miércoles, 19 de marzo de 2025

FARINELLI, “IL CASTRATO” EL SOPRANO MÁS GRANDE DE TODOS LOS TIEMPOS; UN DESCONOCIDO CABALLERO DE LA ORDEN DE CALATRAVA

PARTE II

“EL BÁLSAMO CONTRA LA LOCURA”


“Me he levantado temprano, mi hermano lo ha hecho poco después que yo y hemos desayunado juntos y solos en un pequeño comedor familiar cercano a las cocinas. No debe haber costumbre en palacio de madrugar porque apenas si se oía en los pasillos el taconeo del servicio trayendo y llevando zumo de frutas, pan leche, café y algo de repostería. Riccardo me ha preguntado, mientras le añadía azúcar a su taza de café, si yo sabía algo del recientemente fallecido Luís I. Sí, le he contestado, sé que era hijo del rey Felipe V y de su primera mujer Gabriela de Saboya conocida como “la saboyana”. Parece ser que ha muerto de viruela y con ello ha devuelto el trono a su padre que no muestra muchas ganas de reinar. Dicen en la corte que este terrible fallecimiento ha sumido al monarca en una profunda depresión, aunque ya había mostrado signos de decaimiento y desequilibrio después de la muerte de su primera mujer de la que se cree culpable.

Parece ser, añadí, que la sometía diariamente al cumplimiento de sus obligaciones maritales aun estando ya muy enferma, y que tanto “ajetreo sexual” pudo adelantarle la muerte. Este sentimiento de culpa ha deteriorado la salud mental del rey hasta el punto del delirio de creerse un sapo o de tratar de montar a los caballos de sus tapices.”

Lo cierto y verdad es que la salud mental de Felipe V ya empezó a dar muestras de fragilidad desde su infancia en su caótico Versalles natal. Su abuelo Luis XIV apodado “el Rey Sol” de carácter frío y distante no mostraba mucho interés por este nieto que ni siquiera era el primogénito del su hijo “el delfín de Francia”. Tampoco parecía mostrarlo su padre, más pendiente de la caza y los placeres de la carne que de la educación de su hijo. Por si esto no fuera bastante su madre, María Ana de Baviera, murió cuando Felipe tenía sólo seis años. Había pasado sus últimos años encerrada aquejada de una fuerte depresión. Acaso ¿no podría haber sido esta mal llamada depresión la misma enfermedad que padeciera con posterioridad su hijo, y que podría haber heredado de ella?

Felipe llegó a la adolescencia con porte atlético y rostro armónico; parecía poseer una enorme inteligencia que a muchos hizo pensar que era superdotado. ¿Quién puede hablar latín con fluidez a los diez años? Pero ese joven agradable e inteligente fue tornándose en un hombre huraño que sufría tremendos “cambios de humor” y cierta tendencia a la melancolía, alternados con episodios hipomaníacos de euforia e hiperactividad. Todo ello nos hace pensar que pudo ser bipolaridad la enfermedad metal que padecía el rey.

Parece ser que su baja autoestima, una sexualidad desaforada y sus tremendos escrúpulos religiosos tornaron su vida en un tormento, circunstancia que supo aprovechar su segunda mujer, Isabel de Farnesio, que siempre tuvo presente que detrás de una visita del soberano al confesionario vendría un episodio de hipersexualidad y consiguió que su marido estableciera con ella una verdadera relación de dependencia, circunstancia que le permitía manejar al monarca con cierta facilidad llegando sus propios súbditos, sabedores de esta supeditación, a llamarlo Felipe V, “el rey consorte”.

Eran muy comentados en palacio los largos periodos de desasosiego que el monarca pasaba con la misma ropa, sin lavarse ni asearse y dejando crecer sus uñas y su pelo, tesitura que hacía que desprendiera un olor pestilente. En otros momentos llegó a pensar que le faltaba un brazo o una pierna e incluso que estaba muerto, síntomas claros del síndrome de Cotard, o incluso a aparecer desnudo por los pasillos a cuatro patas dando saltos creyéndose una rana. La reina había prohibido vestir en palacio ropas de color blanco o de colores claros porque el soberano creía ver en las telas de tonalidades claras extrañas figuras parecidas al demonio.

“Los días que llevo en España han sumido mi alma en el desconcierto, no sabría precisar cuánto tiempo he de prolongar mi estancia en La Granja, y el calor de ese interminable mes de agosto no contribuye a sosegar mi espíritu. La reina me ha visitado en mi habitación a media mañana, quería concretar los pormenores del concierto de esta tarde noche ante el rey, ni siquiera ha podido asegurarme que el monarca quiera escucharme cantar.

He querido tranquilizarla hablándole bien de los músicos de palacio que han de acompañarme en la serenata, pero la he visto agitada y nerviosa. Creo que teme que el rey me eche a patadas de La Granja si no consigo ahondar en su espíritu. Confío en que esto no pase.”

¡Y se obró el milagro! Farinelli empezó a cantar “El ruiseñor” de Giacomelli en la cámara contigua a la de su majestad un 28 de agosto de 1737, cuando caía el sol en el Real Sitio y empezaban a encenderse las antorchas. Decidió seguir con “Pallido il sole” de Hasse porque los alaridos del soberano que llegaban desde la habitación de al lado habían cesado; la reina, que se abanicaba inquieta sentada en una pequeña butaca al lado de la ventana paró el tintineo del soplillo. Quería asegurarse de que realmente el rey ya no gritaba. De pronto se abrió la puerta y apareció el monarca desaliñado, despeinado y descalzo; parecía volver de algún oscuro y siniestro lugar. Miró al soprano con los ojos llenos de niebla, y sin reconocerlo le dijo:

— ¿Qué pides por cantarme así todas las noches?

A lo que il castrati contestó:

— Que su majestad se levante de la cama, se afeite, se vista y cumpla con sus deberes de rey —

A la mañana siguiente Felipe V estaba levantado, vestido y aseado desayunando con su esposa después de años de desvaríos y desatinos nocturnos. Había mandado llamar a su mano derecha para despachar los asuntos del reino.

Farinelli cumplió su palabra y le cantó tres o cuatro arias por noche desde esa hasta la del 9 de julio de 1746, en la que murió su regia majestad, haciendo un total de tres mil doscientas doce. Mejor no multiplicar.

Le sucedió en el trono su hijo Fernando VI que también supo reconocer las excelencias de el castrato, y quiso que dirigiera toda la vida musical de la corte. Transformó los palacios de Aranjuez y el Buen Retiro, montó óperas y diseñó escenografías dotándolas con las técnicas escénicas más avanzadas de la época. La grandiosidad y el barroquismo de sus representaciones teatrales eran dignas de la mejor de las cortes y de ello dan fe los óleos de francesco Battaglioni por encargo del propio Farinelli.

“Sin exageración alguna se puede muy bien asegurar que en Europa no hay teatro que iguale al de la Corte de España por su riqueza, y abundancia del escenario y vestuario”, escribió el propio soprano.

Quiso agradecer el rey Fernando VI la entrega y dedicación de Farinelli, que además había dado innumerables muestras de inteligencia y discreción. Reconocía y valoraba que nunca hubiera querido aprovechar la posición de poder en la que lo había colocado su padre el rey Felipe V nombrándolo ministro y que no hubiera vuelto a cantar en público, salvo alguna serenata celebrada en palacio, para dedicarle todo su arte sólo a él durante treinta y dos años; y por ello lo nombró caballero de la Orden de Calatrava imponiéndole personalmente las insignias que lucía en el retrato que para conmemorar la ocasión realizó el pintor real Jacopo Amigoni por encargo del soberano, y que le acompañaría en sus últimos días en Bolonia.

En él aparece sonriente, de medio cuerpo y vestido con atuendo de corte. En el lado izquierdo de la casaca luce la Cruz de la Orden de Calatrava, distinción que complementa con la venera de la misma orden colgada de su cuello por encima de la chorrera.

El soprano la describiría en el inventario de su testamento en 1778 de la siguiente manera:

“…Una insignia de la Orden Militar de Calatrava para coser sobre la casaca, en forma redonda, en medio de la cual está la cruz de la orden toda de pequeños y finos rubíes sobre un campo de brillantitos amarillos, y el resto de su circunferencia de brillantes blancos de diverso tamaño según conviene al diseño, con cuatro brillantes en los ángulos y cuatro más pequeños en las puntas de la dicha cruz (...)

Una venera o cruz de dicha Real Orden, para colgar sobre el pecho con cinta roja, teniendo esta venera su cruz de pequeños rubíes sobre campo de brillantitos amarillos, y todo lo demás de brillantes blancos de diverso tamaño graduados según el diseño con seis brillantes más grandes, rematada con otro más grande que estos seis, colgada de un medio anillo de tres brillantes por el que pasa la cinta...”

En un codicilo por él redactado el 14 de septiembre de 1782, víspera de su muerte, dejó esta joya a las Madres Comendadoras de Calatrava:

“Y dejo al convento de las Reverendas Madres Comendadoras de la Real Orden de Calatrava en Madrid calle de Alcalá, y quiero que se haga llegar de modo seguro a manos de la Reverenda Madre superiora, una de mis veneras de la Real Orden, y precisamente aquella que el rey Fernando VI de gloriosa memoria con sus propias manos prendió en mi casaca creándome caballero de la Real Orden, que tiene brillantes pequeños y medianos.”

Por desgracia Farinelli no despertó el mismo entusiasmo en el sucesor de Fernando VI, su hermano Carlos III, que aseguró que “a él los capones sólo le gustaban en la mesa” y lo destituyó en 1759, aunque le mantuvo la espléndida asignación de ciento treinta y cinco mil maravedíes anuales hasta su muerte, que se produjo en su morada de Bolonia el 16 de septiembre de 1782.

Aun pudiendo afirmar con rotundidad que desde entonces hasta hoy han sido y son muchos los tenores y contratenores que han deleitado y deleitan con su magnífica voz y elaborada técnica los más exigentes oídos de los amantes de la ópera, podríamos gritar sin temor a exagerar:


¡Un solo Dios, un solo Farinelli!