sábado, 19 de octubre de 2024

LA ENIGMÁTICA PRINCESA DE ÉBOLI Y SU MANIFIESTA ENEMISTAD CON TERESA DE JESÚS, LA SANTA REBELDE

                                                                                                                                         

Ana Hurtado de Mendoza y de la Cerda nació el 29 de junio de 1540 en Cifuentes (Guadalajara), fue la única hija de Diego Hurtado de Mendoza y de la Cerda, conde de Mélito y nieto del Cardenal Mendoza prelado cuyo poderío fue tal bajo el reinado de los Reyes Católicos que llegaron a apodarlo como “el tercer rey de España”, y de Catalina de Silva y Álvarez de Toledo, duquesa de Francavila, por lo que puede afirmarse con rotundidad que fue la heredera de dos de las grandes casas nobles más poderosas de la época.

Su padre, el conde de Melito, fue nombrado por el emperador Carlos V presidente del Consejo de Órdenes Militares, por lo que hubo de establecer su residencia en la Corte.

Su madre, de origen portugués, resultó ser una mujer de carácter y educación refinada que, junto a su tía paterna María de Mendoza, marcaron fuertemente la infancia y adolescencia de Ana, que aprendió con ellas a moverse con destreza e inteligencia en el selecto ambiente de la corte real y los palacios familiares.

Contrajo matrimonio con Ruy Gomes de Silva, hombre de confianza y privado del rey Felipe II siendo aún una chiquilla, él era veinticuatro años mayor que ella, y pasó a ser dama de honor de la mujer del soberano, Isabel de Valois, adquiriendo con ello un rango social y político que supo aprovechar carteándose, por ejemplo, con la mismísima reina de Francia Catalina, madre de Isabel.

Era Astuta Ana Mendoza de la Cerda y supo situarse estratégicamente. Algunos dijeron que era una bella dama sin escrúpulos, otros hablaban de ella como una embaucadora y enigmática mujer fatal de parche en el ojo derecho, consecuencia de un traumatismo ocular provocado por el florete de un paje con el que practicaba el arte de la esgrima a los catorce años.

Es cierto que todos quedaban atrapados por el frío temperamento de esa mujer que sabía manejar el misterio con maestría. También lo hizo el monarca que decidió hacerla su amante mientras desagraviaba y mantenía entretenido a su privilegiado Ruy Gomes de Silva, su esposo, otorgándole el ducado de Pastrana que lo hizo tan feliz al abrirle “de par en par” las puertas de la Grandeza de España, y nombrándolo posteriormente mayordomo mayor de su hijo Carlos en un alarde, entendieron algunos, de generosidad y agradecimiento o con intención de alejarlo de la Corte, entendieron los más.

De todos era conocido el talante liberal de la joven Mendoza y su total oposición a los absolutismos en cualquiera de sus manifestaciones, no fue óbice, sin embargo, esta disensión para hacerle oportunos arrumacos al iluso soberano que la creía a sus pies.

Pero algo ocurrió en la Corte, algo que provocó el enfado del rey Felipe. Quizás fuera algún comentario desafortunado sobre el príncipe Carlos o sobre el infante Juan de Austria, lo cierto es que fue apartada bruscamente de Madrid y enviada a asistir a su marido a Pastrana. El monarca años después justificaría su decisión con un lacónico:

[…] ha mucho que conozco sus cosas…

Sin embargo, el duque permaneció en la consideración del rey que con el tiempo acabó haciéndolo príncipe de Éboli, y esto provocó cierto consuelo en la desesperanza de tantos años de Ana de Mendoza. Años en los que se había dedicado a ser esposa y madre, diez hijos tuvo, y sin embargo estos quehaceres no le habían impedido mantenerse en sus intrigas. Ahora siendo princesa de Éboli aspiraba a regresar altiva y con honores a la sociedad castellana que entendía se rendiría a sus pies.

Y qué mejor manera de hacerlo que por la siempre venturosa puerta de los afanes religiosos y dada la fama de Santa Teresa por toda Castilla, quiso colaborar en su causa promoviendo la fundación de un convento carmelitano en Pastrana, localidad que acabaría por convertirse en la residencia de los príncipes, ya que edificaron allí un fastuoso palacio de traza renacentista que aun a día de hoy perdura majestuoso.

En plena efervescencia mística mando llamar la princesa de Éboli a la Santa con premura, pero esta al verse interrumpida en su retiro espiritual se resistió a cumplir los caprichosos deseos de la princesa. Aun así accedió al final pretendiendo evitar su cólera y fue a visitarla. Esta visita se prolongaría durante tres meses en los que se buscó avanzar en los trabajos del nuevo convento, pero realmente no fue más que el comienzo de un gran conflicto entre ambas mujeres que, pese a que Ruy Gomes intentó mediar haciendo un encomiable ejercicio de cordura y diplomacia, acabo como “el rosario de la aurora” pues la colérica y veleidosa princesa quiso doblegar a la santa que, pese a sus votos, hizo un verdadero alarde de soberbia.

A pesar de todo la princesa de Éboli cedió aconsejada por su marido, y se fundaron en Pastrana dos conventos, el de los carmelitas varones, en las afueras de la villa, y el de las carmelitas descalzas en el interior cerca del palacio ducal.

Pronto volvieron los problemas porque la intrigante y manirrota princesa quiso dotar espléndidamente los conventos con la velada intención de manejar su administración y organización. Se produjo un nuevo “choque de trenes” entre las damas que llegó a provocar conflictos entre los monjes, las monjas y la fundadora. A duras penas conseguía el duque poner paz entre Santa Teresa y su mujer, y si lo conseguía era producto de su exquisito tacto y de la admiración y el cariño que por él sentía Teresa de Jesús.

Toda aquella figurada avenencia se desvaneció la noche del 29 de julio de 1573 en la que falleció el príncipe de Éboli porque su atribulada viuda, llevada por un súbito “impulso místico”, ingresó en ese mismo momento en el Convento de las Carmelitas Descalzas de Pastrana con el sobrenombre de Sor Ana de la Madre de Dios, ante la mirada aterrada de las demás religiosas que lo habitaban que verbalizaron el acontecimiento con una frase para la Historia:

“¡Ya podemos dar por deshecha y perdida nuestra casa!”

Ni que decir tiene que la de Éboli no se había planteado en su arrebato el voto de austeridad y pobreza, y pese a que se enfundó un raído sayal que le venía grande no quiso prescindir de su cortejo de dueñas y criadas, ordenando que todas ellas ingresaran como monjas con ella en el convento ante los atónitos ojos de la madre superiora, que le preguntó:

— ¿pero todas tienen vocación religiosa?

A lo que la de Éboli contestó:

— ¿Acaso ha de ser eso un impedimento?

Pronto se cansó la princesa de la austeridad del convento que había amadrinado y decidió trasladarse con su séquito, sus trajes y sus joyas a un edifico colindante que tenía salida directa a la calle. Mandó que lo acondicionaran y allí empezó a vivir y a recibir, pretendiendo aparentar una vida de recogimiento que provocaba el estupor de las hermanas carmelitas, que se quejaron a la madre superiora y esta a Santa Teresa, que creyó que podría hacerla entrar en razón sin obtener resultado alguno. No había remedio, ¡no podían expulsar a la dueña del convento!

Una fría mañana de mayo las carmelitas descalzas y su fundadora abandonaron Pastrana y dirigieron sus pasos a Segovia dejando con “tres palmos de narices” a la princesa, que hubo de tragarse la ofensa con simulado gesto de perdón y fingida magnanimidad ante tanta “carmelita a la fuga”. Sin embargo, le guardó un terrible y poco cristiano rencor a Teresa de Jesús que la llevó incluso a acusarla de hereje ante la Santa Inquisición por el Libro de Su Vida.

Después del desplante carmelitano abandona la princesa Pastrana y regresa a su palacio de Madrid y a su vida cortesana. No debió hacerlo porque de nuevo puso sus ojos en un hombre poderoso, Antonio Pérez hombre de confianza del rey, convirtiéndose en su amante y viéndose involucrada con ello en el asesinato de Juan Escobedo, secretario de Juan de Austria.

No perdonó Felipe II semejante crimen, quizás se sintió culpable por no ver a tiempo la traición de su mano derecha. Pérez acabó huyendo de España acosado por la justicia, pero logró eludir la prisión. No corrió igual suerte Ana de Mendoza que dio con sus aristocráticos huesos, muy a su pesar, en el Palacio Ducal de Pastrana en 1581, en régimen de arresto domiciliario y así se mantuvo durante diez años, sin que el rey tuviera del todo claro las razones. Lo cierto y verdad es que este encierro sobrevenido aceleró la muerte de la princesa que se produjo cuando tenía apenas cincuenta y dos años.

Quiero hacer valer para finalizar este relato, que no es mi intención la de haber alterado con él la percepción que ya tenía el lector de esta misteriosa dama,

¿A quién puede pasar desapercibida la críptica imagen de una mujer que consiguió hacer de un traumatismo ocular su marca medieval?

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                             


 

martes, 1 de octubre de 2024

INTERPRETACIÓN HERÁLDICA DEL ESCUDO DE ARMAS DEL CABALLERO

 

“EL BLASÓN HA DE SER BÉLICO, GALANTE Y SIMBÓLICO”



Queda recogido en el Título 21, Ley 8ª de la Segunda Partida de Alfonso X “el Sabio” que “la Nobleza se adquiere por linaje, por mérito o por sabiduría” existiendo por tanto lo que se conoce como Nobleza de Toga, Nobleza de Abolengo y la nobleza que nos ocupa conocida como Nobleza de Privilegio, que era concedida por el monarca como agradecimiento y recompensa a los servicios prestados en defensa de la Corona.

Este tipo de reconocimiento estaba la mayor parte de las veces directamente vinculado a un determinado tipo de honor, que aludía a la divinidad romana Honos y representaba el coraje en la guerra, y que durante el periodo medieval estuvo vinculado a la concesión de tierras en vasallaje como premio a la victoria sobre la morisma.

Esta clase de honor estaba íntimamente ligada a la figura del caballero que además debía poseer destreza militar y cualidades como valor, honestidad, inteligencia, fortaleza, mesura o lealtad.

No es difícil imaginarnos a un caballero en el S. XII forrado de hierro de los pies a la cabeza y blandiendo armas como el arco o la espada, la daga o el escudo, utilizadas todas ellas como señales de identidad del combatiente en la batalla.

La armería del caballero que en su origen fue una simple marca distintiva usada por este en combates y torneos, pasó a convertirse en blasón que no fue sino su escudo de guerra ornamentado con sus armas. Con el tiempo las armerías dejaron de estar reservadas a los combatientes convirtiéndose en familiares y hereditarias, y los blasones trascendieron del ámbito militar en el que nacieron y arrasaron en las actividades de la vida social sirviendo para adornar ropaje, casas y panteones.

En los funerales de un caballero su escudo de armas ocupaba un lugar destacado en el arzón de la silla de montar de su caballo y además era esculpido en su sepulcro. Su heredero recibía junto al feudo de su padre las armas que blasonaban su escudo como la más alta representación e identificación de su linaje, consolidando socialmente con ello una posición dominante.

En un mundo de profundo simbolismo como el medieval había nacido el arte de la heráldica y con él unas estrictas normas de blasonamiento que regirían el orden, el color y la posición de muebles y piezas heráldicas, y cuyo cumplimiento sería rigurosamente custodiado por heraldos y reyes de armas con el fin de evitar copias o usurpaciones.

Blasonar las armas de un caballero era reconocer el alma del portador, sus ideales, sus proezas y sus hazañas bélicas, que estas fueran motivo de inspiración en la composición de su escudo de armas y que a su vez este fuese reconocido a lo largo del tiempo a través de sus descendientes, en lo que empezaría a conocerse como heráldica heroica.

Como ya he referido las armas son consustanciales al caballero y entre ellas es la espada la más relevante por ser imprescindible tras “la pescozada” en el ritual de la ceremonia de su investidura, que se producía después de la toma de armas y el ceñimiento de la espada en el cíngulo.

Previamente debía haber sido velada la noche anterior, de ahí la expresión “velar armas” recogida en “El Quijote”, y bendecida en el momento del inicio del ceremonial. Es por ello por lo que además de ser representada en su blasón debía convertirse en su fiel compañera ya que el caballero no debía separarse de ella ni siquiera para comer o dormir, considerándose un deshonor la pérdida de la misma.

“No me desenvainéis sin razón, no me guardéis sin honor”

Era la leyenda que solía inscribirse en ella como muestra de respeto y consideración ante el más noble de los instrumentos de guerra.

Suele representarse en el escudo de armas la mayor parte de las veces sola sin figura humana que la esgrima, en cuyo caso hay que representarla desenvainada y con la punta hacia arriba. Otras veces aparece empuñada por un guerrero o representado este por un solo brazo que la blande, siempre el derecho que es símbolo de fortaleza. También puede representarse en las garras de algún animal regio como el león o el águila en cuyo caso se dirá que está “sostenida”. Su metal suele ser plata la hoja y oro la empuñadura.

Fue blasonada por primera vez en 1170 para la Orden Militar de Santiago de la Espada, fundada para combatir las fuerzas mahometanas por Pedro Fernández de Fuente Encalada y otros nobles caballeros

Como variante de la espada puede aparecer la daga, la cimitarra, el espadón, el sable, el estoque o la navaja. También suelen representarse en el blasón la lanza, la punta de lanza y la pica y como armas arrojadizas el arco con sus flechas o la piedra.

Es importante tener en cuenta los colores con los que se representan los fondos y las piezas del escudo de armas porque son altamente simbólicos. Previamente habrá que distinguir entre metales y esmaltes.

Cuando hablamos de metales nos estamos refiriendo a el oro, que se representa en el blasón monocromo mediante puntos, su virtud es la clemencia y sus cualidades mundanas son la riqueza, la generosidad y el esplendor, y a la plata, cuya representación gráfica sin color es el blanco, su virtud es la constancia y la honorabilidad y sus cualidades mundanas son la prosperidad y el poder.

Si nos referimos a los esmaltes deberemos distinguir entre el rojo o “gules”, cuya representación monocroma son las rayas verticales, su virtud la caridad y sus cualidades mundanas son la valentía, la nobleza y el furor; o el azul o “azur”, cuya representación monocroma son las rayas horizontales, su virtud la justicia y sus cualidades mundanas son la perseverancia, la vigilancia y la lealtad. El color verde se conoce en heráldica como “sinople” su representación monocroma son rayas diagonales de izquierda a derecha, su virtud la esperanza y sus cualidades mundanas son la honra, la cortesía, la amistad y la posesión. El color negro o “sable” era utilizado por el caballero cuando quería guardar el anonimato, su representación monocroma es la de rayas verticales y horizontales formando pequeños cuadros, su virtud es la de la discreción y la prudencia y sus cualidades mundanas son el duelo, la firmeza y la mesura. Nos queda hablar del color morado o “púrpura,” representado en el blasón monocromo con rayas diagonales de derecha a izquierda, su virtud es la devoción y sus cualidades humanas son la templanza, la autoridad y la soberanía. Junto con el “sinople” es el color menos utilizado en la heráldica del caballero.

En el capítulo de los símbolos de poder la heráldica recoge distintos muebles como cadenas, que representan sumisión a la Corona y acatamiento y están directamente relacionadas con haber combatido en la Batalla de las Navas de Tolosa en 1212, campanas, que se sacaron del contexto litúrgico para asociarlas a la justicia feudal, llaves, relacionadas con el oficio de gentilhombre y con la defensa de una fortaleza o población y con la seguridad, o candados como señal de fidelidad y secreto del servidor del monarca.

Si nos referimos a la morada del caballero las piezas heráldicas más habituales suelen ser los castillos que simbolizan refugio de fe frente a la herejía, grandeza y elevación y también asilo y salvaguardia. Eran símbolo de la fortaleza que hacían posible la defensa frente al enemigo, por lo que blasonarse con un castillo significaba haber defendido alguno de ellos. Suele estar representada esta figura totalmente en oro o plata y si en ella estuvieran perfiladas sus piedras en negro, se dirá que el castillo está “mazonado en sable”.

Las torres también son comunes como elemento alegórico en el escudo del caballero y simbolizan la constancia, la magnanimidad y la generosidad del hombre que ofrece su vida en defensa de su rey, y a veces representan el asalto o la conquista de alguna fortaleza enemiga.

Otro símbolo de poder heráldico muy utilizado en el blasón del caballero es el de un animal poderoso como es el león que en heráldica es el rey de las bestias y suele representarse blasonado como "rampante" pues es símbolo de defensa, coraje, nobleza y majestuosidad; el águila, reina de las aves, que suele aparecer con las alas extendidas y levantadas y la cola esparcida y toda ella de un solo esmalte el "sable", representando vigilancia, valor y generosidad o el lobo, el más astuto de los animales, asociado al significado de la defensa de armas que es blasonado como símbolo del soldado inteligente que ataca al enemigo siguiendo una elaborada estrategia, y suele representarse caminando con la mano derecha levantada en acción de marchar, que en heráldica se conoce como “pasante”.

También es muy representado en el escudo de armas del caballero el traje de guerra o armadura entera o alguna de sus partes y de todas ellas destaca el yelmo como figura principal. Representa la necesidad de defender la vida y aparece colocado en el "timbre", encima del broquel, y nos va a indicar si el propietario del escudo pertenece o no a la nobleza por su número de ranuras. Si el yelmo mira a la derecha del escudo denota hidalguía, si lo hace a la izquierda indica bastardía y si lo hace al frente evidencia hidalguía por ambos costados o ramas familiares. Se representa en plata y a veces de él parten hojas de acanto o plumaje rodeando el escudo, son los "lambrequines". Si en vez de estos el escudo está sujeto por figuras humanas estas reciben el nombre de "tenantes", si son de animales se llaman "soportes" y si son figuras vegetales o celestiales se conocen como "sostenes". Todas tienen una función ornamental.

En la heráldica del caballero al contrastar los escudos familiares con los expedientes de órdenes militares apreciamos que al ser investido el aspirante, muchas familias incluían en sus blasones el emblema o cruz de la orden a la que se había accedido para incrementar su prestigio y valor nobiliario, por lo que el nuevo blasón desde ese momento no se ajustaba al descrito en el expediente de pruebas del aspirante a caballero, creando en muchos casos desacierto y confusión a la hora de identificar linajes y apellidos si no era correctamente seguido el orden cronológico.

Hemos de tener en cuenta que al ser estas veneras atributos personales no hereditarios solían ir colocadas en el acolado o parte trasera del escudo de forma que solamente se vieran sus cuatro extremos o cabos. Estas cruces de órdenes militares como figuras heráldicas representan la senda hacia la divinidad y la defensa de la religión cristiana.

Para terminar esta breve introducción al arte del blasón quiero apuntar que para no aburrir al lector sólo he citado las figuras heráldicas más representativas de esta ciencia, pero desde el "Amadís de Gaula" hasta nuestros días han sido blasonadas una ingente cantidad de ellas, y que su honorable composición en el escudo de armas del caballero es directamente proporcional a la pericia del heraldista. Existen verdaderos genios, pero también muchos mentirosos. No es oro todo lo que reluce.