Quinto hijo de Fernando III de Castilla y de su primera esposa Beatriz de Suabia, y por tanto hermano del poderoso y sabio Alfonso X rey de Castilla, nace el infante Felipe en 1231 y en su condición de “segundón” en la línea sucesoria, fue destinado por su abuela, la reina Berenguela de Castilla, a la carrera eclesiástica, quedando tutelado por el arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada, quien lo nombró con tan sólo ocho años canónigo de la catedral toledana, con doce abad de Castrojeriz y con trece abad de la colegiata de Valladolid.
En 1244 fue enviado a la Universidad de París donde cursó estudios de teología como alumno de San Alberto Magno, también profesor de otro futuro santo, Tomás de Aquino. En 1246 su padre, satisfecho con la carrera clerical de su hijo, intentó sin éxito que se le otorgase el obispado de Osma, oponiéndose a ello el papa Inocencio IV debido a la temprana edad del infante. Sí fue nombrado, sin embargo, por este mismo papa, en 1248, abad de Covarrubias y procurador de la archidiócesis de Sevilla en 1249, tras la conquista del rey Fernando de la ciudad hispalense, lo que propició que en 1252 fuera el infante nombrado por su propio padre obispo electo de esta ciudad, aunque no pudo ser consagrado hasta cumplir los veintiocho años.
Se auguraba una fulgurante carrera eclesiástica para Felipe, y sin embargo “colgó los hábitos” para casarse en 1258 con Cristina de Noruega. Ya había muerto su padre, y por tanto su hermano y sucesor, el rey Alfonso X, debía autorizar ese abandono, cosa que hizo a pesar de su oposición inicial. Realmente todos sabían que la vocación religiosa del segundón era prácticamente nula, y que había mantenido durante sus estudios una vida “bulliciosa”, la llamaron algunos.
Amante de la caza con halcones y perros, diestro en el arte de luchar contra osos y jabalíes, con el matrimonio con la princesa vikinga se abría para él una esperanzadora y feliz vida, que se vio truncada por la rápida muerte de su esposa sin haberle dado descendencia.
Vuelve a casarse Felipe de Castilla, esta vez con Inés Rodríguez Girón, noble perteneciente al linaje de la Casa de Haro. También murió esta prontamente, volviendo a contraer nupcias en 1268 nuestro infante, y esta vez lo haría con Leonor Rodríguez de Castro, también noble, perteneciente a una de las más importantes casas nobiliares de Castilla, la Casa de Lara.
No será baladí su parentesco político con tan nobles e importantes linajes, porque determinará un apoyo posterior, que de otra manera nunca hubiera recibido, en la conjura y levantamiento de los nobles contra el rey Alfonso, que se produciría entre 1272 y 1274.
Era Alfonso X, hombre de grandes inquietudes culturales y científicas, que se hizo rodear durante su reinado de los mejores y más eruditos pensadores de su tiempo. También mostró desde los inicios de este, un claro interés por el papel político, religioso y militar de las Órdenes militares castellanas, y en este aspecto los templarios compitieron con los monjes guerreros de Santiago, Calatrava, Alcántara y San Juan, convirtiéndose los caballeros del Temple en sus más fieles aliados y mejores consejeros, presumiendo a menudo de contar con el favor real. Quiso el regente verbalizarlo alguna vez reconociendo que la Orden del Temple “era mayor que todas las otras”.
Los maestres de las Órdenes militares castellanas vieron pronto las incontables ventajas de convertirse en asesores y confidentes del rey, y descuidaron a menudo la defensa de las fronteras del reino de la incursión musulmana. Cayeron en la tentación de intervenir en la vida política, lo que propició disputas y en algunos momentos deslealtad hacia el propio monarca. Fueron los caballeros templarios los únicos que se mantuvieron en todo momento fieles a su rey, aunque no por ello hemos de obviar que se produjeron algunas disidencias en sus filas.
A principios de 1272 un grupo de nobles entre los que se encontraban Nuño González de Lara el Bueno, Esteban Fernández de Castro, Simón Ruiz de los Cameros o Lope Díaz III de Haro, todos ellos pertenecientes a las tres nobles casas castellanas Lara, Castro y Haro, se reunió en Lerma con la intención de plantear algunas reclamaciones al monarca, queriendo que el infante Felipe actuara como portavoz de los levantiscos nobles ante su hermano, previa entrevista con el rey de Navarra con la intención de que les concediese asilo político si se viesen obligados a abandonar Castilla.
Los nobles rebeldes no estaban de acuerdo con la forma de gobernar de Alfonso X y con sus ambiciones imperiales, habían olvidado pronto los múltiples privilegios que este les había concedido. La instauración del Fuero Real, su afán centralizador y los excesivos diezmos había provocado no pocos desencuentros.
Había llegado a oídos del regente la reunión nobiliar en Lerma y la amenaza de conjura, pero tuvo ocasión de corroborar su existencia cuando convocó a los nobles y a su hermano el Infante Felipe para que se reunieran en Sevilla con su hijo el infante Fernando de la Cerda, negándose estos a ello y reclamando la presencia del propio Alfonso, y no la de su hijo, para atender sus reivindicaciones. El taimado y astuto Nuño, cabecilla de la conspiración contra el rey, le hizo creer que abandonaba el complot e informó al monarca de la reunión mantenida con el rey de Navarra, en un afán de confundirlo y ganar tiempo.
En septiembre de 1272 se celebra en la ciudad de Burgos un encuentro entre las dos partes y comienza la negociación, pero cuando ya estaban a punto de llegar a un acuerdo rompen los nobles con todo intento de posible pacto y marchan a Granada, donde encuentran el apoyo del rey Muhammad, al que vino más que bien este enfrentamiento entre nobleza y realeza, y posteriormente también el de Enrique I, rey de Navarra.
Finaliza la revuelta a finales de 1273, cuando Alfonso X accede a cumplir la mayor parte de los requerimientos de los nobles insurgentes, pero se abrió un abismo entre el poder real y el nobiliar difícil de superar.
El infante Felipe vivió como un triunfo propio la claudicación de su hermano, sin embargo tuvo poco tiempo para disfrutarlo porque fallecería en noviembre de 1274 a los cuarenta y cinco años de edad, siendo enterrado en la iglesia templaria de Santa María la Blanca, en la localidad palentina de Villalcázar de Sirga.
El hecho de que el infante fuese enterrado en la iglesia templaria más importante de la Península Ibérica, alimenta la creencia de la pertenencia del infante a la Orden, también el hecho de que fuera enterrado con el hábito de caballero.
Parece ser que al final de sus días Felipe de Castilla ingresó en la Orden de los caballeros de Cristo con el reconocimiento de fratre ad succurendum, contando por ello con todos los privilegios de los que gozaban sus caballeros, también el de poder enterrarse en un templo de la hermandad.
Eligió certeramente el enclave del sepulcro donde quería ser enterrado, porque el hecho de que estuviese situado en el Camino de Santiago, visitado anualmente por multitud de peregrinos, le proporcionaban una exposición política perpetua que reforzó haciendo cincelar en él la siguiente inscripción latina:
“En la era de 1312 (año 1724 de la era cristiana) el día cuarto de las calendas de diciembre, (28 de noviembre de la era cristiana) vísperas de San Saturnino, murió el infante Felipe, varón nobilísimo, hijo del rey don Fernando, cuya sepultura está en Sevilla, y cuya alma descanse en paz, Amén. Su hijo yace aquí en la iglesia de Santa María de Villasirga, sea su alma encomendada a Dios omnipotente y a todos los santos …
(…) Recemos todos un padrenuestro y un avemaría”
No se le escapa al lector que su intención no era otra que reconocerse como hijo del rey Fernando III “el Santo” pero no como hermano del monarca regente Alfonso X “el Sabio”. Además, había hecho esculpir también en el excelso monumento funerario, alta representación del arte funerario español de la época, ceremonias religiosas y familiares reservadas sólo para sepulcros de monarcas, en clara actitud de confrontación política con la reafirmación del poder monárquico y de la corona de su hermano Alfonso.
Señala el catedrático Joaquín Yarza Luaces que la posición de la estatua yacente que se encuentra en el sepulcro, con las piernas cruzadas y la espada en alto denotan engreimiento y arrogancia. Quizás se trate de un último gesto del díscolo infante, con el que quiso desplantar eternamente a su hermano.