Sumergida en el misterio de múltiples leyendas sobre su supuesta desaparición, la Biblioteca del convento de Alcántara, no sólo fue pasto de las llamas a manos francesas, también fueron los documentos de su Archivo empleados como papel al peso para la elaboración de cartuchos en la Guerra de la Independencia española, también sufrió las devastadoras consecuencias de anteriores intentos invasores de la villa por parte de las fuerzas portuguesas, también fue objeto de la falta de cuidado de bibliotecarios indolentes y sobre todo fue víctima del proceso desamortizador de 1835.
En el Capítulo General de la orden de 1511 celebrado en Sevilla, en el que falleció el comendador mayor de la orden de Alcántara fray Nicolás de Ovando, entre otras decisiones se tomó la de destinar casi medio millón de maravedís para la adquisión de libros, ornamentos, campanas y otros enseres necesarios para el culto divino que pasarían a formar parte del ajuar eclesiástico de la iglesia del sacro convento de la villa de Alcántara, casa matriz de la orden militar.
Se iniciaba una nueva etapa para esta sede conventual con la contratación del arquitecto Pedro de Ybarra, hijo del afamado maestro Juan de Álava, en 1545. Con él se iniciaron las obras de la nueva iglesia y se empezaron a esbozar los planos para la construcción de la Librería Conventual y el enladrillado del refectorio. En 1549 estaba planteada la edificación de las capillas colaterales de los comendadores mayores Ovando y Santillán y la de la nave transversal en crucero del comendador Bravo de Jerez, y en este orden de cosas en 1564 aún no habían terminado las obras en las que, según el historiador alcantareño Pedro Barrante Maldonado, ya se llevaban gastados cien mil ducados, 37,5 millones de maravedís.
Muere el maestro Ybarra en 1570 y lo sustituye su colaborador Sebastián de Aguirre que muere un lustro después y todavía seguían las obras del sacro convento inconclusas, habría que esperar hasta 1580 con su último maestro Juan Bravo para darlas por terminadas. Aun así, los monjes benitos ya lo habitaban pues la sala capitular los dormitorios, las letrinas, la bodega y la enfermería estaban acabadas. También lo estaba el Archivo que había sido situado dando la vuelta al claustro y al que se accedía por el lado sur, en sentido contrario a las agujas del reloj.
La Librería sin embargo se había situado en el claustro alto, justo encima del refectorio, buscando proteger a los libros de humedades y robos y con ello además obtener el recogimiento necesario para que los freires pudieran cumplir con la Regla de San Benito, que en su capítulo XLVIII establecía que a los monjes benedictinos debía proporcionársele en su vida cotidiana, más allá del “ora et labora”, facilidad para la lectura de libros, actividad que debía ser obligatoria durante dos horas al día ampliándose a un libro completo en periodo de Cuaresma.
A tal tenor queda así estipulada esta obligación en el capítulo citado de la siguiente manera:
1 La ociosidad es enemiga del alma. Por eso los hermanos deben ocuparse en ciertos tiempos en el trabajo manual, y a ciertas horas en la lectura espritual.
2 Creemos, por lo tanto, que ambas ocupaciones pueden ordenarse de la manera siguiente:
3 Desde Pascua hasta el catorce de septiembre, desde la mañana, al salir de Prima, hasta aproximadamente la hora cuarta, trabajen en lo que sea necesario.
4 Desde la hora cuarta hasta aproximadamente la hora de sexta, dedíquense a la lectura.
5 Después de Sexta, cuando se hayan levantado de la mesa, descansen en sus camas con sumo silencio, y si tal vez alguno quiera leer, lea para sí, de modo que no moleste a nadie.
10 Desde el catorce de septiembre hasta el comienzo de Cuaresma, dedíquense a la lectura hasta el fin de la hora segunda.
13 Después de comer, ocúpense todos en la lectura o en los salmos.
14 En los días de Cuaresma, desde la mañana hasta el fin de la hora tercera, ocúpense en sus lecturas, y luego trabajen en lo que se les mande, hasta la hora décima.
15 En estos días de Cuaresma, reciban todos un libro de la biblioteca que deberán leer ordenada e íntegramente.
16 Estos libros se han de distribuir al principio de Cuaresma.
17 Ante todo desígnense uno o dos ancianos, para que recorran el monasterio durante las horas en que los hermanos se dedican a la lectura.
18 Vean si acaso no hay algún hermano perezoso que se entrega al ocio y a la charla, que no atiende a la lectura, y que no sólo no saca ningún provecho para sí, sino que aun distrae a los demás.
19 Si se halla a alguien así, lo que ojalá no suceda, repréndaselo una y otra vez,
20 Y si no se enmienda, aplíquesele el castigo de la Regla, de modo que los demás teman.
22 El domingo dedíquense también todos a la lectura, salvo los que están ocupados en los distintos oficios.
23 A aquel que sea tan negligente o perezoso que no quiera o no pueda meditar o leer, encárguesele un trabajo, para que no esté ocioso.
San Benito recomendaba la lectura de las Confesiones de los Padres de la Iglesia, y para ello habrían de disponer los monasterios y conventos de las órdenes militares de un lugar específico para el almacenamiento de libros sacros de lectura o consulta, ya fuera librería o biblioteca, y otro cercano a dicha sala destinado a la copia de estos que llevaría el nombre de scriptorium. También debía existir un Archivo General cuyo fin sería la custodia de documentos relevantes para la orden militar, y otro para la de los expedientes de pruebas de sus caballeros conocido como el Archivo de Pruebas.
La iglesia de los primitivos conventos y monasterios benedictinos solía tener un muro común con el claustro en el que se encontraba situado un banco corrido para que los monjes se sentaran a leer y que se conocía con el nombre de corredor de lectura.
Muy próximo a este se encontraba el conocido como armarium, que era una especie de alacena con uno o dos estantes de madera que se cerraba con dos puertas, donde se guardaban los libros que los benitos estuvieran leyendo en el momento, el del lector semanero leído por este a la hora de las comidas de los religiosos y como no, una biblia. Delante de este armario se colocaba una vela encendida cuando estaba abierto y quedaba vigilado por un cantor que debía asegurarse de que permanecía cerrado en las horas de la comida, del trabajo y del descanso de los monjes.
La labor de copia fue realizada por los monjes amanuenses en el scriptorium, bajo el mandato de silencio, hasta finales del S. XIII en el que se individualizó la tarea y empezó a realizarse en pequeñas celdas unipersonales. La de redacción de los expedientes de prueba de los caballeros era realizada por los escribanos de cámara.
Todo lo referido a arrendamientos, rentas de encomiendas, derechos de hierbas y cualquier otra documentación preciada para la institución militar se custodiada en el Archivo General de la casa matriz, y era remitida periódicamente junto con los expedientes de pruebas al Consejo de Órdenes para su custodia en el Archivo Secreto, y quedaba reservada para el uso exclusivo de los consejeros, fiscales y procuradores de la Orden.
Es evidente la importancia que tuvieron el Archivo y la Librería de los conventos y monasterios de las órdenes militares, y la necesidad de ubicarlos en estancias libres de humedades, luminosas y bien aireadas. También lo es la ampliación generalizada del número de libros que se produjo en estas bibliotecas con el comienzo del uso del papel en el S. XIV y la difusión de la imprenta en el S. XVI. Ambos hechos propiciaron la necesidad de construir nuevas y más grandes estancias.
En el Convento de San Benito comienzan las obras de la nueva Librería en 1544, bajo la dirección del maestro mayor Pedro de Ybarra, y se extenderán hasta 1557.
En 1555 es visitado el conventual por Claudio Manrique de Lara, visitador general de la orden, que manda que se abran dos ventanas en la sala y deja 784 maravedís para el suelo y 15.380 para los azulejos que habrían de conformarla. No existe una descripción detallada de esta pieza de lectura y custodia de libros, pero se sabe que como la anterior estaba situada en el piso alto encima del refectorio.
Refiere el cronista de la orden Alonso Torres y Tapia, que en una visita del rey Felipe II al convento mostró su preocupación por la bóveda tan llana de este que entendió no estaba capacitada para soportar demasiado peso por lo que recomendó que la Librería, por estar situada justo encima del refectorio en la planta superior, no fuera transitada por demasiada gente a la vez.
Se sabe también que lo más espectacular de esta biblioteca era su techo cubierto de un artesonado de madera y que este fue exportado, cuando el convento cayó en el abandono, por el arquitecto Arthur Byne en 1930 para el magnate William Randolph Hearst, coleccionista de arte. A día de hoy se desconoce su paradero.
Es cierto que el sacro convento, aunque fue objeto de la penuria y la desolación, tuvo momentos de comunidad monástica próspera con una vida interna que oscilaba entre el riguroso estudio y la paulatina relajación de costumbres y hábitos de sus monjes y caballeros. De ello dan fe no únicamente su espléndida gastronomía, también su magnífica bodega objeto de no pocas alabanzas.
Fue muy comentado que intramuros se amparaba una reliquia conocida como” la reliquia de San Benito” que se hallaba en una custodia de cristal engastada en plata, y que parece que era un hueso del brazo del santo que se daba a besar a los devotos. Albergó también el conventual un magnífico fondo bibliográfico que en 1743 contaba con mil novecientos veintisiete ejemplares entre los que se encontraba un repertorio de obras de derecho canónico y civil, otro de historia y filosofía, también obras clásicas de Platón, Aristóteles, Cicerón Plinio, Tácito, Apuleyo, Julio César o el Poema de Farsalia, y que estas convivían en armonía con otras de autores renacentistas como Erasmo, Cornelius Jansen o las célebres y reconocidas Fábulas de Esopo o una curiosa Guía del Cielo y algún que otro libro italiano. Este fondo era esmeradamente cuidado por el monje bibliotecario que contaba para su conservación con una sustanciosa asignación anual de la Mesa Maestral de la orden alcantarina.
No tardó demasiado tiempo en tornarse esta privilegiada posición del convento en asfixia, cuando los derechos por sus dehesas y sus predios dejaron de percibirse con motivo de la guerra con Portugal, durante la cual se produce un asalto al convento que tuvo entre otras consecuencias la pérdida de libros de indudable valor. Algunos habían sido el fruto de la donación testamentaria de caballeros y religiosos de la orden pues tenían obligación de hacerlo, o en su defecto la de dejar asignada la cantidad de doce ducados anuales a la casa matriz para la compra, a criterio del prior y del monje bibliotecario, de las obras más oportunas o necesarias.
Así queda reflejada esta obligación en el mandato veintiséis de los sesenta y cinco que dio el visitador frey Juan de Orive y Salazar en su visita a Alcántara en 1674:
“… que la quenta de la Librería mando de parte de su magestad que de aquí en adelante se escriva y ponga en libro aparte y no junta con los de la enfermería
… y que la cobranza de los libros o de los doce ducados que conforme a la definición pertenecen a la dicha Librería sea a cargo y por cuenta del enfermero, como ahora lo es
… y que el Prior tome en cada un año la dicha quenta de los libros y mrs. Pertenecientes a la dicha Librería y se emplee en libros los dichos mrs. Que en cada año se hubiera cobrado y que cuando se cobrasen los libros de los difuntos vea que libros son y los que fueren de provecho los haga poner en dicha Librería con sus cadenillas como están los demás …”
Sin embargo, parece ser que la pérdida más importante para el priorato en esta acometida portuguesa fue la de “el Arca de Don Pelayo” custodiada en él, que según contaba la tradición fue la que transportó al rey don Pelayo en su travesía por el río Tajo, y que Pedro del Corral en 1430 narró en la segunda parte de su “Crónica Sarracina o del rey Don Rodrigo con la destrucción de España”, y a ese tenor dijo:
…” Dize la hystoria, que assi como el arca con el niño Pelayo fue echado en el rio, que segun el saluamiento que Dios fue aq[ue]l que lo guio, y anduuo ta[n]to por el rio que llego cerca de Alcantara quanto media legua assi a hora de tercia, y en Alcantara viuia vn cauallero, de edad de sesenta años, que venia de gran linage, y era tio de Luz cercano de su padre. Y hauia nombre Grafeses (…) E yendo assi Grafeses mirio al rio y vido cerca de tierra el arca, en que yua el infante Pelayo (…) Y assi como huuo sacado el arca del rio quebro la cerradura y abrio la puerta que estaua bien calafeteada (…) y assi como le hallo los escriptos y los leyo y por los paños y monedas que traya vio bien que de gran linage deuia ser, y plugole mucho con el. (…) E assi como fue en la villa hizo llamar a vn cauallero que viuia con el que criara de pequeño, el qual tenia vna muger que no auia aun seys dias que auia parido vna hija y no era de dias y estaua por morir, y como aquel cauallero vino apartolo a su camara, y tomole jurame[n]to sobre la cruz de su espada, que a hombre ni muger no dixesse cosa de lo que queria descubrir y tomado el juramento descubriole la verdad del infante, y dioselo que lo criase su muger y diole todo el thesoro que con el hallara. (…) Y eeste cauallero auia nombre Theseus y la dueña su muger Sancela y todos los que los conoscian los hauian por buenos…”
Interesante historia la de la infancia del rey Don Pelayo en Alcántara que bien merece capítulo aparte.
Se agrava la situación del conventual con la Guerra de la Independencia española que tuvo en la villa de Alcántara graves consecuencias, como también las tuvo el Trienio Liberal, llegando a la devastación el viejo y humillado convento con la desamortización de Mendizábal de 1836 en la que el fondo bibliográfico de su Librería, que en aquel momento contaba con casi dos mil ejemplares, fue a parar a manos públicas y privadas, encontrándose un buen número de libros de este tesoro bibliográfico desperdigados en los fondos antiguos de dos bibliotecas extremeñas: una pública, la de Cáceres, y otra privada.
La identificación material de la pertenencia de estos libros a la Librería del Convento de San Benito ha sido posible en aquellos que mantienen algún ex libris en su página de respeto, o la señalización y numeración original correspondiente a la organización en los cajones de la Librería en alguna de sus guardas. En los encuadernados en pergamino se escribió con tinta en su cubierta el número del cajón al que pertenecía dicha obra, y para identificar la pertenencia al convento en los encuadernados en piel habría que buscar en el tejuelo, en la parte superior del lomo, este característico número identificativo. Lamentablemente muchos de los libros de este rico fondo bibliográfico perdieron el tejuelo, sufrieron la barrabasada de la mutilación de sus guardas o de la página de respecto, acto vandálico que debería estar tipificado en el Código Penal, o no poseen ninguna marca que determine su procedencia. Sin embargo, en el registro de la Biblioteca Pública de Cáceres están recogidas muchas obras que, aun no teniendo indicación alguna sobre su origen, se sabe que son de procedencia alcantarina, aunque cabe la posibilidad de que algunas no sean de la Biblioteca del Conventual de San Benito sino de la del Convento de San Bartolomé, tal es el caso del tomo primero de la Crónica de la Orden de Alcántara de 1665 donado por Tomás Martín Gil.
Existe sólo una posible manera de localizar los restos del fondo bibliográfico de la casa matriz alcantarina que no estén todavía registrados y ubicados o se encuentren en manos particulares, y es la revisión uno a uno de los libros del fondo antiguo de la biblioteca cacereña. ¡Ardua tarea!