¿TAN POCO HEMOS APRENDIDO DE LA HISTORIA?
Es común denominador en todas las monarquías absolutas la existencia del personaje del valido, que no debemos confundir con el del privado o el del favorito aunque todos tienen como factor común su íntima relación con el rey.
El privado es persona de confianza del soberano, un reservado confidente de rol discreto y hasta casi gris, dispuesto a mantener siempre un perfil bajo.
Subimos la escala hasta el favorito que ejerce una moderada y discreta influencia sobre el monarca, y tiene además una cierta capacidad para dar consejo. Es difícil mantenerse en este perfil, sin dejarse tentar por la pretensión de asesoramiento o de influencia política que no siempre el rey permite, pero que en caso de que hacerlo eleva al favorito, si es astuto, al olimpo del poder delegado, convirtiéndolo en valido.
Para obtener este rango de valimiento es necesario que se den algunas circunstancias. Deberá existir una relación de amistad con el rey, casi siempre fraguada desde la infancia, sin obviar la existencia como condición indispensable de la indolencia, la pereza y la incompetencia real.
Además, será necesario que las instituciones políticas estén desacreditadas, en crisis o directamente no funcionen. No se concibe la figura del valido en una democracia, en una monarquía parlamentaria o en una dictadura, es incompatible con cualquiera de ellas.
Han existido célebres validos en la Historia de España, y entre ellos destacaron Álvaro de Luna, valido de Juan II de Castilla; Francisco Gómez de Sandoval y Zúñiga, Duque de Lerma y valido de Felipe III, o Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde-duque de Olivares y valido de Felipe IV. En este reconocimiento no hemos de olvidar al extremeño Manuel Domingo Francisco Godoy y Álvarez de Faria, sucesor y digno heredero de todos ellos, no sólo como valido sino como primer ministro de Carlos IV.
La carrera de este privilegiado personaje se irá consolidando poco a poco, y por ello será necesaria tanta paciencia como ambición. La conquista empieza, en la mayor parte de los casos, compartiendo juegos infantiles con el príncipe de Asturias y reafirmando con el tiempo una amistad que vuelva al personaje que aspira al valimiento, indispensable a los ojos del futuro rey.
Generalmente el pretendiente es portador de una incuestionable inteligencia, en algunos casos también de atractivo físico y de un carácter arribista y embaucador, siendo de indudable ayuda la simpatía, la destreza en el manejo de las armas, el talento en la política, y todo aquello que pueda agradar al joven futuro monarca.
Obtenido el privilegio del valimiento, nuestro personaje se torna ostentador de sus galas y uniformes y de su amistad con el rey, volviéndose casi más inaccesible que él. Suele lanzarse con fruición a la caza de títulos de nobleza, escudos y blasones, condecoraciones y por qué no, del tentador mayorazgo de una Orden militar.
No han de faltar tampoco el retrato ecuestre, el marcial o la presidencia de algún desfile, y más si se trata de tapar con este algún descalabro político o bélico.
Se instala cuanto antes en un palacio o alcázar, uniforma a sus criados, se rodea de coches, queridas y lujos, celebra fiestas más opulentas que las reales, ni que decir tiene que a costa del erario público, y todo ello cerca del rey, estableciendo una invisible barrera para que nadie pueda acceder a él sin su consentimiento. Este inapreciable impedimento ha sido históricamente superado solamente por algunas mujeres, casi siempre la reina madre o la reina consorte, que se convertirán por ello en sus más acérrimas enemigas y que, en algunos casos, conseguirán con su concurso condenar a nuestra megalómana celebridad al destierro, o en el peor de los casos al patíbulo.
El poder en el valido es casi una adicción por lo que no suele tener ningún inconveniente en jugar con dos barajas, sin que haya manera de saber cuáles son sus verdaderas convicciones políticas si es que realmente las tiene.
Es indispensable para mantener y disfrutar de este poder, rodease de “corte”, generalmente su entorno adulador más cercano, a la que agasajará con títulos y promesas de enriquecimiento, en un afán de tornar dúctiles las voluntades.
El historiador Rafael de Altamira sostiene que los célebres validos de la historia llegaron al poder, no tanto por su valía personal, inteligencia o dotes políticas, y sí más por convertir el Estado en una oligarquía en la que su única preocupación siempre fue su propio provecho y sus intereses.
Mantiene que fueron maestros de las buenas palabras, sin que fuera para ellos relevante cumplir o no con lo apalabrado. Que estuvieron provistos de un amor propio de inoxidable acero, y que, sin embargo, fueron altamente intolerantes a la oposición o a la crítica, utilizando la guerra y los problemas internacionales como tapadera con altas dosis de oportunismo.
Quizás lo que más haya llegado a ofender al pueblo y a provocar su repulsa haya sido la falta de medida de los válidos, su afán de grandeza y el indecente e inmoral aprovechamiento de su situación privilegiada, pero no olvidemos ni por un momento que todos, absolutamente todos, tuvieron el mismo final: la soledad, el destierro y el olvido.
Es posible que exagere D. Rafael, pero salvando las cronológicas diferencias, ¿no le parece al lector que el personaje del valido es muy ubicable e incluso está representado en nuestra política actual?
¿Cómo es posible que hayamos aprendido tan poco de la Historia?