sábado, 24 de mayo de 2025

LA ÚLTIMA CENA DE LEONARDO; LOS ENIGMAS DEL LEGADO DE UN GENIO

 

PARTE I

“EL GÉNESIS DE UNA OBRA QUE CAMBIÓ LA HISTORIA DEL ARTE”



Aquella mañana Leonardo no había parado de vociferar a sus aprendices, estaba especialmente irascible. No podía recordar sin dolor como el duque de Milán le había arrebatado el bronce que le asignó para la elaboración de su gran obra,

Lo convertiremos en cañones – dijo – Tuviste tiempo para acometer la estatua, meses, y no hiciste más que cavilar.

Sabía que “el Moro”, como era conocido Ludovico Sforza, tenía razones para quejarse, pero él se sentía incomprendido. La elaboración de la estatua de un caballo de tal envergadura necesitaba un replanteo racional y tiempo, mucho tiempo. La difunta Beatrice se lo habría dado.

Sin embargo, Ludovico no quería que el maestro le abandonara ahora que su amada Beatrice había fallecido y le pidió que realizara en su memoria el más grande y excepcional fresco jamás contemplado. Para ello había elegido el muro septentrional del refectorio del convento de Santa María delle Grazie en Milán en el que contaba con 4,60 metros de altura por 8,80 metros de ancho para realizarlo.

No quiso el maestro utilizar la técnica tradicional del fresco, que consistía en aplicar los pigmentos directamente sobre el enlucido húmedo, quiso utilizar una más innovadora que consistía en combinar oleo y temple sobre una preparación previa de yeso. El tiempo se encargaría de demostrar lo poco acertado de este proceso artístico porque los cambios de temperatura y la humedad de la habitación propiciaron el deterioro de la pintura, que se produjo con más rapidez, de ahí que hayan sido muchas las restauraciones a las que, con mayor o menor acierto, se ha visto sometida tan magistral obra.

Había pasado Leonardo muchas mañanas en el mercado buscando inspiración para su pintura, quería capturar con su plumín los gestos de la gente mundana y trasladarlos a los rostros de los que habrían de ser los doce apóstoles. Necesitaba que esos rostros expresaran toda la sorpresa e indignación posible ante la terrible revelación hecha por Jesucristo de que uno de ellos era un traidor y que ello le acarrearía próximas y nefastas consecuencias.

Pretendía Da Vinci que el pasaje del Nuevo Testamento de Juan, el 13,21, en el que estaba inspirada su obra quedase fiel y dramáticamente reflejado; quería que todo aquel que la contemplase permaneciese eclipsado por tan bella y consternada representación humana de estas divinas palabras:

Llegada la hora, Jesús se sentó a la mesa con los apóstoles y les dijo: “Yo tenía gran deseo de comer esta Pascua con vosotros antes de padecer. Porque os digo que ya no volveré a comer hasta que sea la nueva y perfecta Pascua en el Reino de dios, porque uno de vosotros me traicionará.”

Sin duda era importante el encargo del duque y pretendía con su realización que toda Italia conociera y reconociera su arte, pero necesitaba tiempo. Esta vez no iba a permitir que Sforza lo presionara.

Había hecho traer de lejos los más variados pigmentos y pretendía mezclarlos con aceites para conseguir efectos ópticos imposibles de obtener de otra manera. Sabía que arriesgaba con sus innovadoras técnicas que en más de una ocasión le habían jugado malas pasadas, y aun así estaba dispuesto a intentarlo. Confiaba en saber darle una perspectiva lineal a la pintura y lo haría marcando un “punto de fuga” inicial a partir del cual iría surgiendo la escena en toda su profundidad, este punto estaría situado a la altura de los ojos de Jesús, figura principal del cuadro, al lado de su sien derecha.

Sin dudarlo trepó por el andamio que ya había sido colocado en el refectorio del viejo convento y con un mazo de madera golpeó con fuerza el que entendió debía ser el punto inicial o “punto de fuga” del fresco, provocando con ello un leve desconchamiento en el muro. El golpe atrajo la atención de los monjes que pararon de sorber su sopa para fijar la mirada en el artista.

A partir de mañana no quiero que coman ni un día más los religiosos en esta estancia – dijo Leonardo a Melzi, su discípulo, al bajar del andamio.

Pasaban los días y Da Vinci veía crecer su entusiasmo, ya había iniciado los dibujos preparatorios, no quería una representación clásica con Judas delante de la mesa y los demás apóstoles frente a él con Jesucristo. Quería incluir a Judas entre los demás apóstoles y que fueran su expresión y su actitud quienes le delatasen. Ya había asignado a cada discípulo de Cristo su sitio en la mesa y había decidido agruparlos en cuatro grupos de tres, de tal manera que a la derecha de Jesús, izquierda del observador, apareciesen en el primer grupo Bartolomé, Santiago el Menor y Andrés y en el segundo, más cercano al hijo e Dios, Judas Iscariote con una bolsa de monedas en la mano, Pedro y Juan. A la izquierda de Jesús, derecha del observador, quería situar a Tomás, Santiago el Mayor y Felipe en el grupo más cercano y a Mateo, Judas Tadeo y Simón el Celote en un segundo grupo más alejado. Al fondo de la escena y de espalda a los personajes iba a representar tres ventanas, vuelven a ser tres, una central más grande y dos más pequeñas que simbolizarían el Paraíso y representarían a la Santísima Trinidad.

Cuando los bocetos estuviesen totalmente terminados los trasladaría con ayuda de sus aprendices al mural,

¡Ese será el génesis de mi gran obra! – musitaba.

Había llegado a oídos del tirano Ludovico que el maestro Da Vinci empezaba a tener una conducta errática; apenas comía y pasaba días sin dormir alternándolos con otros en los que no se levantaba de cama, se comentaba que había visitado algunas cárceles de Milán y alrededores buscando en los presos la cara de Judas Iscariote. Se decía que tenía momentos de profunda actividad en los que ni cuatro de sus más aventajados discípulos lograban alcanzarle en el desarrollo de la obra y otros en los que determinar el trazo de dos o tres pinceladas podía suponerle un día entero.

Quería el duque saber de su maestro, aunque confiaba en él porque lo intuía un genio, y por esa razón se acercó una soleada mañana de mayo muy temprano al convento. Allí encontró al artista solo, sus aprendices todavía no habían llegado, estaba quieto con los brazos en jarras mirando hacia arriba, sin duda buscaba fallos en su obra.

¡Buenos días Leonardo! Dijo Sforza al entrar en el refectorio.

Se giró sorprendido el pintor y miró al duque incrédulo.

¡Buena hora tenga duque! - y añadió - ¿No es un poco pronto para venir a contemplar los progresos de su encargo?

Ya no pudo contestarle “el Moro”, había quedado fascinado con lo que allí vio representado; a partir de ese momento tuvo la absoluta certeza de que esa obra iba a cambiar la Historia del Arte.


PROXIMAMENTE

PARTE II: DA VINCI "EL HEREJE",LOS SÍMBOLOS OCULTOS DE "LA ÚLTIMA CENA"

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