viernes, 27 de diciembre de 2024

BENITO ARIAS MONTANO "EL LIBRERO DE EL ESCORIAL”


EL HOMBRE QUE LO SABÍA TODO


Uno de los personajes más singulares del Renacimiento es este extremeño nacido en Fregenal de la Sierra (Badajoz) en el seno de una familia de hijosdalgo. Su padre fue notario de la Inquisición, pero fue su padrino rico el que se implicó en su futuro lo que le permitió realizar estudios de calidad con extraordinarios resultados.


A los catorce años ya había escrito su primer trabajo científico sobre la correspondencia de las antiguas monedas castellanas, y a los dieciocho ingresa en la Universidad de Sevilla donde permanecerá casi tres años cursando estudios de Artes y Filosofía, trasladándose en 1548 a la Universidad de Alcalá de Henares para estudiar Teología y ampliar sus conocimientos de medicina y lenguas clásicas, latín y griego, y semíticas, árabe, hebreo y sirio, en las que consiguió convertirse en un verdadero experto.

Finalizados sus estudios en 1560 y precedido de una fama más que ganada de buen escritor y mejor filósofo, ingresa como sacerdote en las filas de la Orden de Santiago, tomando el hábito en el Convento de San Marcos de León, y dos años más tarde, avalado por el obispo Martín Pérez de Ayala, pasa a formar parte de la delegación española que habría de participar en el Concilio de Trento en el que con dos ovacionados discursos, uno sobre el divorcio y el otro sobre la comunión bajo las dos especies, logró llamar la atención de “el rey Prudente”, que quiso contar con este erudito y docto hombre de ciencia y humanidades para su causa.

De temperamento apacible, espíritu humanista y personalidad asceta, compleja y escurridiza pero tremendamente hábil para la diplomacia, Arias Montano es un personaje desconocido para el gran público y sin embargo una figura relevante y portentosamente erudita en la España renacentista de Felipe II, con el que mantiene la similitud de haber nacido y muerto en los mismos años, 1527 y 1598.

Su coetáneo monarca lo nombró su capellán y lo envía en 1568 a los Países Bajos para dirigir los trabajos filológicos relacionados con la Biblia Políglota de Amberes, considerada el Quinto Evangelio y conocida también como Biblia Regia, para indicar que fue el rey español, que también lo era de Flandes, quien asumió el reto editorial.

Descomunal y laboriosa fue la labor de traducción a cinco lenguas, dos clásicas y tres semíticas, que hubo de realizarse. Bien sabía el rey que sólo un sabio como el afable Benito podía acometer semejante empresa con éxito.

En un principio el impresor francés del texto sagrado Cristóbal Platino mostró cierta reticencia ante la presencia del extremeño en Amberes por entenderlo espía e inquisidor del monarca español, considerado un católico ortodoxo, sin embargo su sabiduría sin límite, su simpatía y su amplitud de miras obtuvieron como recompensa el reconocimiento del editor y del grupo de biblistas dedicados “en cuerpo y alma” a la traducción del texto sagrado, que llegaron a considerarlo un líder querido y admirado. A todo ello también contribuyó la manifiesta simpatía que Arias Montano mostró por una sociedad secreta, considerada secta por algunos, conocida por el nombre de “Familia Charitatis”, o “La Familia del Amor”, de la que Platino era miembro destacado.

Las innovaciones introducidas en esta Biblia Políglota de Amberes con respecto a la Biblia Políglota Complutense, financiada por el Cardenal Cisneros e impresa por Armao Gillén de Brocar, provocaron los recelos de la Inquisición y la denuncia de León de Castro, catedrático de Retórica de la Universidad de Salamanca, que siempre tuvo mucha ojeriza a Montano probablemente por envidia.

Ya finalizada la ingente obra de ocho gruesos volúmenes y editada en 1572, recibe Montano, estando en Flandes, una carta del soberano español en la que le pide que vuelva a España porque quiere asignarle un nuevo “encargo”; reordenar y clasificar la biblioteca de su Monasterio de El Escorial, y lo hace en los siguientes términos:

“Desde agora tengo aplicados los seis mil escudos que se le prestan para que como se vayan cobrando dél se vayan empleando en libros para el monasterio de Sanct Lorenzo el Real de la Orden de Sanct Hierónymo, que yo hago edificar cerca del Escurial como sabéis; y ansí habéis de ir advertido desde mi fin e intención para que conforme a ella hagáis diligencia de recoger todos los libros exquisitos, ansí impresos como de mano, que vos como quien también lo entiende viéredes que serán convenientes para los traer y poner en la librería del dicho mi monasterio, porque ésta es una de las principales riquezas que yo querría dexar a los religiosos que en él hubieren de residir, como la más útil y necesaria, y por eso he mandado también a D. Francés de Alava mi embajador en Francia, que procure de haber los mejores libros que pudiere aquel reyno, y vos habéis de tener diligencia con él sobre esto.”

(Rekers 1973: 198).

Como queda reflejado en esta carta, confiaba el rey en el buen criterio y la inteligencia rectora del que habría de ser su nuevo librero y por ello lo nombró primer bibliotecario real, algo parecido a lo que hoy sería director de la Biblioteca Nacional, cargo en el que permanecería durante diez fructíferos y beneficiosos años en los que la biblioteca palatina no hizo más que crecer y enriquecerse.

Estos años le dieron la oportunidad a Arias Montano de demostrar que era un gran estudioso y conocedor de los libros más heterodoxos y extraños, que con esmero se encargó de recopilar y poner a buen recaudo en esta egregia biblioteca de colosales medidas y larga bóveda de cañón decorada con multitud de frescos representando las siete artes liberales: Retórica, Dialéctica, Música, Gramática, Aritmética, Geometría y Astrología.

Diseñada por Juan de Herrera, es esta sala una gran nave de cincuenta y cuatro metros de largo, nueve de ancho y diez de alto, con suelo y paredes de mármol e inmensas y ricamente trabajadas estanterías. No hemos de olvidar que esta estancia y su conjunto estaban concebidos como un himno de gracia al Creador y tenían como objetivo el estudio de las ciencias humanas buscando la unidad entre la Razón y la Fe.

A primera vista pudiera parecer contradictorio que un monarca declarado firme defensor de la fe católica como era Felipe II pudiera ser un apasionado de la alquimia, las ciencias esotéricas y los cábalas, prácticas condenadas por la propia doctrina de la Iglesia, y sin embargo hacia el año 1580 empezaron a reunirse en palacio lo que se conoció como “el círculo esotérico del Escorial”, del que formaron parte reconocidos alquimistas, astrólogos, hermetistas, cabalistas del momento y como no, Juan de Herrera y nuestro extremeño Arias Montano.

Parece ser que el soberano desde su juventud había manifestado su deseo de poner en marcha el proyecto de construir un palacio inspirado en el bíblico Templo de Salomón, cuyos planos habían sido entregados por el Todopoderoso a David, y de ahí que en los torreones y tejados del Real Monasterio predominen los triángulos y círculos representativos de Dios y la inmortalidad. No en vano frey José Sigüenza, su consejero y prior, y también el de su padre el emperador Carlos V, afirmó en sus memorias con rotundidad que Felipe II fue considerado “el segundo Salomón” de su época. Cuentan las afiladas lenguas del momento que hizo instalar en uno de los torreones del Real Monasterio un laboratorio dotado con los mejores medios e instrumentos de alquimia de la época, y que una de tantas prácticas exotéricas realizadas en él provocó una gran explosión con algunas visibles consecuencias. ¡Cayó un rayo en una torre del monasterio! exclamaron los biempensantes lugareños.

Pero volviendo a las labores de Arias Montano como bibliotecario mayor del Reino, “el rey Prudente” le asignó labores de clasificación, catalogación y elaboración de un inventario de los volúmenes existentes y la conveniente recolocación y expurgación de los volúmenes duplicados del fondo bibliográfico escurialense. Así, con plenos poderes y amplio presupuesto para la adquisión de nuevos volúmenes, pasó la ya magnífica biblioteca de cuatro mil volúmenes a triplicarse en sólo siete meses en los que se adquirieron ejemplares de archivos catedralicios y de librerías monacales. Es el caso de la biblioteca de Diego Hurtado de Mendoza, diplomático y poeta perteneciente a la alta nobleza, que tenía fama de ser la mejor de España ya que contaba con más de 800 manuscritos y 1000 volúmenes impresos. Adquirió también con gran acierto exquisitos fondos abandonados en embajadas de España en Italia, tal es el caso de las de Venecia, Roma, Milán o Siena.

Encargo el librero extremeño a sus ayudas que estuvieran atentos al devenir de privadas bibliotecas en ruinas o apunto de desmoronarse, y también vigilantes para poder rescatar del implacable criterio del Santo Oficio aquellos libros condenados a la hoguera por considerarlos heréticos. Se dice que las magníficas estanterías de la biblioteca del Escorial atesoran ciento treinta y nueve libros prohibidos de incalculable valor que fueron rescatados a tiempo de las llamas, y que para que estuvieran convenientemente camuflados entre los demás volúmenes fueron colocados todos con el lomo hacia adentro, ¡para que respiren las hojas de tan magníficas obras!, repitieron todos en palacio.

Para que esto fuera posible pasaron los más de cuarenta mil libros con los que ya contaba la biblioteca por un proceso de batido y aplicación de pan de oro en el canto, obteniendo con ello un efecto de armonía y semejanza en las estanterías que conseguía que cualquier título comprometedor pudiera pasar desapercibido; no así para nuestro minucioso librero que había hecho una exhaustiva labor de catalogación, recogida en anaqueles y múltiples ficheros, que le permitía saber el lugar exacto de cualquier obra. Había diseñado junto con el Padre Sigüenza un sistema de signatura que permitía establecer la situación exacta de cada libro. Esta constaba de tres signos: una letra alfabética que determinaba la estantería, una cifra romana que indicaba la balda, y finalmente una cifra arábiga que señalaba la posición exacta de la obra.

A pesar de su discreción, no pasó desapercibida para la Inquisición su callada labor de salvación de libros heréticos ya condenados y ¡cómo no!, esto provocó el enojo del Inquisidor General que lo puso de nuevo en el punto de mira, viéndose obligado Felipe II a intervenir enérgicamente para proteger a su librero.

Siguió el fiel Montano año tras año con delectación engrosando la ya magnífica y descomunal colección de la Real Biblioteca con volúmenes escritos en todas las lenguas. Últimamente había adquirido las bibliotecas de Gonzalo Pérez y Juan Páez de Castro, ambos secretarios del rey, nutridas con numerosos libros y manuscritos de diversa procedencia. También rescató algunos fondos importantes de la Capilla Real de Granada, entre otros algunos breviarios y libros de horas de la Reina Isabel la Católica. Empezaba a hablarse de este fondo bibliográfico como el más importante de Europa junto con el del Vaticano, pudiendo afirmarse con rotundidad que la biblioteca del Real Monasterio del Escorial era el único lugar de España donde se podía leer con absoluta libertad cualquier libro por muy pernicioso que para la fe fuera.

Volvía a ponerse de manifiesto el buen hacer del bibliotecario Montano porque también tenía dotes comerciales y supo sacar un buen precio a los volúmenes adquiridos no sólo en España, también en Flandes donde era asesorado por su buen amigo Cristóbal Platino. Supo alternar esta tarea con labores de escritura y publicación de sus obras y con la de impartir clases a los jóvenes jerónimos del monasterio.

Y pasaron los años, diez para ser exactos, y entre tanto “quehacer” empezaba el dócil Benito a no poder dominar ese sentimiento de añoranza que le provocaba últimamente el recuerdo de su adorada Sierra de Aracena, en donde se imaginaba escribiendo poesía al amor de la lumbre en su austera pero confortable casona de piedra. Allí quería retirarse y ya no sabía cómo hacerle entender a su rey, que no quería ni oír hablar de ello, que su tiempo como librero estaba tocando a su fin.

Recordaba con nostalgia su biblioteca personal de la que había cedido algún volumen a la escurialense. Quería dedicar tiempo a su pequeño fondo librario porque era una parte muy importante de él mismo y de su mundo interior, además de una fuente inagotable de inspiración para sus escritos, y aunque era infinitamente más modesta que la del Real Monasterio, el también extremeño profesor Rodríguez Moñino nos habla de ella como un exquisito fondo montaniano con gran cantidad de ediciones raras y volúmenes miniados e iluminados, libros en innumerables idiomas, varias Biblias, libros en Romance y en Toscano, epistolarios y un Enchiridion de los Salmos. Enumera también libros de matemáticas, teología, filosofía y poesía, de las obras de Cicerón o de la Historia Natural de Plinio y destaca un buen número de obras de los Padres de la Iglesia: cinco tomos de las Obras de San Juan Crisóstomo, siete de las Obras de San Jerónimo, un volumen de San Basilio y otro de san Cipriano.

No sabía el bueno de Montano cómo hacer comprender al monarca que, aunque siempre se había sentido muy honrado por el privilegio otorgado de vivir tantos años rodeado de incunables de incalculable valor, ahora se empezaba a sentir encerrado en una jaula de oro y su alma anhelaba un poco de austeridad y recogimiento.

Se retiró a Sevilla renunciando a todos los cargos y privilegios de los que había gozado hasta el momento, y de ahí partió a Huelva.

Murió austeramente como vivió, en 1598, este coloso del Siglo de Oro Español definido por Menéndez Pelayo como “sabio humanista y dulcísimo poeta”.

Me apasiona la figura de este descomunal y desconocido erudito extremeño, bibliófilo empedernido y apasionado curador de libros desde su continente hasta su contenido, pasión que con infinita modestia comparto no sólo coleccionando, también reencuadernando y restaurando volúmenes para mí y mis allegados.

Quién me conoce lo sabe.

miércoles, 4 de diciembre de 2024


 LUISA ISABEL DE ORLEANS “UNA REINA LOCA EN UN REINADO EFÍMERO”



UN TRASTORNO LÍMITE DE LA PERSONALIDAD NO DIAGNOSTICADO



Todos conocemos en mayor o menor medida el árbol genealógico de la monarquía española, sobre todo a partir de Felipe V por ser el primer soberano Borbón, casa real a la que también pertenece el actual monarca Felipe VI. De hecho, el actual soberano español pertenece a la rama de los Borbón y Borbón por casarse su antepasado Fernando VII en cuartas nupcias con  Cristina de Borbón, y posteriormente su abuelo el Conde de Barcelona con María Mercedes de Borbón y Orleans. Pero quizás sea menos conocido el hecho de que hubo un rey Borbón que apenas reinó 229 días.


En efecto se trata de Luís, hijo de Felipe V y de su primera esposa María Luisa Gabriela de Saboya, que ascendería efímeramente al trono español como Luís I.

La tendencia a la depresión del primer rey Borbón, que ascendió al sitial tras la muerte sin descendencia del último de los Austria el rey Carlos II conocido por “el Hechizado”, lo llevó a plantearse su renuncia al trono español en favor de su hijo Luis, príncipe de Asturias.

Parece ser que Felipe, duque de Anjou, albergara la ilusión de ser rey de Francia, corona a la que podría aspirar por ser nieto de Luís XIV conocido como “ el rey Sol”, pero lo cierto y verdad es que debía dejar resuelto todos los asuntos concernientes a la monarquía española antes de plantearse el ascenso al trono francés, por lo que abdicó en su hijo Luis después de verlo convenientemente casado con Luisa Isabel de Orleans que era hija del regente de Francia, Luís Felipe de Orleans, sobrina nieta del rey Luís XIV por parte de padre y nieta de este por parte de madre. De nuevo la endogamia volvía a hacer acto de presencia en la monarquía europea y por ende en la española.

Nuestra aspirante al trono español y futura reina consorte era una mujer atractiva, pero de pésima educación. Se había criado en un ambiente de depravación y libertinaje al lado de su padre lo que había llevado a verbalizar a su abuela la demoledora frase de —Es la persona más desagradable con la que me he topado en mi vida. —

Cuando llegó a España con doce años apenas sabía leer ni escribir, se presentaba sucia, su comportamiento en la mesa era grosero, vestía impúdicamente, trepaba a los árboles y ventoseaba en público sin un mínimo recato.

En su viaje desde el vecino país francés fue acompañada por el embajador extraordinario de Versalles Saint Simón, que quiso asegurarse de que llegaba a Madrid sana y salva. Una vez concluida su misión fue despedido por Luisa Isabel con tres sonoros eructos. ¡Apuntaba maneras la futura reina!

Un detalle que asombró a los discretos funcionarios de la Corte, encargados de gestionar el papeleo para desposar a los novios, fue que la princesa de Orleans no había sido bautizada ni había recibido la primera comunión por lo que hubo que celebrar los dos sacramentos deprisa y corriendo en el mismo día, procurando dar poco pábulo a tanta dejadez. No era la madrileña sociedad que permitiera tanta relajación en las formas, por mucho que viniera de una futura reina.

El rey Felipe ante el incalificable comportamiento de su futura nuera optó por casarlos cuanto antes, no quería arriesgarse a que tan inconsistente relación fuera a acabar en nada porque esos truncaba su alianza y planes de futuro con Francia, así que mandó organizar una grotesca ceremonia nupcial entre dos niños de doce y catorce años que, como era costumbre y mandaba el protocolo, se vieron obligados a encamarse nada más finalizada esta ante los expectantes ojos de la Corte que los condujo hasta el dormitorio y los introdujo en el lecho, esperando que allí pasase algo más que el que esos dos niños se miraran largo rato desconcertados. Transcurrido un tiempo que el rey Felipe estimó suficiente mandó que corrieran los cortinajes y se retirase la concurrencia. Una vez solos el monarca ordenó que el príncipe fuese sacado del lecho y conducido a sus aposentos. Habrían de esperar los desposados hasta la primavera de 1723, algo más de dos años, para que el soberano autorizase la consumación del matrimonio.

Y mientras tanto nuestra peculiar princesa no hacía más que buscar problemas y ponerse en evidencia con su comportamiento errático y desordenado. Se negaba a usar ropa interior y se presentaba a menudo sucia y maloliente, no quería comer en la mesa, pero engullía como un animal cantidades ingentes de comida a solas que luego vomitaba por doquier. Llegó a sufrir brotes que le hacían arrancarse la ropa para utilizarla como trapos con los que limpiaba los cristales y fregaba el suelo.

La relación que mantenía con su suegra Isabel de Farnesio, segunda mujer de Felipe V y por tanto madrastra de su marido, era terrible. No estaba preparada la iracunda parmesana para aguantar la falta de educación, las actitudes y el comportamiento de su nuera y mucho menos a recibir desplantes y desaires de quien consideraba una niñata malcriada e insolente, por lo que se convirtió en su mayor y más letal enemiga. Por si todo esto fuera poco a Luisa Isabel le salían pequeños bultos en el cuello y sufría de frecuentes erupciones, detalles que celosamente habían ocultado los franceses a la familia de su marido, por lo que fue apodada por la Farnesio como “la sarnosa”. Lógicamente esto no contribuía a la paz matrimonial de los príncipes de Asturias que sufrían frecuentes crisis y desavenencias.

Pronto aquella situación fue del dominio público y tanto en Madrid como en Versalles fue la comidilla de la nobleza, y sin embargo dos sucesos vinieron a detener temporalmente el deterioro matrimonial de la joven pareja. Murió el duque de Orleans, padre de la princesa, hecho que la afligió profundamente, además el rey Felipe manifestó su intención de abdicar en su hijo Luís, que con ello se convertiría en el monarca Luis I y por tanto la princesa en reina consorte. Algunos pensaron ilusamente que su ascensión al trono y el alejamiento de este de Isabel de Farnesio harían que Luisa Isabel se moderase en su comportamiento, como era de esperar no fue así.

No podía más el nuevo monarca con la situación que creaba su mujer a diario, por lo que llegó a escribir a sus padres manifestando que — preferiría estar en galeras a vivir con una criatura que no observaba ninguna conveniencia y que no le complacía en nada.

Parece ser que la reina Luisa Isabel no pensaba más que en comer y mostrarse desnuda ante sus criados, y que por tanto no veía otra opción que encerrarla puesto que su desarreglo iba en aumento, y que a pesar de que cuando era reconvenida tenía propósitos de enmienda volvía a las andadas a lo sumo después de un par de días.

Narraba también en la carta a sus progenitores situaciones y conductas como la siguiente:

Voy a contar a VV. MM. que la Reina, cuando fue anoche a cenar, estaba tan extraordinariamente alegre que me parece que se encontraba borracha, aunque no esté muy seguro de ello. En seguida contó a La Cuadra todo lo que le había sucedido y creo con certidumbre que dicha mujer, a quien quiere mucho, le es muy perniciosa. Esta mañana ha estado en San Pablo, en «robe de chambre», ha almorzado después y se ha ido a lavar pañuelos. —

Su padre recomendó un poco de encierro para moderar la conducta de su nuera por lo que estuvo recluida en el Palacio de los Austrias, y aunque lloró su desconsuelo y prometió enmendarse, no fue sacada de su reclusión hasta dieciséis días después, tiempo que se aprovechó para determinar qué personas próximas a la reina podrían haber influido en su comportamiento para llevarla a estas conductas tan extremas. Se realizó una verdadera criba entre sus camareras y servidumbre, mandándose a sus casas a la mayor parte de ellas por considerarse que muchas de las actitudes de la reina eran consecuencia de la nefasta influencia que sobre ella ejercían.

Y en el transcurso de estas desavenencias el rey Luís enferma, aunque en un principio no se dio mucha importancia a su malestar. Fue cuando aparece una erupción por todo su cuerpo y es consumido por la fiebre cuando es diagnosticado de viruelas, determinando los médicos que será necesario sangrar al soberano. No obtuvieron mejoría alguna los males del rey con el remedio y murió en la madrugada del 31 de agosto de 1724, dejando la monarquía española en manos de una niña desequilibrada de apenas quince años que ni siquiera le había dado al rey un sucesor.

Se desata con esta muerte una verdadera lucha entre aquellos que querían la vuelta del emérito Felipe V y de su esposa Isabel de Farnesio y los que pretendían que se mantuviese firme en la abdicación. Mientras tanto la reina viuda mostraba claros síntomas de que también había contraído la enfermedad que llevó a la muerte a su marido, pero a nadie pareció importarle. Todos estaban deseando quitársela de encima. La mala relación con sus suegros le cerraba la puerta de la permanencia en Madrid, pero en Francia Luís XV tampoco tenía muchas ganas de recibirla en París.

Se llegó a plantear la posibilidad de casarla con su cuñado Fernando, que ascendería al trono después de la muerte de su padre como Fernando VI, pero el recuerdo de las excentricidades de la joven reina y la animadversión que por ella sentía su suegra Isabel de Farnesio hicieron que esta opción fuera descartada de inmediato.

El rey Felipe había retomado las riendas de la Corona y su mujer no veía el momento de deshacerse de aquella molesta joven que por desgracia parecía recuperarse de las viruelas. Ante la intransigencia de Isabel de Farnesio el rey francés tuvo que dar su brazo a torcer y comenzó la negociación para que la reina Luisa Isabel volviera a su país. Su primo Luís XV aseguró que le asignaría una renta anual acorde a su rango con la condición de que no estableciera su residencia en Paris, y los reyes de España acordaron darle en propiedad todas las joyas y regalos que su esposo le hizo durante el matrimonio. Entendían que con ello habían sido más que generosos teniendo en cuenta la poca estima que sentían por su nuera.

El 15 de Marzo de 1725 abandonaba Madrid la reina viuda camino de Vicennes donde establecería su residencia. No dejó un buen recuerdo en España, aunque fueron muchos los que supieron reconocer su firmeza en los difíciles días de la enfermedad de su marido y el hecho de permanecer incansable a su lado en sus momentos finales, aun a riesgo de contraer su enfermedad.

Ya de vuelta en Francia pareció Luisa Isabel asumir una conducta más moderada que engañó a su primo el rey francés que acabó por permitir que estableciera su residencia en París, tras dos largos años de incesante insistencia. Se le asignó como morada el Palacio de Luxemburgo y con ello volvieron las extravagancias en el comportamiento de la reina viuda esta vez poniendo en tela de juicio su reputación, y es que en el palacio entraban y salían los pajes como “Pedro por su casa”, por no decir que se había abandonado del todo cualquier atisbo de formas y etiqueta.

La situación se volvió tan insostenible que el cardenal Fleury sugirió la posibilidad de internarla en un convento —para evitar males mayores— dijo, todos intuían a qué se refería sin decirlo.

¡Dicho y hecho! La joven viuda fue recluida en el convento de las Carmelitas del faubourg Saint Germain con el consiguiente regocijo de sus suegros, que con ello ponían fin a los comentarios de las afiladas lenguas cortesanas de Madrid.

En el invierno de 1742 enfermó nuestra joven reina gravemente de hidropesía falleciendo en el junio siguiente, tenía treinta y dos años.

Dejo en su testamento instrucciones de ser enterrada sin pompa ni solemnidades en la parisina Iglesia de Saint Sulpice, no lejos de los jardines de Luxemburgo, y aunque en Madrid y Versalles se decretó luto oficial, su muerte pareció no importar a nadie.

Fue enterrada el 21 de junio olvidada de todos, bajo una lápida cuya inscripción reza: 

«Aquí yace Isabel, Reina viuda de España».











Nota de la autora: No confundir con María Luisa Isabel de Orleans, duquesa de Berry.