Ana Hurtado de Mendoza y de la Cerda nació el 29 de junio de 1540 en Cifuentes (Guadalajara), fue la única hija de Diego Hurtado de Mendoza y de la Cerda, conde de Mélito y nieto del Cardenal Mendoza prelado cuyo poderío fue tal bajo el reinado de los Reyes Católicos que llegaron a apodarlo como “el tercer rey de España”, y de Catalina de Silva y Álvarez de Toledo, duquesa de Francavila, por lo que puede afirmarse con rotundidad que fue la heredera de dos de las grandes casas nobles más poderosas de la época.
Su padre, el conde de Melito, fue nombrado por el emperador Carlos V presidente del Consejo de Órdenes Militares, por lo que hubo de establecer su residencia en la Corte.
Su madre, de origen portugués, resultó ser una mujer de carácter y educación refinada que, junto a su tía paterna María de Mendoza, marcaron fuertemente la infancia y adolescencia de Ana, que aprendió con ellas a moverse con destreza e inteligencia en el selecto ambiente de la corte real y los palacios familiares.
Contrajo matrimonio con Ruy Gomes de Silva, hombre de confianza y privado del rey Felipe II siendo aún una chiquilla, él era veinticuatro años mayor que ella, y pasó a ser dama de honor de la mujer del soberano, Isabel de Valois, adquiriendo con ello un rango social y político que supo aprovechar carteándose, por ejemplo, con la mismísima reina de Francia Catalina, madre de Isabel.
Era Astuta Ana Mendoza de la Cerda y supo situarse estratégicamente. Algunos dijeron que era una bella dama sin escrúpulos, otros hablaban de ella como una embaucadora y enigmática mujer fatal de parche en el ojo derecho, consecuencia de un traumatismo ocular provocado por el florete de un paje con el que practicaba el arte de la esgrima a los catorce años.
Es cierto que todos quedaban atrapados por el frío temperamento de esa mujer que sabía manejar el misterio con maestría. También lo hizo el monarca que decidió hacerla su amante mientras desagraviaba y mantenía entretenido a su privilegiado Ruy Gomes de Silva, su esposo, otorgándole el ducado de Pastrana que lo hizo tan feliz al abrirle “de par en par” las puertas de la Grandeza de España, y nombrándolo posteriormente mayordomo mayor de su hijo Carlos en un alarde, entendieron algunos, de generosidad y agradecimiento o con intención de alejarlo de la Corte, entendieron los más.
De todos era conocido el talante liberal de la joven Mendoza y su total oposición a los absolutismos en cualquiera de sus manifestaciones, no fue óbice, sin embargo, esta disensión para hacerle oportunos arrumacos al iluso soberano que la creía a sus pies.
Pero algo ocurrió en la Corte, algo que provocó el enfado del rey Felipe. Quizás fuera algún comentario desafortunado sobre el príncipe Carlos o sobre el infante Juan de Austria, lo cierto es que fue apartada bruscamente de Madrid y enviada a asistir a su marido a Pastrana. El monarca años después justificaría su decisión con un lacónico:
[…] ha mucho que conozco sus cosas…
Sin embargo, el duque permaneció en la consideración del rey que con el tiempo acabó haciéndolo príncipe de Éboli, y esto provocó cierto consuelo en la desesperanza de tantos años de Ana de Mendoza. Años en los que se había dedicado a ser esposa y madre, diez hijos tuvo, y sin embargo estos quehaceres no le habían impedido mantenerse en sus intrigas. Ahora siendo princesa de Éboli aspiraba a regresar altiva y con honores a la sociedad castellana que entendía se rendiría a sus pies.
Y qué mejor manera de hacerlo que por la siempre venturosa puerta de los afanes religiosos y dada la fama de Santa Teresa por toda Castilla, quiso colaborar en su causa promoviendo la fundación de un convento carmelitano en Pastrana, localidad que acabaría por convertirse en la residencia de los príncipes, ya que edificaron allí un fastuoso palacio de traza renacentista que aun a día de hoy perdura majestuoso.
En plena efervescencia mística mando llamar la princesa de Éboli a la Santa con premura, pero esta al verse interrumpida en su retiro espiritual se resistió a cumplir los caprichosos deseos de la princesa. Aun así accedió al final pretendiendo evitar su cólera y fue a visitarla. Esta visita se prolongaría durante tres meses en los que se buscó avanzar en los trabajos del nuevo convento, pero realmente no fue más que el comienzo de un gran conflicto entre ambas mujeres que, pese a que Ruy Gomes intentó mediar haciendo un encomiable ejercicio de cordura y diplomacia, acabo como “el rosario de la aurora” pues la colérica y veleidosa princesa quiso doblegar a la santa que, pese a sus votos, hizo un verdadero alarde de soberbia.
A pesar de todo la princesa de Éboli cedió aconsejada por su marido, y se fundaron en Pastrana dos conventos, el de los carmelitas varones, en las afueras de la villa, y el de las carmelitas descalzas en el interior cerca del palacio ducal.
Pronto volvieron los problemas porque la intrigante y manirrota princesa quiso dotar espléndidamente los conventos con la velada intención de manejar su administración y organización. Se produjo un nuevo “choque de trenes” entre las damas que llegó a provocar conflictos entre los monjes, las monjas y la fundadora. A duras penas conseguía el duque poner paz entre Santa Teresa y su mujer, y si lo conseguía era producto de su exquisito tacto y de la admiración y el cariño que por él sentía Teresa de Jesús.
Toda aquella figurada avenencia se desvaneció la noche del 29 de julio de 1573 en la que falleció el príncipe de Éboli porque su atribulada viuda, llevada por un súbito “impulso místico”, ingresó en ese mismo momento en el Convento de las Carmelitas Descalzas de Pastrana con el sobrenombre de Sor Ana de la Madre de Dios, ante la mirada aterrada de las demás religiosas que lo habitaban que verbalizaron el acontecimiento con una frase para la Historia:
“¡Ya podemos dar por deshecha y perdida nuestra casa!”
— ¿pero todas tienen vocación religiosa?
A lo que la de Éboli contestó:
— ¿Acaso ha de ser eso un impedimento?
Pronto se cansó la princesa de la austeridad del convento que había amadrinado y decidió trasladarse con su séquito, sus trajes y sus joyas a un edifico colindante que tenía salida directa a la calle. Mandó que lo acondicionaran y allí empezó a vivir y a recibir, pretendiendo aparentar una vida de recogimiento que provocaba el estupor de las hermanas carmelitas, que se quejaron a la madre superiora y esta a Santa Teresa, que creyó que podría hacerla entrar en razón sin obtener resultado alguno. No había remedio, ¡no podían expulsar a la dueña del convento!
Una fría mañana de mayo las carmelitas descalzas y su fundadora abandonaron Pastrana y dirigieron sus pasos a Segovia dejando con “tres palmos de narices” a la princesa, que hubo de tragarse la ofensa con simulado gesto de perdón y fingida magnanimidad ante tanta “carmelita a la fuga”. Sin embargo, le guardó un terrible y poco cristiano rencor a Teresa de Jesús que la llevó incluso a acusarla de hereje ante la Santa Inquisición por el Libro de Su Vida.
Después del desplante carmelitano abandona la princesa Pastrana y regresa a su palacio de Madrid y a su vida cortesana. No debió hacerlo porque de nuevo puso sus ojos en un hombre poderoso, Antonio Pérez hombre de confianza del rey, convirtiéndose en su amante y viéndose involucrada con ello en el asesinato de Juan Escobedo, secretario de Juan de Austria.
No perdonó Felipe II semejante crimen, quizás se sintió culpable por no ver a tiempo la traición de su mano derecha. Pérez acabó huyendo de España acosado por la justicia, pero logró eludir la prisión. No corrió igual suerte Ana de Mendoza que dio con sus aristocráticos huesos, muy a su pesar, en el Palacio Ducal de Pastrana en 1581, en régimen de arresto domiciliario y así se mantuvo durante diez años, sin que el rey tuviera del todo claro las razones. Lo cierto y verdad es que este encierro sobrevenido aceleró la muerte de la princesa que se produjo cuando tenía apenas cincuenta y dos años.
Quiero hacer valer para finalizar este relato, que no es mi intención la de haber alterado con él la percepción que ya tenía el lector de esta misteriosa dama,
¿A quién puede pasar desapercibida la críptica imagen de una mujer que consiguió hacer de un traumatismo ocular su marca medieval?
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