Narra la
parte primera de este relato las andanzas amorosas del rey Pedro I que después
de enamorarse perdidamente de María Padilla, la dejó para casarse con Juana de
Castro en 1374 y de cuyo matrimonio nació un hijo varón y aun así, la abandonó
pocos meses después del enlace para volver a su antigua vida amorosa plagada de
amantes y de hijos ilegítimos.
No cabe
duda de que con estas y otras andanzas, además del innumerable número de
muertos que dejó a su paso en cada alzamiento, iba engrosando la ya enconada lista
de enemigos que esperaban el momento de vengarse del que tenían por un
desalmado y despiadado soberano; pero de todos ellos el odio mayor lo despertó
en su hermanastro Enrique de Trastámara, que no le perdonó que instigara o al
menos permitiera bajo su reinado la ejecución de su madre, Leonor de Guzmán.
Pedro por
su parte también tenía cuentas pendientes con su medio hermano cuya madre y el
favoritismo que el rey Alfonso XI sentía por ella hicieron que repudiara a la
suya, María de Portugal, dejándole a él durante toda su infancia y adolescencia
fuera de la corte en el Alcázar de Sevilla, criado y educado por Vasco
Rodríguez de Cornago, maestre de la Orden de Santiago.
Sus
hermanastros sin embargo crecieron gozando de la presencia de su padre el rey, que
vivió con Leonor veintitrés años, y que los agasajó con posesiones y títulos
nobiliarios. Así a Enrique le fue otorgado el condado de Trastámara y Fadrique,
su hermano gemelo, llegó a ser gran maestre de la orden santiaguina.
Esta
inquina entre hermanos provocó que en los primeros años de reinado de Pedro I sus
hermanastros Enrique, Fadrique, Sancho y Tello se levantasen en armas contra él,
y a pesar de que en 1352 Enrique le hizo creer que estaba arrepentido y rogó su
perdón, que obtuvo, poco tardó en provocar nuevos alzamientos, esta vez
apoyados por la nobleza que había perdido el favor real con Alburquerque a la
cabeza. Las órdenes militares se dividieron en este enfrentamiento entre el rey
y sus adversarios contando el soberano con el apoyo de maestre de la Orden de
Calatrava, Diego García de Padilla, la neutralidad del maestre de la Orden de
Alcántara, Ferrán Pérez Ponce, que no quiso involucrarse en el conflicto y la
absoluta hostilidad del maestre de la Orden de Santiago, que no era otro que su
hermanastro Fadrique Alonso.
Hubo de
sofocar la rebelión el monarca con mercaderes y la baja nobleza que todavía estaba
de su lado, acabando de manera brutal y despiadada con los levantiscos nobles
conspiradores, y de entre ellos con el valido y privilegiado de su madre Juan
Alfonso de Alburquerque.
Con estos
hechos consolidaba el controvertido soberano sus sobrenombres de “el Cruel”
o “el Justiciero” dependiendo del juicio del juglar que narrase la
crónica del alzamiento en la plaza del pueblo. Pero como quiera que fuere
contada esta historia, siempre acababa con Enrique huyendo a refugiarse a
Francia, y sin embargo este no fue su final porque cuando Pedro I se enfrentó a
Pedro IV declarando la guerra a Aragón,
conocida por el nombre de “La Guerra de los dos Pedros” que duró de 1336
a 13339, utilizando como pretexto un incidente naval entre la flota aragonesa y
naves genovesas, Enrique de Trastámara luchó junto a Pedro IV obteniendo
victorias significativas como la de “La batalla de Araviana”, debilitando con ello enormemente la
posición de su hermanastro y fortaleciendo la suya en su pugna por el trono
castellano.
El
conflicto terminó con la muerte de Pedro I en 1339, asesinado por su hermano
Enrique, que ascendió al trono Como Enrique II de Castilla conocido con el
sobrenombre de “el Fratricida”.
Pero
hasta el asesinato del rey a manos de su hermanastro estuvo motivado por el
tremendo odio que se profesaron en muchos años de enemistad. Y es que aceptada la derrota por el soberano,
trató de huir del Castillo de Montiel contando para ello con la inesperada
ayuda del francés Bertrand du Guesclin, que simuló favorecer su salida
aprovechando un descuido de los franceses, pero este no era más que otro acto
de felonía propiciado por Enrique que lo esperaba a las afueras del castillo, y
que sin compasión ni posibilidad de defensa alguna ajustició al hijo de su
mismo padre, cercenando con ello cualquier posibilidad de acuerdo de paz
posterior entre dos ramas del mismo linaje.
Y es que
en estas luchas intestinas entre hermanos siempre fueron los mismos los
vencedores; aquellos ricoshombres que no tuvieron ningún tipo de pudor en
situarse de un lado o de otro, siempre en pro de su riqueza y sus privilegios.
Es de
suponer que estas conspiraciones y deslealtades tan viejas como el mundo
siguieron rigiendo por encima de reyes, estirpes o linajes y ejemplo de ello fue
el reinado de Juan II, biznieto de Enrique de Trastámara y padre entre otros de
Enrique IV e Isabel “la Católica”, cuyo valido, Álvaro de Luna, condestable
de Castilla y maestre de la Orden de Santiago, sufrió en sus propias carnes el
arbitrario descrédito y la pérdida de confianza de un rey voluble e indolente,
mal e intencionadamente aconsejado por envidiosos cortesanos ávidos de poder
para los que el privilegiado había caído en desgracia.
fue el
propio Juan II quien ordenó la detención y ejecución de su valido en 1453,
acusándole de usurpación del poder y apropiación de rentas reales, después de
casi cuatro décadas a su servicio. No le perdonaron sus enemigos al valido el
poder casi absoluto que acumuló durante el reinado del monarca ni la
dependencia que este tenía de Luna, y movieron los hilos hasta conseguir que el
rey ordenara su detención y fuera juzgado en un proceso que más que un juicio fue
una farsa. Le cortaron la cabeza en Valladolid el 2 de junio de1453 siendo su
cadáver decapitado enterrado en la Iglesia de San Andrés de Burgos, donde se
daba sepultura a los criminales.
Su
patrimonio fue objeto de rapiña y su memoria defenestrada por terribles coplillas
como esta:
Pues
aquel gran condestable
maestre
que tuvimos tan privado,
No cumple
que de él se hable
sino sólo que le vimos degollado.
Sus
infinitos tesoros,
sus
villas y lugares,
su
mandar.
¿Qué le fueron
sino lloros?
¿Qué
fueron sino pesares al dejar?
Sólo el
tiempo se encargó de devolver la honra a su memoria cuando sus restos fueron trasladados
a Toledo y enterrados en la Capilla del Condestable.
Juan II
de Castilla consumido por los remordimientos sobrevivió apenas un año a su
amigo y consejero, elevando con su muerte al trono a su hijo el inconstante y
errático Enrique IV.
Pero esa
historia ya la he contado.
Narra la
parte primera de este relato las andanzas amorosas del rey Pedro I que después
de enamorarse perdidamente de María Padilla, la dejó para casarse con Juana de
Castro en 1374 y de cuyo matrimonio nació un hijo varón y aun así, la abandonó
pocos meses después del enlace para volver a su antigua vida amorosa plagada de
amantes y de hijos ilegítimos.
No cabe
duda de que con estas y otras andanzas, además del innumerable número de
muertos que dejó a su paso en cada alzamiento, iba engrosando la ya enconada lista
de enemigos que esperaban el momento de vengarse del que tenían por un
desalmado y despiadado soberano; pero de todos ellos el odio mayor lo despertó
en su hermanastro Enrique de Trastámara, que no le perdonó que instigara o al
menos permitiera bajo su reinado la ejecución de su madre, Leonor de Guzmán.
Pedro por
su parte también tenía cuentas pendientes con su medio hermano cuya madre y el
favoritismo que el rey Alfonso XI sentía por ella hicieron que repudiara a la
suya, María de Portugal, dejándole a él durante toda su infancia y adolescencia
fuera de la corte en el Alcázar de Sevilla, criado y educado por Vasco
Rodríguez de Cornago, maestre de la Orden de Santiago.
Sus
hermanastros sin embargo crecieron gozando de la presencia de su padre el rey, que
vivió con Leonor veintitrés años, y que los agasajó con posesiones y títulos
nobiliarios. Así a Enrique le fue otorgado el condado de Trastámara y Fadrique,
su hermano gemelo, llegó a ser gran maestre de la orden santiaguina.
Esta
inquina entre hermanos provocó que en los primeros años de reinado de Pedro I sus
hermanastros Enrique, Fadrique, Sancho y Tello se levantasen en armas contra él,
y a pesar de que en 1352 Enrique le hizo creer que estaba arrepentido y rogó su
perdón, que obtuvo, poco tardó en provocar nuevos alzamientos, esta vez
apoyados por la nobleza que había perdido el favor real con Alburquerque a la
cabeza. Las órdenes militares se dividieron en este enfrentamiento entre el rey
y sus adversarios contando el soberano con el apoyo de maestre de la Orden de
Calatrava, Diego García de Padilla, la neutralidad del maestre de la Orden de
Alcántara, Ferrán Pérez Ponce, que no quiso involucrarse en el conflicto y la
absoluta hostilidad del maestre de la Orden de Santiago, que no era otro que su
hermanastro Fadrique Alonso.
Hubo de
sofocar la rebelión el monarca con mercaderes y la baja nobleza que todavía estaba
de su lado, acabando de manera brutal y despiadada con los levantiscos nobles
conspiradores, y de entre ellos con el valido y privilegiado de su madre Juan
Alfonso de Alburquerque.
Con estos
hechos consolidaba el controvertido soberano sus sobrenombres de “el Cruel”
o “el Justiciero” dependiendo del juicio del juglar que narrase la
crónica del alzamiento en la plaza del pueblo. Pero como quiera que fuere
contada esta historia, siempre acababa con Enrique huyendo a refugiarse a
Francia, y sin embargo este no fue su final porque cuando Pedro I se enfrentó a
Pedro IV declarando la guerra a Aragón,
conocida por el nombre de “La Guerra de los dos Pedros” que duró de 1336
a 13339, utilizando como pretexto un incidente naval entre la flota aragonesa y
naves genovesas, Enrique de Trastámara luchó junto a Pedro IV obteniendo
victorias significativas como la de “La batalla de Araviana”, debilitando con ello enormemente la
posición de su hermanastro y fortaleciendo la suya en su pugna por el trono
castellano.
El
conflicto terminó con la muerte de Pedro I en 1339, asesinado por su hermano
Enrique, que ascendió al trono Como Enrique II de Castilla conocido con el
sobrenombre de “el Fratricida”.
Pero
hasta el asesinato del rey a manos de su hermanastro estuvo motivado por el
tremendo odio que se profesaron en muchos años de enemistad. Y es que aceptada la derrota por el soberano,
trató de huir del Castillo de Montiel contando para ello con la inesperada
ayuda del francés Bertrand du Guesclin, que simuló favorecer su salida
aprovechando un descuido de los franceses, pero este no era más que otro acto
de felonía propiciado por Enrique que lo esperaba a las afueras del castillo, y
que sin compasión ni posibilidad de defensa alguna ajustició al hijo de su
mismo padre, cercenando con ello cualquier posibilidad de acuerdo de paz
posterior entre dos ramas del mismo linaje.
Y es que
en estas luchas intestinas entre hermanos siempre fueron los mismos los
vencedores; aquellos ricoshombres que no tuvieron ningún tipo de pudor en
situarse de un lado o de otro, siempre en pro de su riqueza y sus privilegios.
Es de
suponer que estas conspiraciones y deslealtades tan viejas como el mundo
siguieron rigiendo por encima de reyes, estirpes o linajes y ejemplo de ello fue
el reinado de Juan II, biznieto de Enrique de Trastámara y padre entre otros de
Enrique IV e Isabel “la Católica”, cuyo valido, Álvaro de Luna, condestable
de Castilla y maestre de la Orden de Santiago, sufrió en sus propias carnes el
arbitrario descrédito y la pérdida de confianza de un rey voluble e indolente,
mal e intencionadamente aconsejado por envidiosos cortesanos ávidos de poder
para los que el privilegiado había caído en desgracia.
fue el
propio Juan II quien ordenó la detención y ejecución de su valido en 1453,
acusándole de usurpación del poder y apropiación de rentas reales, después de
casi cuatro décadas a su servicio. No le perdonaron sus enemigos al valido el
poder casi absoluto que acumuló durante el reinado del monarca ni la
dependencia que este tenía de Luna, y movieron los hilos hasta conseguir que el
rey ordenara su detención y fuera juzgado en un proceso que más que un juicio fue
una farsa. Le cortaron la cabeza en Valladolid el 2 de junio de1453 siendo su
cadáver decapitado enterrado en la Iglesia de San Andrés de Burgos, donde se
daba sepultura a los criminales.
Su
patrimonio fue objeto de rapiña y su memoria defenestrada por terribles coplillas
como esta:
Pues
aquel gran condestable
maestre
que tuvimos tan privado,
No cumple
que de él se hable
sino sólo
que le vimos degollado.
Sus infinitos tesoros,
sus
villas y lugares,
su
mandar.
¿Qué le fueron
sino lloros?
¿Qué
fueron sino pesares al dejar?
Sólo el
tiempo se encargó de devolver la honra a su memoria cuando sus restos fueron trasladados
a Toledo y enterrados en la Capilla del Condestable.
Juan II
de Castilla consumido por los remordimientos sobrevivió apenas un año a su
amigo y consejero, elevando con su muerte al trono a su hijo el inconstante y
errático Enrique IV.
Pero esa
historia ya la he contado.