Cuando me planteé el título de este artículo pensé en hacerlo de manera interrogativa, sin embargo llego a la conclusión de que no cabe preguntarse si la Genealogía como ciencia auxiliar de la Historia ha sido una gran fomentadora de los egos y la vanagloria de grandes y no tan grandes linajes españoles, porque la respuesta es rotundamente afirmativa.
Etimológicamente, la palabra Genealogía proviene del griego. Su raíz “genos” refiere la raza, nacimiento, ascendencia o descendencia generalmente de una persona o familia, y la terminación “logía” de todo es sabido que alude a la ciencia o al estudio de una materia. Entenderemos pues, que esta ciencia así definida no debería hacer exclusiones por razón de estirpe, nada más lejos de la realidad.
La Genealogía española en el contexto de los siglos XVI a XIX fue entendida más como Nobiliaria, pues tuvo como objeto durante todo ese tiempo el estudio de los linajes de las elites sociales españolas, conocidas genéricamente como Nobleza, que no han sido sino las herederas de la aristocracia medieval. Sin embargo, dentro del concepto Nobleza se encierran varios colectivos sociales desiguales entre sí. No hemos de confundir en el Nobiliario español a un Grande de España con un título sin Grandeza. Debemos distinguir, además, entre la Nobleza urbana y la rural, pero sobre todo hemos de tener muy en cuenta el peso político, económico y social que acarreaba pertenecer a este estamento social.
Abordamos, por lo tanto, un fenómeno social de considerables dimensiones y de ahí el nacimiento de la figura del heraldista o del linajudo. Tanto unos como otros se encargaron de elaborar los tratados nobiliarios de estos siglos, pero lo hicieron con escasa rigurosidad y más llevados por la intención de ensalzar las glorias de linajes en claro ascenso social o ya consolidados, lo que les reportaba pingües beneficios económicos y el confortable calor de vivir “a las faldas” de la floreciente Nobleza, que sabía muy bien cuidar de sus palmeros.
No se trataba tanto de aplicar criterios científicos o los instrumentos necesarios para elaborar árboles genealógicos ajustados a la realidad, y sí más de ensalzar las bondades del abolengo, en muchos casos alcanzando la ficción, de clientes como mercaderes enriquecidos, burócratas de oscuro origen, judeoconversos venidos a más o hidalgos locales, que casi siempre pretendían simular un status nobiliario que entendían imprescindibles para medrar socialmente.
Ni que decir tiene que esto ha provocado un desprestigio de los estudios genealógicos de estos siglos y también de los genealogistas y heraldistas que los elaboraron. Ya en el S. XV D. Fernán Pérez de Guzmán, Señor de Batres, un culto caballero de la corte de Juan II de Castilla, definió a estos “pseudo estudiosos” como:
“… Hombres de poca vergüença a quienes más les plaçe relatar cosas extrañas e maravillosas, que verdaderas e çiertas …”
Llegó la adulación a tal punto que Diego Matute y Peñafiel, abad de Baza (1652), no dudó en convertir a Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, Duque de Lerma y valido de Felipe III, en nieto de Adán.
A pesar de lo narrado hasta ahora, es justo también otorgarles la relevancia que merecen a heraldistas, genealogistas y nobiliaristas de rigor y prestigio que a día de hoy siguen manteniendo su indudable solvencia. Tal es el caso de Lope García de Salazar, Pedro Jerónimo de Aponte o Alonso Téllez de Meneses.
A partir del S XVIII serán los oficiales de armas, hombres designados por el monarca con autoridad para organizar y participar en ceremonias de Estado y conservar e interpretar registros heráldicos y genealógicos, los encargados de escribir sobre linajes nobiliarios y temas genealógicos, y entre ellos destacarán Juan Alfonso de Guerra y Sandoval o Sebastián del Castillo y Ruiz de Molina.
Los desórdenes de la primera mitad de S. XIX ponen en cuestión la supervivencia de la Nobleza española en favor de una nueva burguesía y hacen decaer los estudios nobiliarios. Caen los grandes y pequeños señoríos y los mayorazgos y los “nuevos nobles urbanos”, más conocidos por burgueses, aspiran también a un árbol genealógico representativo. Siempre quedarán genealogistas, actualmente también existen, capaces de improvisar uno en tiempo récord para satisfacción del aspirante a noble.
Tan es así, que el escritor y periodista Mariano José de Larra en su artículo “Vuelva usted mañana” narró como un burgués aspirante a noble quiso solucionar su problema de humilde prosapia, con un árbol genealógico ad hoc elaborado por el genealogista de turno y a tal efecto comentó el mesócrata:
“Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy”
Será ya a mediados del S. XX cuando los estudios genealógicos sufrirán un drástico cambio, y con ello los estudiosos de los linajes nobiliarios que tornan de utilitaristas a rigurosos y científicos. Tal es el caso de los hermanos García Carraffa, el académico canario Francisco Fernández de Bethencourt o Salazar y Castro que basarán sus obras en una investigación verdaderamente rigurosa y científica de cientos de documentos, debidamente custodiados en el AHN y otros Archivos e Instituciones.
Por regla general un genealogista empieza su labor de investigación en el presente del linaje a estudiar y va retrocediendo en el tiempo. Las fuentes son fundamentales en esta labor y son utilizados como tales registros eclesiásticos, notariales o archivos de la Administración del Estado o familiares, considerados fuente documental, y el testimonio del núcleo familiar como fuente oral.
Es justo reconocer la encomiable labor realizada por los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos días, conocidos como mormones, que por razones de índole religiosa han llegado a acuerdos con algunos obispados e instituciones civiles para microfilmar archivos diocesanos, libros parroquiales y también censos y certificados civiles, dejándolos accesibles para su consulta en internet en su base de datos y salvándolos así del tiempo, el deterioro, el fuego o las guerras.
La razón de esta ingente labor genealógica es la creencia de que todo mormón deberá tener convenientemente enraizados sus lazos genealógicos para poder “pasar a mejor vida”. Curiosa y formidable creencia que ha motivado una de las bases de datos genealógicas más exhaustiva, rigurosa y completa (https://www.familysearch.org/) para el deleite de genealogistas, tal es mi caso, que hemos obtenido de ella datos cuyo acceso nos hubiera supuesto por otros métodos mucho más tiempo, permisos y burocracia.
Con satisfacción puedo apuntar que en los últimos veinte años ha crecido notoriamente el interés por la Genealogía llegando incluso su estudio a la Universidad, e implementándose con ello cursos especializados, másteres y numerosas y relevantes publicaciones técnicas.
Otra muestra del creciente interés por el fenómeno nobiliario es la creación de la sección de “Nobleza” en el AHN, o el nacimiento de Fundaciones cuyo patrimonio ha sido destinado al interés y beneficio de lo que se conoce como Nobleza colegiada, es decir Órdenes y Corporaciones nobiliarias o Cuerpos y Maestranzas.
No hemos de obviar que las nuevas tecnologías han sido un irremplazable motor a la hora de acceder y renovar las fuentes genealógicas con las que cuenta un genealogista, como instrumento para establecer las estructuras de parentesco.
Esto nos lleva a la conclusión de que actualmente la Genealogía como ciencia está cercana al ciudadano de a pie, lo que torna en poderosamente accesible al estudio de nuestros ancestros, suprimiendo oligarquías y abriendo paso a la Biomedicina como un verdadero valor en alza para poder determinar con precisión los antecedentes familiares de cada paciente.
Pero si lo que queremos es “curiosear” en nuestros antecedentes genealógicos como estirpe, podemos dejar la puerta abierta también como ciencia auxiliar a la Heráldica para satisfacción de nuestro ego, porque todos tenemos un escudo familiar más o menos representativo que poder colgar encima de la chimenea. Nada más democrático.