal, llegando a la devastación el viejo y humillado convento con la desamortización de Mendizábal de 1836 en la que el fondo bibliográfico de su Librería, que en aquel momento contaba con casi dos mil ejemplares, fue a parar a manos públicas y privadas, encontrándose un buen número de libros de este tesoro bibliográfico desperdigados en los fondos antiguos de dos bibliotecas extremeñas: una pública, la de Cáceres, y otra privada.

La identificación material de la pertenencia de estos libros a la Librería del Convento de San Benito ha sido posible en aquellos que mantienen algún ex libris en su página de respeto, o la señalización y numeración original correspondiente a la organización en los cajones de la Librería en alguna de sus guardas. En los encuadernados en pergamino se escribió con tinta en su cubierta el número del cajón al que pertenecía dicha obra, y para identificar la pertenencia al convento en los encuadernados en piel habría que buscar en el tejuelo, en la parte superior del lomo, este característico número identificativo. Lamentablemente muchos de los libros de este rico fondo bibliográfico perdieron el tejuelo, sufrieron la barrabasada de la mutilación de sus guardas o de la página de respecto, acto vandálico que debería estar tipificado en el Código Penal, o no poseen ninguna marca que determine su procedencia. Sin embargo, en el registro de la Biblioteca Pública de Cáceres están recogidas muchas obras que, aun no teniendo indicación alguna sobre su origen, se sabe que son de procedencia alcantarina, aunque cabe la posibilidad de que algunas no sean de la Biblioteca del Conventual de San Benito sino de la del Convento de San Bartolomé, tal es el caso del tomo primero de la Crónica de la Orden de Alcántara de 1665 donado por Tomás Martín Gil.

Existe sólo una posible manera de localizar los restos del fondo bibliográfico de la casa matriz alcantarina que no estén todavía registrados y ubicados o se encuentren en manos particulares, y es la revisión uno a uno de los libros del fondo antiguo de la biblioteca cacereña. ¡Ardua tarea!

lunes, 6 de mayo de 2024

CATALINA DE ARAGÓN, LA REINA CLEMENTE QUE REMENDÓ SUS VESTIDOS Y RACIONÓ SU COMIDA A PESAR DE SER CATALINA I DE INGLATERRA.



Nada hacía presagiar que aquella cruda noche del 16 de diciembre de 1485 nacería en Alcalá de Henares la última hija de los Reyes Católicos y una de las reinas más queridas por el pueblo inglés.

De piel muy blanca, ojos azules casi grises y pelo cobrizo, era físicamente muy parecida a su madre, el tiempo pondría en valor que lo fue más si cabe en carácter.

El nacimiento llenó de júbilo a sus padres y no tanto a la corte, que esperaba que hubiera sido varón, pues ya contaban los reyes con tres hijas más, Isabel, María y Juana y sólo con un hijo, Juan.

Pronto empezaron las conjeturas en palacio de cuál sería el matrimonio más conveniente para Catalina que proporcionara fructíferas alianzas a la Corona, y en este orden de cosas se decidió que lo mejor era prometer a la infanta, que en esos momentos contaba con tres años de edad, con Arturo el hijo primogénito del rey Enrique VII, de dos años, lo que unía a la Casa Trastámara con la Tudor y garantizaba un pacto entre España e Inglaterra contra el enemigo francés, y a tal efecto se plasmó el acuerdo en lo que se conoció como el “Tratado de Medina del Campo”.

La reina Isabel, consciente del futuro que debería afrontar su hija, se tomó especialmente en serio su educación y le procuró una esmerada formación en literatura, aritmética e historia, también en filosofía, derecho, teología geografía y heráldica esta última ciencia para saber reconocer las distintas dinastías con las que habría de tratar en tiempos venideros. Tomó también clases de equitación, cetrería y caza, así como de flamenco y latín. Todos estos conocimientos la convertían en una de las infantas más cultas y formadas de Europa.

Se cierra la alianza definitiva en Tortosa, en octubre de 1496, en el conocido como “Tratado de Londres” que establecía el compromiso y próximo matrimonio entre la infanta Catalina de Aragón y el príncipe de Gales Arturo Tudor, fijando Fernando padre de la novia una dote de doscientos mil ducados de oro, estableciéndose además que la infanta mantuviera sus derechos sucesorios aun después de celebrada la boda.

Se casaron los novios por poderes en 1499 por lo que el embajador español De Puebla se desplazó hasta Londres con el fin de encarnar el papel de la novia, lo que provocó la ridícula escena de verse el príncipe de Gales cogido de la mano derecha por el emisario que hubo además de meter una pierna de manera simbólica en el lecho nupcial. A partir de ese momento Catalina pasaba a convertirse en princesa de Galés.

El viaje a tierras inglesas para materializar el matrimonio se produjo en septiembre de 1501 sin imaginar la infanta que esta era la despedida definitiva de sus padres y de su tierra, no volvería a ver a ninguno.

Llegó la futura reina a Richmond el 2 de Octubre y fue recibida por un impaciente Arturo que quedó fascinado con su princesa, no así ella pues el príncipe le pareció poco agraciado y de aspecto enclenque y enfermizo pero sus dotes para la diplomacia consiguieron que solventara el primer encuentro sin que Arturo notase su desagrado.

El 12 de noviembre hizo su entrada triunfal en Londres una emocionada princesa de Gales ante la pompa y el boato de una ciudad engalanada para tan célebre ocasión. Iba acompañada por el duque de York, Enrique hermano pequeño de Arturo que en aquel momento contaba con diez años de edad, y a pesar de la tristeza de su corazón por haber dejado tierras españolas sintió que el flemático pueblo británico se mostraba jubiloso ante su llegada.

La boda real se celebró dos días después en la Catedral de San Pablo y tras más de tres horas de ceremonia salió Catalina del brazo de su príncipe, siendo aclamados por un público enfervorizado que no sospechaba que ese matrimonio iba a ser efímero.

No hubo consumación marital, Arturo no se vio capaz de cumplir con sus deberes conyugales y aun así Catalina supo ser paciente y condescendiente.

Él se mostraba frágil y torpe en público y sin embargo ella destacó rápidamente por su gracilidad, su encanto y su enorme facilidad para los bailes y las danzas de palacio. Todo iba más o menos bien, pero la dote de la novia todavía no había sido depositada en las arcas monarcales por lo que el rey Enrique empezó a perder la paciencia ante la indolencia de su consuegro y a fijar su atención en las joyas que lucía la princesa de Gales, llegando a plantearle a su nuera que se cobraría con ellas lo no pagado por el rey Fernando.

Empezó una batalla entre los avaros y tercos monarcas que perjudicaría gravemente a Catalina, las cosas comenzaron pronto a torcerse y para colmo de males el rey Arturo enfermó por culpa del esfuerzo sexual, dijeron, al que era sometido todas las noches. Nada más lejos de la realidad.

Con la llegada de la primavera se propagó una epidemia de “sudor inglés”, enfermedad letal y altamente contagiosa que infectó a los príncipes de Gales provocando la muerte de Arturo el 2 de abril de 1502 después de una terrible agonía.

Enviudaba Catalina a los dieciséis años y desde ese momento se convertía en la princesa viuda de Gales. Su padre volvía a “la carga” exigiendo esta vez al tacaño rey Enrique VII que le devolviera la mitad de la dote pagada y le asignara a su hija una pensión de viudedad con las rentas de Gales, Cornualles y Chester. Conocía bien el rey Fernando lo cicatero que era el monarca inglés, sabía que jamás le devolvería el dinero de la dote ni asignaría pensión alguna a su hija. Lo que tramaba el astuto rey era que Enrique VII buscara nuevo marido para Catalina, y quién mejor para ello que su hijo Enrique, nuevo príncipe de Gales y futuro rey de Inglaterra. Las pugnas entre los dos monarcas colocaron a la joven Catalina en una complicada situación financiera. Mientras que Fernando exigía al rey inglés que cuidara de su hija y la atendiera económicamente, Enrique VII no estaba dispuesto a devolverle al monarca español la mitad de la dote ni pagar a su nuera pensión alguna, por lo que la princesa viuda se vio obligada a remendar su ropa y racionar su comida, y aun así no claudicó en su afán de llegar a ser reina de Inglaterra, había sido educada para eso.

El 23 de junio de 1503, apenas un año después de la muerte del príncipe Arturo, el rey Enrique firma un nuevo acuerdo de matrimonio entre su hijo Enrique y la princesa Catalina, pero habría de esperar hasta que el joven príncipe cumpliera los catorce años, ella estaba a seis meses de cumplir los dieciocho. A cambio volvía a pedir a Fernando una dote de doscientos mil ducados de oro y la renuncia a los cien mil de la primera dote. Fernando aceptó la oferta, su mujer estaba muy enferma y necesitaba mantener la alianza con Inglaterra.

Muere la reina Isabel a finales de 1504 en Medina del Campo dejando como heredera de la Corona de Castilla en su testamento a la infanta Juana, y esta muerte y los desencuentros con su yerno Felipe de Habsburgo por el control de la Corona hacen que el rey se “olvide” del pago de la dote acordada, por lo que Catalina ve recortada su manutención sumiéndola este hecho en una pobreza vergonzosa e impropia de la futura reina de Inglaterra que habría de durar cinco largos años. En este tiempo su suegro, a la muerte de Felipe I, aspiró a casarse Juana de Castilla aflojando a ratos la tensa cuerda económica de Catalina, tensándola nuevamente y con más fuerza ante la negativa matrimonial de su hermana.

Muere repentinamente el rey Enrique VII en 1509 y a la semana de este imprevisto acontecimiento contraen matrimonio Catalina y Enrique él ya convertido en el rey Enrique VIII, lo que eleva al trono a Catalina que será conocida desde ese momento como la reina Katherine de Inglaterra.

Aunque no lo pareciera, fue un matrimonio por amor. Enrique era un joven pelirrojo, muy alto y apuesto, nada que ver con su hermano Arturo, que se había quedado prendado de la armónica y discreta belleza de Catalina desde el primer día. Compartían su gusto por el arte y la cetrería y ambos habían recibido una esmerada educación. Además, Enrique había encontrado en su esposa una magnífica asesora y brillante estratega, lo que provocó que fuera nombrada gobernadora de Inglaterra y contribuyó poderosamente a que los primeros años de esta unión fueran de esplendor para la Corona. Sin embargo, no todo fue felicidad entre ellos porque Catalina había sufrido varios abortos y empezaba a perder las esperanzas de poder dar un hijo varón al rey que asegurara la sucesión al trono.

El 18 de febrero de 1516 la reina Catalina, después de un arriesgado embarazo lleno de sobresaltos y un largo parto, da a luz en el Palacio de Greenwich a la primera hija del rey Enrique, un bebé sano al que pusieron por nombre María. Le habían ocultado hasta ese momento a la reina la muerte de su padre, que se había producido semanas atrás, por no perjudicar la recta final del embarazo. Sufriría la reina después de este alumbramiento algunos abortos más y el nacimiento de hijos muertos lo que la sumió en una crónica tristeza y pasó factura a su salud avejentándola físicamente y provocando con ello que el rey Enrique “buscase cobijo” en las jóvenes faldas de algunas damas de compañía de la reina, y entre ellas la elegida fue Elizabeth Blount, más conocida por Bessie, que en 1519 dio a luz un hijo varón al que llamaron Enrique y que llevó por apellido el de Fitzroy, “hijo del rey” en francés antiguo, propio de los bastardos reales. Había triunfado Bessie sin esfuerzo donde la reina no había podido, a pesar de sus muchos intentos, y el rey le otorgó a su nuevo vástago honores y títulos propios de un príncipe.

Ante la pasión del rey por el nacimiento de un hijo varón, se apresuró la reina a buscar marido para su hija, temiendo que el rey la repudiara, y pensó que el candidato ideal era su sobrino Carlos I porque además del gran cariño que sentía por él, este matrimonio elevaba a su hija al trono español. Accede Carlos al compromiso rompiéndolo poco después para casarse con su prima hermana Isabel de Portugal, hija de María de Aragón y de Manuel I de Portugal, lo que provoca un gran desconsuelo en la reina Catalina y un tremendo enojo del rey Enrique VIII que reacciona contra su mujer, a la que considera culpable del desaire, sometiéndola a la gran humillación de ver como un niño de seis años, su hijo Enrique de Fitzroy, recibe honores como una de las personas más influyentes y poderosas de Inglaterra, mientras ella y su hija son desterradas de Londres para abrir las puertas de palacio a una joven Ana Bolena, su nueva amante.

Empieza el rey a mover hilos para conseguir la anulación del matrimonio con Catalina y poder casarse con Ana y para ello argumenta que Dios lo estaba castigando sin un hijo varón legítimo por haberse casado con su cuñada, pero la soberana estaba dispuesta a luchar hasta el final para hacer valer su matrimonio y los derechos dinásticos de su hija. Comienza entre ambos monarcas una tremenda batalla en la que las grandes sufridoras iban a ser Catalina y su hija María, pero decidieron afrentar al rey y asumir el dolor y la humillación que ello conllevaba.

El soberano inglés ofreció a su todavía esposa mantener la dote y el rango de su hija, apeló a su condición de madre y buena cristiana, le hizo todo tipo de chantajes, la desterró y la sometió a la más absoluta de las pobrezas y a todo tipo de ultrajes demostrando con ello una tremenda crueldad, pero no consiguió moverla ni un ápice de su decisión de no acceder a la disolución del matrimonio. Mientras tanto para compensar a la afligida e impaciente Bolena concede dos condados a su padre y a ella el marquesado de Pembroke, siendo de esta manera la primera plebeya inglesa en convertirse en noble por derecho y no por herencia.

La Iglesia no acababa de dar la razón al rey, y Catalina esperaba ser ella la reconocida en su postura por la santa institución. El hecho de que Lady Ana estuviera embarazada ayudó a decidirse al monarca que optó por casarse en secreto con ella.

El 23 de mayo de ese mismo año, 1533, ante este último acontecimiento se reunió un tribunal en Dunstable y anuló el matrimonio de Catalina y Enrique y validó la unión entre el rey y Ana Bolena. La reina Katherine volvía a ser la princesa viuda de Gales hecho que le provocó una profunda decepción, pero se limitó a comentar al embajador español:

“Así que según la Iglesia de Enrique he pasado media vida como concubina del rey”

Reacciona la Iglesia Católica declarando ilegal el nuevo matrimonio y amenazando a Enrique con la excomunión, pero ya era tarde porque acababa de nacer la nueva hija del monarca proclamando su padre a los cuatro vientos su legitimidad y obligando a María a renunciar a su título de princesa de Gales que pasaba así a su nueva hermana, la recién nacida Isabel.

Mientras tanto Catalina había sido despojada de todas sus joyas, incluso las recibidas de sus padres, que cayeron en manos de Lady Ana y esta se encargó de lucirlas ostentosa e impúdicamente ante la estupefacta corte inglesa. Además la desposeída soberana fue recluida en Kimbolton rodeada únicamente de sus objetos religiosos, ya terriblemente enferma.

Murió la reina Katherine el 7 de Enero de 1536 con la misma dignidad con la que vivió, y fue enterrada sin pompa en una sencilla ceremonia celebrada en la Abadía de Peterborough. Ese mismo día Ana Bolena, que volvía a estar embarazada, sufrió el aborto de un hijo varón y sólo unos meses después fue decapitada en la Torre de Londres acusada de adulterio, alta traición e incesto.

No fue en vano la lucha de Catalina por mantener los derechos sucesorios de su hija. María Tudor fue coronada por derecho propio como María I de Inglaterra e Irlanda, y con ella y su matrimonio con su sobrino Felipe II, hijo de su primo hermano Carlos V, volvieron a establecerse lazos con la Corona española. No fue heredera, sin embargo, del carácter compasivo y clemente de su madre porque su intento de abolir la Reforma Anglicana que había comenzado durante el reinado de su padre, ocasionó que pasara a la posteridad con el inquietante sobrenombre de Bloody Mary, “María la sanguinaria”.

Aún a día de hoy no faltan flores en la tumba de su madre, en la que una sencilla placa recuerda al visitante que:

“Aquí yace la reina Katherine amada por el pueblo inglés por su lealtad, piedad, coraje y compasión».