EL HOMBRE QUE LO SABÍA TODO
Uno de los personajes más singulares del Renacimiento es este extremeño nacido en Fregenal de la Sierra (Badajoz) en el seno de una familia de hijosdalgo. Su padre fue notario de la Inquisición, pero fue su padrino rico el que se implicó en su futuro lo que le permitió realizar estudios de calidad con extraordinarios resultados.
A los catorce años ya había escrito su primer trabajo científico sobre la correspondencia de las antiguas monedas castellanas, y a los dieciocho ingresa en la Universidad de Sevilla donde permanecerá casi tres años cursando estudios de Artes y Filosofía, trasladándose en 1548 a la Universidad de Alcalá de Henares para estudiar Teología y ampliar sus conocimientos de medicina y lenguas clásicas, latín y griego, y semíticas, árabe, hebreo y sirio, en las que consiguió convertirse en un verdadero experto.
Finalizados sus estudios en 1560 y precedido de una fama más que ganada de buen escritor y mejor filósofo, ingresa como sacerdote en las filas de la Orden de Santiago, tomando el hábito en el Convento de San Marcos de León, y dos años más tarde, avalado por el obispo Martín Pérez de Ayala, pasa a formar parte de la delegación española que habría de participar en el Concilio de Trento en el que con dos ovacionados discursos, uno sobre el divorcio y el otro sobre la comunión bajo las dos especies, logró llamar la atención de “el rey Prudente”, que quiso contar con este erudito y docto hombre de ciencia y humanidades para su causa.
De temperamento apacible, espíritu humanista y personalidad asceta, compleja y escurridiza pero tremendamente hábil para la diplomacia, Arias Montano es un personaje desconocido para el gran público y sin embargo una figura relevante y portentosamente erudita en la España renacentista de Felipe II, con el que mantiene la similitud de haber nacido y muerto en los mismos años, 1527 y 1598.
Su coetáneo monarca lo nombró su capellán y lo envía en 1568 a los Países Bajos para dirigir los trabajos filológicos relacionados con la Biblia Políglota de Amberes, considerada el Quinto Evangelio y conocida también como Biblia Regia, para indicar que fue el rey español, que también lo era de Flandes, quien asumió el reto editorial.
Descomunal y laboriosa fue la labor de traducción a cinco lenguas, dos clásicas y tres semíticas, que hubo de realizarse. Bien sabía el rey que sólo un sabio como el afable Benito podía acometer semejante empresa con éxito.
En un principio el impresor francés del texto sagrado Cristóbal Platino mostró cierta reticencia ante la presencia del extremeño en Amberes por entenderlo espía e inquisidor del monarca español, considerado un católico ortodoxo, sin embargo su sabiduría sin límite, su simpatía y su amplitud de miras obtuvieron como recompensa el reconocimiento del editor y del grupo de biblistas dedicados “en cuerpo y alma” a la traducción del texto sagrado, que llegaron a considerarlo un líder querido y admirado. A todo ello también contribuyó la manifiesta simpatía que Arias Montano mostró por una sociedad secreta, considerada secta por algunos, conocida por el nombre de “Familia Charitatis”, o “La Familia del Amor”, de la que Platino era miembro destacado.
Las innovaciones introducidas en esta Biblia Políglota de Amberes con respecto a la Biblia Políglota Complutense, financiada por el Cardenal Cisneros e impresa por Armao Gillén de Brocar, provocaron los recelos de la Inquisición y la denuncia de León de Castro, catedrático de Retórica de la Universidad de Salamanca, que siempre tuvo mucha ojeriza a Montano probablemente por envidia.
Ya finalizada la ingente obra de ocho gruesos volúmenes y editada en 1572, recibe Montano, estando en Flandes, una carta del soberano español en la que le pide que vuelva a España porque quiere asignarle un nuevo “encargo”; reordenar y clasificar la biblioteca de su Monasterio de El Escorial, y lo hace en los siguientes términos:
“Desde agora tengo aplicados los seis mil escudos que se le prestan para que como se vayan cobrando dél se vayan empleando en libros para el monasterio de Sanct Lorenzo el Real de la Orden de Sanct Hierónymo, que yo hago edificar cerca del Escurial como sabéis; y ansí habéis de ir advertido desde mi fin e intención para que conforme a ella hagáis diligencia de recoger todos los libros exquisitos, ansí impresos como de mano, que vos como quien también lo entiende viéredes que serán convenientes para los traer y poner en la librería del dicho mi monasterio, porque ésta es una de las principales riquezas que yo querría dexar a los religiosos que en él hubieren de residir, como la más útil y necesaria, y por eso he mandado también a D. Francés de Alava mi embajador en Francia, que procure de haber los mejores libros que pudiere aquel reyno, y vos habéis de tener diligencia con él sobre esto.”
(Rekers 1973: 198).
Como queda reflejado en esta carta, confiaba el rey en el buen criterio y la inteligencia rectora del que habría de ser su nuevo librero y por ello lo nombró primer bibliotecario real, algo parecido a lo que hoy sería director de la Biblioteca Nacional, cargo en el que permanecería durante diez fructíferos y beneficiosos años en los que la biblioteca palatina no hizo más que crecer y enriquecerse.
Estos años le dieron la oportunidad a Arias Montano de demostrar que era un gran estudioso y conocedor de los libros más heterodoxos y extraños, que con esmero se encargó de recopilar y poner a buen recaudo en esta egregia biblioteca de colosales medidas y larga bóveda de cañón decorada con multitud de frescos representando las siete artes liberales: Retórica, Dialéctica, Música, Gramática, Aritmética, Geometría y Astrología.
Diseñada por Juan de Herrera, es esta sala una gran nave de cincuenta y cuatro metros de largo, nueve de ancho y diez de alto, con suelo y paredes de mármol e inmensas y ricamente trabajadas estanterías. No hemos de olvidar que esta estancia y su conjunto estaban concebidos como un himno de gracia al Creador y tenían como objetivo el estudio de las ciencias humanas buscando la unidad entre la Razón y la Fe.
A primera vista pudiera parecer contradictorio que un monarca declarado firme defensor de la fe católica como era Felipe II pudiera ser un apasionado de la alquimia, las ciencias esotéricas y los cábalas, prácticas condenadas por la propia doctrina de la Iglesia, y sin embargo hacia el año 1580 empezaron a reunirse en palacio lo que se conoció como “el círculo esotérico del Escorial”, del que formaron parte reconocidos alquimistas, astrólogos, hermetistas, cabalistas del momento y como no, Juan de Herrera y nuestro extremeño Arias Montano.
Parece ser que el soberano desde su juventud había manifestado su deseo de poner en marcha el proyecto de construir un palacio inspirado en el bíblico Templo de Salomón, cuyos planos habían sido entregados por el Todopoderoso a David, y de ahí que en los torreones y tejados del Real Monasterio predominen los triángulos y círculos representativos de Dios y la inmortalidad. No en vano frey José Sigüenza, su consejero y prior, y también el de su padre el emperador Carlos V, afirmó en sus memorias con rotundidad que Felipe II fue considerado “el segundo Salomón” de su época. Cuentan las afiladas lenguas del momento que hizo instalar en uno de los torreones del Real Monasterio un laboratorio dotado con los mejores medios e instrumentos de alquimia de la época, y que una de tantas prácticas exotéricas realizadas en él provocó una gran explosión con algunas visibles consecuencias. ¡Cayó un rayo en una torre del monasterio! exclamaron los biempensantes lugareños.
Pero volviendo a las labores de Arias Montano como bibliotecario mayor del Reino, “el rey Prudente” le asignó labores de clasificación, catalogación y elaboración de un inventario de los volúmenes existentes y la conveniente recolocación y expurgación de los volúmenes duplicados del fondo bibliográfico escurialense. Así, con plenos poderes y amplio presupuesto para la adquisión de nuevos volúmenes, pasó la ya magnífica biblioteca de cuatro mil volúmenes a triplicarse en sólo siete meses en los que se adquirieron ejemplares de archivos catedralicios y de librerías monacales. Es el caso de la biblioteca de Diego Hurtado de Mendoza, diplomático y poeta perteneciente a la alta nobleza, que tenía fama de ser la mejor de España ya que contaba con más de 800 manuscritos y 1000 volúmenes impresos. Adquirió también con gran acierto exquisitos fondos abandonados en embajadas de España en Italia, tal es el caso de las de Venecia, Roma, Milán o Siena.
Encargo el librero extremeño a sus ayudas que estuvieran atentos al devenir de privadas bibliotecas en ruinas o apunto de desmoronarse, y también vigilantes para poder rescatar del implacable criterio del Santo Oficio aquellos libros condenados a la hoguera por considerarlos heréticos. Se dice que las magníficas estanterías de la biblioteca del Escorial atesoran ciento treinta y nueve libros prohibidos de incalculable valor que fueron rescatados a tiempo de las llamas, y que para que estuvieran convenientemente camuflados entre los demás volúmenes fueron colocados todos con el lomo hacia adentro, ¡para que respiren las hojas de tan magníficas obras!, repitieron todos en palacio.
Para que esto fuera posible pasaron los más de cuarenta mil libros con los que ya contaba la biblioteca por un proceso de batido y aplicación de pan de oro en el canto, obteniendo con ello un efecto de armonía y semejanza en las estanterías que conseguía que cualquier título comprometedor pudiera pasar desapercibido; no así para nuestro minucioso librero que había hecho una exhaustiva labor de catalogación, recogida en anaqueles y múltiples ficheros, que le permitía saber el lugar exacto de cualquier obra. Había diseñado junto con el Padre Sigüenza un sistema de signatura que permitía establecer la situación exacta de cada libro. Esta constaba de tres signos: una letra alfabética que determinaba la estantería, una cifra romana que indicaba la balda, y finalmente una cifra arábiga que señalaba la posición exacta de la obra.
A pesar de su discreción, no pasó desapercibida para la Inquisición su callada labor de salvación de libros heréticos ya condenados y ¡cómo no!, esto provocó el enojo del Inquisidor General que lo puso de nuevo en el punto de mira, viéndose obligado Felipe II a intervenir enérgicamente para proteger a su librero.
Siguió el fiel Montano año tras año con delectación engrosando la ya magnífica y descomunal colección de la Real Biblioteca con volúmenes escritos en todas las lenguas. Últimamente había adquirido las bibliotecas de Gonzalo Pérez y Juan Páez de Castro, ambos secretarios del rey, nutridas con numerosos libros y manuscritos de diversa procedencia. También rescató algunos fondos importantes de la Capilla Real de Granada, entre otros algunos breviarios y libros de horas de la Reina Isabel la Católica. Empezaba a hablarse de este fondo bibliográfico como el más importante de Europa junto con el del Vaticano, pudiendo afirmarse con rotundidad que la biblioteca del Real Monasterio del Escorial era el único lugar de España donde se podía leer con absoluta libertad cualquier libro por muy pernicioso que para la fe fuera.
Volvía a ponerse de manifiesto el buen hacer del bibliotecario Montano porque también tenía dotes comerciales y supo sacar un buen precio a los volúmenes adquiridos no sólo en España, también en Flandes donde era asesorado por su buen amigo Cristóbal Platino. Supo alternar esta tarea con labores de escritura y publicación de sus obras y con la de impartir clases a los jóvenes jerónimos del monasterio.
Y pasaron los años, diez para ser exactos, y entre tanto “quehacer” empezaba el dócil Benito a no poder dominar ese sentimiento de añoranza que le provocaba últimamente el recuerdo de su adorada Sierra de Aracena, en donde se imaginaba escribiendo poesía al amor de la lumbre en su austera pero confortable casona de piedra. Allí quería retirarse y ya no sabía cómo hacerle entender a su rey, que no quería ni oír hablar de ello, que su tiempo como librero estaba tocando a su fin.
Recordaba con nostalgia su biblioteca personal de la que había cedido algún volumen a la escurialense. Quería dedicar tiempo a su pequeño fondo librario porque era una parte muy importante de él mismo y de su mundo interior, además de una fuente inagotable de inspiración para sus escritos, y aunque era infinitamente más modesta que la del Real Monasterio, el también extremeño profesor Rodríguez Moñino nos habla de ella como un exquisito fondo montaniano con gran cantidad de ediciones raras y volúmenes miniados e iluminados, libros en innumerables idiomas, varias Biblias, libros en Romance y en Toscano, epistolarios y un Enchiridion de los Salmos. Enumera también libros de matemáticas, teología, filosofía y poesía, de las obras de Cicerón o de la Historia Natural de Plinio y destaca un buen número de obras de los Padres de la Iglesia: cinco tomos de las Obras de San Juan Crisóstomo, siete de las Obras de San Jerónimo, un volumen de San Basilio y otro de san Cipriano.
No sabía el bueno de Montano cómo hacer comprender al monarca que, aunque siempre se había sentido muy honrado por el privilegio otorgado de vivir tantos años rodeado de incunables de incalculable valor, ahora se empezaba a sentir encerrado en una jaula de oro y su alma anhelaba un poco de austeridad y recogimiento.
Se retiró a Sevilla renunciando a todos los cargos y privilegios de los que había gozado hasta el momento, y de ahí partió a Huelva.
Murió austeramente como vivió, en 1598, este coloso del Siglo de Oro Español definido por Menéndez Pelayo como “sabio humanista y dulcísimo poeta”.
Me apasiona la figura de este descomunal y desconocido erudito extremeño, bibliófilo empedernido y apasionado curador de libros desde su continente hasta su contenido, pasión que con infinita modestia comparto no sólo coleccionando, también reencuadernando y restaurando volúmenes para mí y mis allegados.
Quién me conoce lo sabe.