domingo, 18 de febrero de 2024

CARLOS V, UN VIEJO Y SOLITARIO MONJE JERÓNIMO DE YUSTE. EL ÚLTIMO VIAJE

Carlos I de España y V de Alemania rey de gran temperamento y cambiante humor con arranques coléricos e incluso tiránicos, fue un monarca fanáticamente religioso y gran apasionado de la comida llegando a decirse que fue adicto a ella, y que esta adicción lo llevó a la bulimia.

Resulta asombroso, aún a día de hoy, que el emperador de ese “imperio donde nunca se ponía el sol”, renunciara a todas sus coronas y honores, entre ellos a los maestrazgos de las Órdenes militares o a la nobilísima Orden del Toisón de Oro, para concluir sus días en un austero monasterio extremeño de la comarca de La Vera. Algunos, como el papa Pablo IV, llegaron a pensar que estaba aquejado de la misma enfermedad que su madre, la reina Juana, otros creyeron que buscaba refugio en este perdido monasterio, en un acto de casi desesperación después de su abdicación tras los reveses experimentados en Alemania.

El motivo que parece más veraz es también el más sencillo, llegó agotado y enfermo buscando una vida austera y llena de paz que reconfortase sus últimos días.

En 1553 firmó una cédula para que se le pagasen al padre general de la orden jerónima del monasterio tres mil ducados “… para que los distribuya en alguna cosa que le he ordenado y mandado …” dijo, y en nota ológrafa le explica a su hijo que ese pago tenía el objeto de “… que se le fabricara una casa suficiente al lado del monasterio, para poder vivir con la servidumbre y criados más indispensables, en clase de persona particular…” y le ruega que inspeccione el convento y las obras en persona de la que habría de ser su última morada antes de partir para Inglaterra, cosa que hizo dando su aprobación a un edificio de dos sencillas plantas con cuatro habitaciones por planta, y adornado con un pequeño estanque que su majestad había encargado a Luis de Vega, el principal arquitecto español al servicio del emperador. La cámara real sería una pieza grande situada entre los dos claustros y compuesta de sala, cuadra y recámara, para que desde la cama se pudiese ver el altar mayor.

En el inventario elaborado para trasladar los objetos de los que el emperador quería verse rodeado en sus últimos días, se encontraban pinturas de sus parientes más cercanos y algunas obras litúrgicas, sus relojes preferidos, vajillas, piezas de plata bañadas en oro, un cáliz y otros objetos para celebrar misa, vestiduras de sacerdote, misales, escapularios, biblias y algunos volúmenes de su biblioteca, también un crucifijo con las armas de su majestad y su botica.

Abdica el rey el 16 de enero de 1556, y viaja a España en septiembre de ese año, desembarcando en Laredo y siendo recibido en el puerto únicamente por el obispo de Salamanca y capellán del rey, Pedro Manrique y por el alcalde de corte Durango, lo que provoca un monumental enfado del monarca. Pone Carlos V el pie en tierras cántabras con delicado estado de salud y un terrible ataque de gota, por lo que hubo de ser trasladado en silla de mano. Continuó la comitiva formada por cincuenta y un sirvientes, contando entre ellos con varios ayudas de cámara y barberos, y ocho mulas hacia Valladolid pasando por lugares como Palenzuela, Torquemada, o Dueñas. La noticia de la renuncia a la corona del rey y su venida a tierras españolas para morir empezaba a correr como la pólvora.

No pudieron ignorar el cruel frio del invierno, y este se hizo poco llevadero cuando tuvieron que cruzar las montañas de Gredos, por no hablar del notable peligro de despeñe que corrieron teniendo que ser ayudados por labradores de Tornavacas y Jarandilla, que llevaron en algunos tramos prácticamente en volandas al monarca a través de La Cuerda de los Lobos o Garganta Jaranda, pero que consiguieron finalmente que llegara ileso al castillo de D. García Álvarez de Toledo, señor de Oropesa, actual Parador de Turismo de Jarandilla de la Vera, situado a dos leguas, catorce kilómetros, del monasterio de Yuste.

Hubo de quedarse Carlos V en el castillo cuatro largos meses, pues las obras de su nueva morada no habían finalizado. Durante el tiempo que permaneció hospedado por los condes de Oropesa, mató el aburrimiento con comidas “reconstituyentes” como carne de caza, perdices, aceitunas, granadas, tencas en escabeche, salazones y otros manjares. Su gusto por la comida muy condimentada y su prognatismo mandibular agravado por un corto número de maltrechos dientes, contribuían poderosamente a que digiriera mal lo comido, y con ello a castigar su ya malparada poca salud y a incrementar sus ataques de gota.

Además de la comida, su otras grandes pasiones fueron la cerveza y los relojes, de los que era un gran coleccionista. En su último viaje hacia tierras extremeñas quiso contar con la presencia de su célebre mecánico, el ingeniero y matemático cremonés Giovanni Turriano, conocido por los españoles como Juanello, que viajaría con él a Yuste en calidad de relojero. El emperador empezó a contar con Turriano tras conseguir este reparar el Astrarium, un complejo y antiguo reloj de Giovanni Dondi dell’Orologio construido en Padua entre 1348 y 1364, que tenía siete caras y 107 partes móviles lo que le permitía mostrar las posiciones del sol, de la luna y de los cinco planetas conocidos hasta el momento, y que había recibido como regalo en su coronación. Juanello había recibido también del emperador otro encargo posterior, era el de la construcción de un reloj al que llamó Cristalino que además de cumplir sus funciones, también contaba con un planetario que daba las horas solares y lunares. Así, cada mañana en Yuste el rey llamaba a Turriano para que diera cuerda a sus relojes, acción que debía repetir al menos un par de veces a lo largo de la jornada.

También quiso contar en sus últimos días con Enrique Van der-Hesen, su cervecero de cámara en Flandes, y mandó construir una factoría cervecera para fabricarla en Yuste bajo su mano maestra

Seguían las obras de su nueva morada, parecían no acabar nunca. Había encargado su supervisión a fray Juan de Ortega, religioso ilustrado amante de la paz y de las letras, al que se tenía por autor de “El Lazarillo de Tormes” porque se encontró en su celda, a su muerte, un borrador de esta obra de su puño y letra, creyendo todos por ello que la habría escrito en su época de estudiante en Salamanca. Contaba el afable monje con el favor de Carlos V, a pesar de haber renunciado a un obispado en Indias que le ofreció en el pasado.

Por fin llegó el día de abandonar la hospitalidad de los condes de Oropesa y emprender camino hacia Cuacos de Yuste, y el 3 de Febrero de 1557 sobre las cinco de la tarde llego la comitiva al monasterio, donde fue recibida por los monjes con las campanas al vuelo, la iglesia iluminada, y el canto del “Te-Deum”. Salieron a recibirla acompañados de la Cruz, eran treinta y ocho religiosos, incluidos el prior y el vicario, a los que pidió el rey que a partir de este, el día de su llegada, dijeran cuatro misas diarias y que estas fueran ofrecidas por el alma de su padre, el de su madre, el de su adorada esposa Isabel de Portugal y por la suya propia.

Antes de salir de Jarandilla había regalado todos sus caballos, ya no iba necesitarlos, quedándose para su uso con tan sólo uno tan viejo como él.

Según fray José de Sigüenza, historiador de la orden jerónima, desde el mismo momento de su llegada empezó a llevar una vida metódica y recogida intentando con ello que no le turbaran ni la política ni los negocios, y asistido en su oraciones por su confesor Juan de Regla.

Pasaba largas tardes en un clima de tranquilidad, sentado en su célebre silla diseñada para mitigar los dolores que sufría en su pierna derecha enferma de gota. Gustaba de contemplar desde la ventana aquel maravilloso valle de nogales, almendros y cerezos.

Con el invierno reaparecían sus arraigadas dolencias. Previniéndose del frio que asolaba al monasterio en invierno por la cercanía de las montañas de Gredos, había hecho traer una gran estufa desde Alemania e instalarla en las estancias imperiales, y aun así sufría de fuertes dolores articulares y accesos de gota, estos últimos provocados no tanto por el frío y más por su pasión por la comida y por las lisonjas y golosinas que seguía recibiendo desde todos los puntos de España. Estos ataques le hacían escuchar misa postrado en su alcoba las más de las veces.

Cumplido el primer año en su nueva morada, quiso su majestad celebrar el aniversario de su estancia en el monasterio y con ello también su profesión, y a sugerencia del caballero Morón, su guardarropas, dispuso practicar una ceremonia de recibimiento en la orden como nuevo profeso, con procesión, sermón en el cual se le explicarían cual serían sus obligaciones como religioso, y banquete posterior de cabrito, perdices y truchas para los monjes. Estos para honrar a tan elevado nuevo miembro de su orden, abrieron desde aquel momento un registro de profesos que encabezaron con esta frase:

«A la eterna memoria de este ilustre monarca y poderoso rey, y a fin de que los futuros religiosos puedan gloriarse de ver inscriptos sus nombres y profesiones a continuación del nombre de este glorioso príncipe»

Vivió el emperador en sus últimos día también desde el monasterio y con profundo dolor la muerte de su hermana Leonor, reina viuda de Portugal y de Francia en 1558, mitigado solamente por las visitas de su otra hermana María, reina viuda de Hungría, y de su joven hijo Juan de Austria, apodado Jeromín, fruto de su relación con su última amante Bárbara Blomberg.

A pesar de que se pretendía mantener la filiación del infante en secreto, su gran parecido con su padre el emperador lo delataba. Había decidido el rey dejarlo bajo la tutela de Magdalena de Ulloa, mujer de su mayordomo Luis de Quijada, que lo informaba de los progresos del joven, más decantado por las armas que por las letras. Tendría ocasión de demostrar su destreza con ellas en la Batalla de Lepanto en 1571.

Quiso reconocer el rey al joven al final de sus días en su testamento, y por ello redactó un codicilo en 1558, poco antes de su muerte, en el que manifestaba, no sin cierto enrevesamiento, que su hijo natural llamado Jerónimo pasaba desde ese momento a ser reconocido como su hijo legítimo, y por lo tanto a alcanzar la nobleza de infante y a ser tratado como tal bajo el nombre de Juan de Austria, pidiéndole después al mayordomo que se trasladasen a vivir a Cuacos de Yuste, para tenerlo más cerca.

Seguía deteriorándose implacablemente la salud de Carlos V, sus dolores se habían vuelto crónicos y todo ello se agravaba con una reciente herida en el dedo de desconocida procedencia que le impedía escribir.

El 31 de agosto quiso comer fuera, frente a la alberca y debió tener un presentimiento de su muerte porque fray Hernando del Corral, monje jerónimo del monasterio y testigo presencial del momento, enunció las palabras pronunciadas por el emperador y a tal tenor manifestó:

“Le dio gana a Su Magestad de salirse a la plaça de su aposento que mira al occidente, adonde está el relox que hiço Janelo [Turriano] y la fuente de una pieça. Y estando allí sentado en una silla, mandó traer el retrato de la emperatriz; y aviéndole mirado un poco, mandó también traer él de la «Oración del Huerto», y estuvo mirando y contemplando en él grande rato. Ultimamente mandó traer el del «Juizio [Final]», y estándole mirando, bolvió el rostro al médico Mathisio y díjole, extremeciéndosele el cuerpo: «Malo me siento, doctor.”

A partir de ese almuerzo empezó el rey a debatirse entre fiebres, vómitos, fuertes dolores de cabeza y delirios sin que ningún médico pudiera identificar su origen. Lo cierto es que la causa de su muerte no se ha sabido hasta el 2004, cuando un equipo médico de Barcelona hizo pruebas clínicas a la falange cortada de un dedo de la mano izquierda del monarca, concluyendo que contenía, además de innumerables cristales de ácido úrico producto de la gota, grandes cantidades del parásito del paludismo. Se llegaron a detectar dos generaciones de parásitos, lo que pone de manifiesto que Carlos V habría muerto por una dosis doble de Plasmodium falciparum malaria.

Ese estanque que tantas horas de paz y sosiego le había proporcionado en sus últimos días, fue probablemente también el caldo de cultivo perfecto para el mosquito anófeles, cuya picadura de uno infectado le provocó la muerte por malaria a la edad de 58 años.

El 21 de septiembre de 1558, día en que murió su majestad, su fiel mayordomo Luis de Quijada, a su servicio durante treinta y siete años, mientras invitaba a Jeromín a entrar en la estancia donde se velaba a su difunto padre, pronunció estas sentidas palabras que perfilan bien el alma del fallecido monarca:

“Mi señor esta en el cielo porque, a mi parecer, no he visto hombre en mi vida acordarse más de Dios.”

Y probablemente Carlos V hablase con el Creador en español, no hemos de olvidar la célebre frase tantas veces pronunciada por su majestad:

“Hablo español con Dios, italiano con las mujeres, francés con los hombres y alemán con mi caballo.”



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