martes, 9 de diciembre de 2025

RICARDO "CORAZÓN DE LEÓN" Y JUAN "SIN TIERRA".

      

LOS DOS BRAVOS HIJOS DE LEONOR DE AQUITANIA ENFRENTADOS POR EL TRONO DE INGLATERRA


A los cincuenta años Leonor seguía encerrada en Salisbury y aun así no había perdido la esperanza de volver a reinar. Su hijo Ricardo acababa de convertirse en rey, muerto su padre en 1189, bajo el nombre de Ricardo I y ella sabía que la primera orden de su reinado sería la de excarcelar a su madre. Así fue,

—¡Por fin voy a poder desempeñar el papel para el que he estado esperando tantos años!, ¡espero con ansiedad que mi hijo me lo pida! 

le dijo esa mañana al monje confesor que la visitaba dos veces por semana.

Mandó también Ricardo organizar su coronación como rey de Inglaterra con grandes fastos en la Abadía de Westminster y pidió que quedara prohibida la entrada a esta solemne ceremonia a judíos y mujeres; sus detractores quisieron ver en este gesto una muestra de su ocultada homosexualidad.

Coronado ya como Ricardo I, embarcó inmediatamente en una Tercera Cruzada, pero no sin antes dejar a alguien de absoluta confianza como regente de Inglaterra, no dudó un momento. Nadie mejor que su madre para hacerlo.

No se equivocaba el nuevo soberano, Leonor de Aquitania supo hacerse con las riendas de Inglaterra, casi con maestría, ganándose el beneplácito de los ingleses con facilidad en un tiempo en los que la mujer no gozaba de autoridad alguna.

Defendió sus tierras y consolidó el reinado de su hijo hasta el punto de negociar su liberación con inteligencia y audacia cuando, en su objetivo por liberar Jerusalén de las manos musulmanas en la Tercera Cruzada, este fue hecho prisionero por el soberano del Sacro Imperio Germánico Enrique VI, pidiendo para su liberación un cuantioso rescate que Leonor, removiendo cielo y tierra, logró obtener.

No pudo evitar sin embargo, a pesar de su ingente y acertada labor diplomática para mantener la fidelidad de los nobles, que su hijo pequeño Juan, apodado “sin Tierra”, destronase a su hermano mientras este se encontraba en cautiverio; estuvo apoyado en esta contienda por el rey de Francia Felipe II Augusto.

Tras su liberación Ricardo volvió a ocupar el trono inglés, por lo que fue coronado por segunda vez, pero Leonor no cesó en su empeño de reconciliar a sus hijos. Después de obtener la ansiada paz entre ellos se retiró a la Abadía de Fontevraud donde recibió la noticia de que el rey había sido herido por un flechazo en un hombro al tomar el Castillo de Châlus, y reclamaba su presencia.

No dudó un momento Leonor en abandonar su retiro, a pesar de haber cumplido ya los setenta y cinco años, para acudir a la presencia de su hijo. Se temía lo peor.

Se tornaron ciertas las terribles sospechas de la duquesa de Aquitania y sus peores presagios se cumplieron porque su hijo murió el 6 de abril de 1199, apenas llegó a socorrerlo, dejándola en la más absoluta de las desolaciones, pero siendo consciente de que debía posponer su dolor porque, a pesar de que el rey Ricardo había muerto sin descendencia, su hijo Juan no tenía asegurado ni el trono de Inglaterra ni los dominios de la familia,

—¡Qué terrible desgarro el de mi alma! No me siento capaz de sobreponerme a la muerte de otro de mis hijos, mascullaba Leonor entre sollozos.

—Ninguna madre debería pasar por tal desdicha y sin embargo debo postergar mi dolor, mi hijo Juan me necesita.

—Partiré en su auxilio una vez haya dado tierra a mi otro hijo, el rey Arturo.

—Es mi voluntad que sus entrañas sean enterradas en Aquitania, su cuerpo reciba sepultura en la Abadía de Fontevrault, a mi lado y en mi compañía, y su inconmensurable y valiente corazón de león repose eternamente en la Catedral de Rouen.

Y arrodillándose con esfuerzo frente a su cadáver, acarició lentamente con el dedo la divisa de su escudo de monarca en la que podía leerse:

“Dieu et mon droit”

“Dios y mi voluntad”


que pasaría a ser la leyenda heráldica de los escudos de los monarcas ingleses desde este fallecimiento.

Volvió Leonor a la Abadía de Fontevrault terriblemente triste pero tranquila por ver que su hijo había sido coronado como Juan I de Inglaterra.

Contra todo pronóstico, porque nadie esperaba que Juan fuese a heredar nada y menos la Corona siendo el menor de los hijos de Leonor y Enrique II, se hallaba sentado, y esta vez por derecho, en el trono inglés a pesar de que el mítico, y quizás inexistente, personaje de Robin Hood hubiera desprestigiado sin piedad ni mesura su reputación en favor de la de su hermano; o al menos eso era lo que contaba el pueblo llano al abrigo y bajo el espíritu de unas cervezas calientes en las tabernas locales.

Lo cierto y verdad es que el nuevo rey no destacó por su buen hacer y su reinado estuvo plagado de conflictos, tanto internos como externos, que lo llevaron a perder algunos territorios franceses, incluido Normandía, y esto debilitó su posición y provocó un terrible descontento entre sus nobles.

Juan era conocido por tener un carácter autoritario, probablemente heredado de su padre, y una tendencia a imponer su voluntad por encima de cualquier consejo que provocaba continuas tensiones en su reinado sobre todo con la Iglesia, llegando a ser excomulgado por el papa Inocencio III.

Estas tiranteces y su predisposición a sobrecargar de impuestos a los ingleses culminaron en la rebelión de un grupo de nobles que le obligaron a firmar una Carta Magna en Runnymede, el 15 de junio de 1215, que limitaba su poder y reconocía una serie de derechos fundamentales para “los hombres libres” de Inglaterra.

Lo paradójico de esta firma fue que, a pesar de que le fuera impuesta, rubricaba un documento que fue uno de los logros más significativos de su reinado pues sentó precedentes importantes para el desarrollo del Estado de Derecho y las libertades individuales en Inglaterra.

Incapaz de reconocer las bondades de esta Carta, el rey Juan I intentó desacreditarla, llegando a repudiarla, lo que provocó la “Primera Guerra de los Barones” y un descontento generalizado que acabó pasándole factura deteriorando gravemente su salud hasta llevarlo a la muerte, que se produjo el 19 de octubre de 1216. Le sucedió en el trono su hijo que fue coronado como Enrique III.

Hacía ya catorce años que había fallecido su longeva madre a la edad de ochenta y dos años y había pedido ser enterrada al lado de su hijo predilecto.

Él sin embargo quiso que se le diera sepultura en la Catedral de Worcester, junto al río Severn, alejado de los honores que se le dedicaron, incluso después de muertos, a los Plantagenet, su familia.

Quizás lo hizo en un último y consciente deseo de no volver a ser comparado con su hermano “lionheart”.