miércoles, 18 de octubre de 2023

GASPAR DE GUZMÁN Y PIMENTEL, CONDE DUQUE DE OLIVARES Y CABALLERO DE CALATRAVA. UN VALIDO ENFERMO DE PODER QUE CONVIRTIÓ AL REY FELIPE IV EN UN PELELE.


"¡CONDE DE OLIVARES, CUBRÍOS!"

Fue Gaspar de Guzmán y Pimentel, III Conde de Olivares, un de los hombres más poderosos del S XVII, conocido este siglo como el de los Austrias menores. Personaje carismático y sumamente ambicioso que acumuló un gran poder, circunstancia que consiguió tornarlo soberbio y arrogante pero que también lo convirtió en una figura imprescindible para entender social y políticamente el Siglo de Oro español.

Nacido en Roma el 6 de enero de 1587 en la embajada de España, fue el tercer hijo del II conde de Olivares, perteneciente este a una rama menor de la casa de Medina Sidonia, que en aquellos momentos era embajador en la corte papal y de María Pimentel de Fonseca, descendiente esta de Leonor de Pimentel lo que emparenta a nuestro conde-duque de Olivares con el linaje de los Zúñiga no sólo por la rama materna, su padre, Enrique de Guzmán Ribera era descendiente de Pedro de Zúñiga y Manrique, hijo primogénito de Álvaro de Zúñiga y Guzmán marido de Leonor de Pimentel.

Se sortearon a su nacimiento los nombres de los magos de Oriente, quedándose con el de Gaspar y siendo bautizado por el cardenal Aldobrandini, que en 1592 se convertiría en el papa Clemente VIII, quién le otorgó varias mercedes entre otras la de canónigo de Sevilla o la de arcediano de Écija. También en ese año, concretamente el 14 de septiembre, le concede el rey Felipe II a Gaspar el hábito de la Orden de Calatrava, teniendo el recién llegado al papado que concederle una dispensa para poder aceptarlo al contar solamente con cinco años de edad. Con posterioridad abandonaría esta Orden para ingresar como caballero en la de Alcántara, llegando a ser comendador mayor de esta.

Vivió Gaspar de Guzmán su infancia en Nápoles donde su padre era virrey, y por ser el menor de los hijos varones lo destinó a estudiar Derecho canónico en Salamanca, con la intención de que emprendiera una posterior carrera eclesiástica.

Regresa la familia a España en 1601, y él marcha a la ciudad salmantina donde en el curso de 1603-1604, es elegido por sus compañeros rector de la universidad, cargo que solía desempeñar un estudiante de la nobleza, haciéndose rodear de un verdadero boato estudiantil casi principesco, contando además con el favor de rey Felipe III que como premio a los servicios prestados en el desempeño de este cargo, lo nombra comendador de Víboras, encomienda perteneciente a la Orden de Calatrava, hecho que no contó con el beneplácito de su valido el duque de Lerma, por intuir a Gaspar de Guzmán un próximo rival en el cargo.

Mueren en ese tiempo sus hermanos y este hecho tan trascendente en su vida y determinante de su destino, lo convierte en el heredero del título y del mayorazgo de la familia.

Vuelve Gaspar de Guzmán a Sevilla, pero la visita a sus dominios dura poco tiempo porque el nombramiento de gentihombre de manos de un joven príncipe de Asturias, futuro rey Felipe IV, lo lleva a la corte madrileña y lo lanza a un fulgurante ascenso, ya augurado por nuestro conde-duque en una charla con fray Pedro de Guzmán, acontecida en su época de estudiante en la universidad, cuando dice:

"Primo yo he de gobernar el mundo".

Llega a Madrid ya casado con su joven prima hermana Inés de Zúñiga y Velasco, dama de la reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III, y la utiliza como eslabón con la Corona, pero este matrimonio, que en un principio pudiera haber sido de conveniencia, estuvo siempre bien avenido encontrando Gaspar en su prima y esposa un apoyo permanente y pertinente en su escalada hacia el valimiento. Lo veía venir Lerma, sabía que el heredero Guzmán conspiraba contra él y por ello intentó alejarlo de la corte encumbrándolo diplomáticamente, y agasajándolo con nombramientos lejanos que el astuto futuro valido nunca aceptó.

Cuando Felipe IV asciende al trono nombra grande de España a Olivares. Esta máxima dignidad en la jerarquía nobiliaria otorgada por el rey permitía al que la recibía permanecer cubierto ante él. Así cuando este honor fue recibido por Gaspar de Guzmán, escuchó emocionado como el regente pronunciaba la tan anhelada frase:

¡Conde Olivares, cubríos!

Empieza también el monarca a poner los asuntos del Estado en sus manos, sabía que su sagaz valido tenía dotes de mando y le sobraba inteligencia y capacidad de trabajo. Creyó que el hecho de que fuera mucho mayor que él, le iba a proporcionar cierta comodidad a su reinado, y así fue porque esto le permitió al regente dedicarse por entero a sus placeres. Algún autor determinó que en la brújula de Felipe IV se situaban al norte las mujeres, al sur las comedias, al este la caza y al oeste los toros. No supo ver “el rey pasmado”, como gustaba llamarlo a Torrente Ballester, que la enorme ambición por el poder de su protegido lo iba a llegar a anular como regente en los más de veinte años que duró el valimiento.

El perfil humano de Olivares era más que atrayente. Hombre corpulento, hosco y rígido pero también culto, de mirada penetrante e inteligente y gran amante de los libros y del teatro, arte en el que se prodigó llegando a escribir algún ensayo bajo el seudónimo de Manlio, por el mecenas romano Marco Manlio Capitolino.

Poseía una espléndida biblioteca que ocultaba bajo unas espesas cortinas que hizo colgar en los ventanales de la estancia. Atesoraba libros de toda índole, también algunos prohibidos según sus detractores que lo acusaron de nigromancia y hechicería, llevándole esta acusación a estar sometido a un proceso por la Inquisición.

Hombre de religiosidad exacerbada pero también muy supersticioso, como su propio rey, que a menudo buscaba la opinión de brujas, magos y hechiceros en un afán de que le adivinasen el porvenir y le previnieran del enemigo.

Rezaba delante de una calavera perteneciente, dijeron, a un insigne en letras que había sido su profesor en Salamanca, y se acompañaba permanentemente de un bastón como báculo a su enfermedad de gota, pero que algunos testigos sostenían que era un objeto mágico y probablemente endemoniado cuya empuñadura representaba la cabeza de un animal vagamente definida, y que en ocasiones la habían escuchado hablar con su dueño el conde-duque.

No era hombre con sed de riquezas, como su antecesor el duque de Lerma, pero sí de honores, dignidades y cargos, por lo que a los títulos con los que ya contaba hubo de añadirle el de Medina de las Torres, el marquesado de Eliche, el de adelantado de Guipúzcoa, el de gran canciller de las Indias, el de comendador mayor de la Orden de Alcántara, el de consejero de estado y de la guerra y un largo etcétera.

Por esto Francisco de Quevedo que empezó siendo allegado a la corte, llegó a comparar a Olivares con don Pelayo alegando que salvaría a España en una nueva Covadonga y ofreciéndole por estas palabras el valido la embajada de España en Génova, acabó convirtiéndose en acérrimo enemigo del rey y su privado, escribiendo para ellos estos irónicos y agrios versos:

“Grande sois Filipo, a manera de hoyo…

Quién más quita al hoyo, más grande lo hace.”

Sin embargo, no todo fueron destemplanzas porque por la corte paseaban asiduamente escritores y poetas de la talla de Cervantes, Góngora, Lope de Vega, Tirso de Molina, Ruiz de Alarcón, Vicente Espinel o Guillén de Castro, o pintores como el Greco, Alonso Cano, Zurbarán o Velázquez, creando un ambiente de grandeza cultural contrapuesto a una monarquía que empezaba a entrar en una absoluta decadencia.

La gestión política del conde-duque en sus veintidós años de privanza tuvo luces y sombras. Supo desde el principio de su valimiento que los tres grandes Estados que había salido airosos de la Edad Media y del Renacimiento eran España, Francia e Inglaterra y que aliarse con uno era ponerse en contra del otro. Entendió que para ser fuerte hacia afuera había que serlo también por dentro.

Por esta razón se propone acabar con la corrupción heredada del reinado anterior, también que los españoles abandonen sus prejuicios y malas costumbres, que las clases dirigentes aprecien el trabajo y desarrollen actividades mercantiles y recortar gastos superfluos. Apuesta por una administración centralista y para llevarla a efecto postula como primer acto de su mandato, homogeneizar la legislación de los distintos reinos y adaptarla al modelo castellano.

Sin embargo, en su gestión fue acusado de conspirador, de dar oficio en la corte a sus familiares, de hechicería, de pagar favores con mujeres y de llevar a España a la bancarrota, por no hablar de las sucesivas derrotas de la monarquía en la guerra de los Treinta Años, de la independencia de Portugal o de la sublevación de Cataluña.

Por todo ello pierde el favor real, tanto es así que el rey llegó a verbalizar su hastío con frases como:

“Muy cansado estoy de vos, conde”

Posiblemente influenciado por su aya doña Ana de Guevara, para la que el valido no era santo de su devoción, o por la monja María Jesús de Ágreda con la que el rey mantenía asidua correspondencia.

El 23 de enero de 1643, el monarca dicta un decreto de destierro que acaba de un plumazo con la carrera de su favorito. Su destino primero sería Loeches y narraron los historiadores que en el momento de su partida hacia el municipio madrileño, dispuso que en la entrada del Real Alcázar le esperara un tren de carruaje, saliendo él por otra puerta trasera para evitar los insultos y abucheos de la muchedumbre.

Dijeron que salió tembloroso y humillado apoyado en su célebre bastón, y que no podía apenas andar castigado por la gota por lo que tuvo que ser llevado en andas. Viajó con él su sobrino Luís de Haro, que le andaba haciendo un doble juego y conspirando contra él, y aunque en un principio no quiso ser acompañado por su mujer ,quizás para evitarle el mal trago, esta se incorporó al destierro de su marido poco tiempo después.

Esperaba el viejo Gaspar de Guzmán que el rey recapacitara, pero lejos de hacerlo decidió que Loeches era un lugar de destierro demasiado cercano a la corte, y le da a elegir como destino definitivo entre Toro y León. Opta el desterrado por la primera ciudad ya que en León se encontraba recluido, en la prisión de San Marcos, su ilustre enemigo Quevedo que seguramente no habría olvidado que este estado de encierro se lo había ocasionado el valido en horas de poder y gloria.

Nadie creyó que el monarca fuera a recapacitar y restituir al protegido su mando, sólo él. Tanto es así, que poco antes de morir seguía esperando en Toro a ser llamado de nuevo por Felipe IV para gobernar lo que había quedado de España, después de tanto desgobierno.

Murió el conde-duque desacreditado, solo y sin honores el 22 de julio de 1645, sin embargo cabe preguntarse si la Historia, por encima de sus dos grandes biógrafos Marañón y Elliott, ha sido para bien y para mal justa con tan relevante personaje, o por el contrario permitirá silenciosa que resuenen eternamente estos anónimos versos de aquel tiempo:

       “Aquí yace un reino entero …

       Olivares lo mató,

       catalanes lo acabaron,

       las monjas lo amortajaron,

       y Portugal lo enterró.”



domingo, 1 de octubre de 2023

“LA BATALLA DEL CERRO DE LAS VIGAS”; LA LUCHA POR EL MAESTRAZGO DE LA ORDEN DE ALCÁNTARA ACONTECIDA FRENTE AL PUENTE ROMANO DE LA VILLA ALCANTARINA.

Corría el mes de noviembre del año de Nuestro Señor de 1469 cuando Francisco de Hinojosa, cuñado del maestre de la Orden de Alcántara Gómez de Solís, se encontraba en la villa alcantarina, cabeza del maestrazgo, con el claro interés de defender la plaza y fortaleza de posibles intentos de conquista por parte del clavero Monroy,

A mis lectores no se les escapan las diferencias existentes entre el maestre y el clavero que comenzaron el día de la boda de Hinojosa con Juana de Solís, hermana del maestre, y que con el paso del tiempo devinieron en insalvables, convirtiéndolos en acérrimos enemigos. Tampoco son ajenos a la vacilante opinión del rey Enrique IV, que comenzó apoyando a Gómez de Solís, para pasar después a situarse al lado del clavero.

Monroy se había fijado el objetivo de arrebatar el maestrazgo a Solís, y para ello no dudaría en emplearse a fondo. Estaba apoyado en su empeño por importantes autoridades de la Orden alcantarina como el comendador de San Juan de Máscoras, el comendador de Lares e incluso por el prior de convento frey Juan Granado, que no tenía en mucha estima al maestre por no creerlo merecedor del cargo maestral, y que ya se había encargado de organizar la liberación del clavero de la Torre Blanca. Él fue quien mandó una misiva a Monroy de su puño y letra, indicándole que si acudía a Alcántara encontraría sus puertas abiertas.

Y así fue, cuando llegaron las tropas de Monroy se encontraron con el buen recibimiento del pueblo alcantarino que tácitamente apoyaba el plan de frey Granado para arrebatar la villa a los Solís, y no era porque tuvieran algo contra el maestre, que había otorgado a la villa privilegios y exenciones, sino por Hinojosa y su comportamiento déspota y soberbio que ya había quedado patente desde las primeras semanas de ser nombrado alcaide de la fortaleza de Alcántara, en las que estuvo alojado en el palacio de la familia Barco, una de las más distinguidas de la villa.

El clavero sin embargo había desistido de su propósito de atacar el puente, al que consideraba inexpugnable debido a las fuertes corrientes del río Tajo que impedían el acercamiento a este por el agua, y a las pendientes del ribero que no dejaban margen para maniobra de sitio alguna.  

Se conformó Monroy con cortar todos los accesos al mismo y acampar en el cerro situado en la orilla septentrional del río, en frente de la población de Alcántara, conocido este como “el Cerro de Las Vigas” por estar poblado en tiempos pasados por un bosque de robles, que fue talado para abastecer de madera a las construcciones del pueblo. Allí esperó a que Solís acudiera al frente de su ejército a recuperar la villa.

Por su parte, el maestre había hecho llegar a Hinojosa la noticia de que existía un traidor en las filas de la Orden que había abierto las puertas de la plaza de Alcántara al clavero, y que sospechaba de frey Granado.

Hinojosa en un brote de cólera, no pudiendo apresar al prior, que había escapado a tiempo, prendió a frey Castaño, preceptor de sus hijos, lo injurió y lo torturó brutalmente para acabar tirándolo por el puente ante la aterrada mirada de los niños, a los que obligó a contemplar la escena, “¡como lección de vida!” les dijo, para acabar gritando en el silencio de un gélido amanecer invernal:

“¡Así pagarán todos tus traidores, clavero!”

El maestre Solís había sido prevenido de la traición del prior y de las intenciones del clavero cuando, parando en Trujillo, fue invitado a cenar por el recién nombrado maestre de Santiago Juan Pacheco, Marqués de Villena, que durante la celebración de esta le dijo:

- “En poridad creo, hermano, que dormís sin perro,

Decidme que recaudo tenéis en la villa de Alcántara

- Tengo en su guarda - dijo don Gómez – un hermano mío

muy buen caballero.

- Pues enviadle, luego decir, - dijo el de Santiago- que mire

bien de quien se confía, que el clavero vino a mí en secreto.

Que le favoreciese y no quise, él ira ahora a la Duquesa de

Plasencia, la cual sin duda le dará favor, por ende, ved, lo

que hoy cumple Maestre.

No iba desencaminado el maestre de Santiago tampoco en sus apreciaciones sobre las intenciones de la Condesa de Plasencia, Leonor de Pimentel y Zúñiga, pero esto lo pondremos en valor más adelante.

Se apresuró Solís, apercibido por el Marqués, en convocar a su ejército sin duda más numeroso que el del clavero que sólo contaba con unas trescientas cincuenta lanzas y alrededor de ochocientos peones. Las tropas del maestre superaban a las de Monroy en una proporción de cinco a uno y sin embargo equivocó la estrategia.

En la mañana del primer sábado del mes de febrero de 1470, se desata una cruenta batalla por la villa de Alcántara, una guerra cuerpo a cuerpo en campo abierto donde Solís confió todo su poder estratégico en la infantería, y Monroy conocedor de la manera anticuada que tenía el  maestre de concebir la batalla, le tendió una trampa cavando camufladas zanjas en las laderas del Cerro de las Vigas, en las que la caballería del ejército maestral, que inició con muchos bríos el ataque, fue cayendo sin capacidad de reacción, desordenando con ello sus filas y sembrando el desconcierto de sus descabalgados caballeros, que se vieron neutralizados por el ejército enemigo sin haber causado apenas bajas en las filas del clavero.

Contaba Monroy con valientes y distinguidos caballeros apoyándolo, tal era el caso de su primo Hernando de Monroy apodado “El Bezudo”, Garcilaso de la Vega, Luis de Carvajal, Alonso y Pedro del Trejo o Diego Pizarro entre otros. También los tenía el maestre que contó además con el inestimable apoyo del conde de Coria y del cuñado de este, el conde de Alba.

Se tiñó de rojo el cerro frente al puente, en la encarnizada lucha hombre a hombre posterior al descabalgamiento de los de Solís. Se produjeron cuantiosas bajas en ambos ejércitos cuando atacaron los lanceros, y apunto estuvo el clavero Monroy de perder la vida al ser atravesada su pierna derecha por una flecha que le produjo una importante hemorragia, agravando él considerablemente la situación al arrancarse la lanza de cuajo, provocando con ello el desconcierto entre los suyos.

Aun así había ganado la batalla, casi le cuesta la vida pero había vencido al maestre y vio crecer su satisfacción cuando lo vio huir acompañado en su fuga de la poca gente que había sobrevivido a la contienda. Moriría el trigésimo quinto maestre de Alcántara tres años después, en 1473, , en una total situación de soledad y abandono  desterrado en Magacela.

Salió victorioso el clavero esa mañana,  y ese mismo día se proclamó nuevo maestre de la Orden de Alcántara.

Se equivocaban, sin embargo, los que pensaron que tras la victoria del “Cerro de las Vigas”, la fortaleza de Alcántara iba a ser “pan comido”. Trece largos meses duró el asedio al castillo en los que no contaron las tropas de Monroy con ayuda alguna de la Corona. No obstante y después de tantos meses de cerco, un demacrado y avejentado alcaide Hinojosa en el que no quedaba resto alguno de sus conocidas arrogancia y altanería, abrió una mañana la puerta de la fortaleza y cedió la entrada a las tropas de Monroy, suplicó al clavero que le permitiese enterrar a sus muertos y entre ellos a su mujer y a su cuarto hijo recién nacido, muertos ambos durante el sitio.

Debiose sentir conmovido el clavero por la lastimosa imagen de Hinojosa, porque con tono de consuelo le dijo:

- ¿Quién gano más onrra, Hinojosa, Señor, vos que os aveis defendido tanto tiempo amparado con no muy buen aderezo, o los que entramos agora por concierto en la villa?

- Sed vos Juez, Señor - respondió Hinojosa - pues tuvisteis ventura.

- No pudo cavallero en el mundo defenderse mejor que vos aveis fecho.

Concluyó el clavero mientras se quitaba la capa que ordenó a sus servidores echar sobre los hombros de Hinojosa.

Emprendió este después de dar tierra a sus muertos, viaje a Zalamea, cuya alcaldía llevaba vacante más de medio año.

La autoproclamación de Monroy había provocado la cólera de un ya enfermo Enrique IV que, instigado por la Condesa de Plasencia que apelaba con insistencia a su falta de autoridad, intentó hacer entrar en razón e incluso someter al clavero. Vano esfuerzo el del rey, la había costado mucho a Monroy alcanzar el codiciado maestrazgo para que un débil y errático monarca quisiera dar al traste con su recién adquirido estatus.

No midió bien, sin embargo, el clavero la ambición de Leonor de Pimentel, condesa de Plasencia, que lo había apoyado en su lucha contra Solís, ni tampoco la del sobrino del depuesto maestre el joven y ambicioso Francisco de Solís que, mediante un burdo engaño, consiguió que Monroy se confiara y lo encarceló en Magacela para hacerse con el maestrazgo.

Entretejió Leonor taimadamente, mientras tanto, su tela de araña para que tampoco alcanzara el maestrazgo el sobrino de Solís, y mediante numerosas donaciones hechas a la Orden por su marido, el duque de Arévalo, y sus confabulaciones y componendas palaciegas, obtuvo el codiciado cargo maestral, por el que tanta sangre se había derramado en el campo de batalla, para su hijo Juan de Zúñiga sin apenas despeinarse.

 Acaba así este relato, pero no sin hacer valer que todo lo aquí contado aconteció a las orillas de un majestuoso e imponente puente que merecería poder trascender al tiempo. Guardián silencioso y acusador que contempló, desde una posición privilegiada, como los hombres volvían a repetir la Historia y se mataron frente a él presos de la codicia.