Es nuestro caballero probablemente nacido en Brozas en torno a 1460, pues no se tiene constancia de la fecha exacta. La suposición de que su lugar de nacimiento fue esta villa cacereña, se basa en que en aquella época su padre Diego de Ovando residía allí con su mujer Isabel Flores de las Varillas, dama de la reina Isabel I de Castilla e hija de Rodrigo Flores de las Varillas Ey de su esposa María Esteban Tejado de Paredes, perteneciendo, por esto, a uno de los antiguos linajes junto con los Bravo, los Paredes, los Lizaur o los Orive Salazar, que se asentaron en este pueblo durante los siglos XIII, XIV y XV, haciendo, con ello que creciera notablemente esta villa en vecinos ilustres y casas nobles.
Fue Nicolás el segundo de los seis hijos del Capitán Ovando, junto con Diego, Hernando, Rodrigo y María nacidos del matrimonio con Isabel, y con Francisco nacido del matrimonio con Catalina, fallecida Isabel en 1454.
Apuesto, de porte aristocrático, piel muy blanca, ojos azules y cabello rojizo el joven Nicolás desde muy joven, y debido a la gran amistad existente entre su padre y el maestre de la Orden de Alcántara Gómez de Solís que le prometió la encomienda de Lares para su hijo, estaba llamado a profesar como caballero.
Pero no fue la única amistad importante de la que gozó su padre, también tuvo una magnífica relación de lealtad y servicio con el rey Juan II de Aragón, y con el infante Fernando, hijo de este, conocido posteriormente por su matrimonio con Isabel I de Castilla como Fernando el Católico, sin obviar que además de rey de Castilla fue rey de Aragón y de Sicilia.
Esta amistad se fraguó cuando Diego de Cáceres, como le apodarían afectivamente los Reyes Católicos, siendo aún muy joven tuvo que marcharse de su ciudad natal al reino de Aragón, debido a las discrepancias mantenidas con el maestre de Alcántara Gutierre de Sotomayor. Aprendió en este reino, estando al cometido del rey, el arte militar y perfeccionó el de la espada.
Vuelve Diego de Ovando a Cáceres fallecido el maestre, para ponerse al servicio del infante Alfonso y fallecido este, al de su hermanastro el rey Enrique IV. Muerto el rey Enrique lo hace al de la reina Isabel I de Castilla y tras el matrimonio de esta con Fernando II de Aragón, al de los Reyes Católicos.
Tanta era la devoción y lealtad que profesaba el capitán Ovando a sus reyes, que estos en agradecimiento permitieron que la casa que por aquellos entonces andaba construyéndose en su ciudad de Cáceres, en la plaza de San Mateo, pudiera edificarse con torre, cuando la propia reina había ordenado el desmoche de todas las otras pertenecientes a los palacios y casas fuertes de esta ciudad, debido a las luchas intestinas de sus nobles habitantes durante la Guerra de Sucesión a la Corona castellana entre Isabel y la Beltraneja. Fue conocida por aquello la casa Ovando como “la Casa de las Cigüeñas”.
También luchó Diego de Cáceres contra Alfonso V de Portugal junto a su hijo Nicolás, tan buen guerrero como él e igual de fiel servidor a los reyes, hasta el punto de que estos, conscientes de ello, le asignaron al joven Ovando la noble tarea de velar por la infancia y la adolescencia de su hijo el infante Juan, y de proporcionarle adiestramiento para las lides de la guerra.
Tomó Nicolás los hábitos de caballero de la Orden de Alcántara en cuanto tuvo edad de hacerlo, y en el mismo acto fue nombrado comendador de Lares cumpliéndose así la promesa hecha por el maestre Gómez de Solís a su padre.
Tenía vocación el joven caballero, había sido educado para ello, y desde el mismo momento de su investidura, juró mantener los votos de celibato, castidad y austeridad impuestos por la Regla de San Benito, cuando ya sus antecesores en el cargo, y en general los caballeros de las Órdenes militares castellanas, superadas las cruzadas contra el islam, estaban "acomodando" sus hábitos, llegando comendadores e incluso maestres a engendrar hijos abusando de la barraganía local.
De naturaleza ascética, el joven comendador de Lares comía frugalmente y dormía poco, era poco amante de los lujos y buen administrador además sabía negociar y tenía un don natural para conducir sin imposición a los que estaban bajo su mando.
Muy valorada fue por los reyes esta seriedad, el buen proceder del comendador y el incremento de las rentas de su encomienda desde que la tomó a su cargo. Muy celebradas también su nobleza y la observación de los votos comprometidos al ser investido caballero. Por todo ello, tuvieron a bien nombrarle visitador de las encomiendas de la Orden de Alcántara, cargo de trascendencia que sería relevante para determinar su futuro.
Uno de los primeros cometidos de frey Nicolás como visitador de la Orden, fue acudir junto con su maestre Juan de Zúñiga a Alcántara. Allí fueron recibidos por el abad Claraval que les informó detalladamente de la relajación de costumbres de monjes y caballeros, de la absoluta falta de respeto a la regla benedictina y de la total inobservancia de los votos de pobreza, castidad y obediencia. Les relató también el abad, que los caballeros habían empezado a casarse o vivían en concubinato, y que los hermanos conventuales incurrían en excesos y habían abandonado la disciplina religiosa que sus hábitos exigían.
El maestre Zúñiga temía, no sin acierto, que este tipo de desmanes obligara a los reyes a tomar una decisión, ya quejosos y preocupados por la disipada vida de los caballeros de las Órdenes militares castellanas desde la Conquista de Granada. Querían incorporar los maestrazgos de estas a la Corona, y de hecho ya habían empezado a hacerlo. El rey Fernando II había asumido el de Calatrava tras la muerte de su maestre Garci López de Padilla en 1497, y pensaba hacer lo mismo con el de Santiago, a la muerte de su muy enfermo maestre Alonso de Cárdenas. Aspiraba a convertirse en el gran maestre de todas ellas para acabar con la independencia de poder que otorgaban estos maestrazgos a quienes los ostentaban, puesto que realmente sólo dependían del papa. Isabel y Fernando creían firmemente que unificándolos en la figura del rey, y expulsando a los judíos que renunciaran a convertirse, conseguirían por fin una España fuerte y unida.
Para la incorporación a la Corona del maestrazgo de Alcántara, hicieron a su maestre, Juan de Zúñiga, una tentadora oferta. Le ofrecieron ser arzobispo de Sevilla y primado de España, lo que suponía unas rentas superiores a las obtenidas con el maestrazgo y un prestigio social igual o superior al presente. Esto facilitó enormemente la renuncia por parte de Zúñiga al mismo en favor de la Corona, y los reyes lo sabían.
Por el contrario, frey Nicolás, de carácter poco ambicioso, aceptó con resignación el cargo de gobernador de Indias, a pesar de la importancia que suponía representar la autoridad de los reyes en estas tierras. La reina había pensado en él, además de por su incuestionable lealtad, por ser un excelente administrador, cualidad imprescindible en la empresa encomendada, y por su evidente falta de interés por la riqueza y el oro, por su sentido de la justicia, sus acertados consejos en asuntos de Indias y por su respeto al acatado voto de castidad, obligatorio para ser investido caballero. Quería que sustituyera en la gobernación al juez pesquisador Francisco de Bobadilla, que a su vez había sustituído en el cargo al almirante Cristóbal Colón, cuya gestión había sido más que deficiente.
Para este largo y obligado viaje eligió como compañeros y tomó a su servicio entre otros a su sobrino Pedro de Ovando y a su joven pariente Francisco de Lizaur, tan fiel como astuto, al que acogió como secretario privado y que sería un gran apoyo para él en esta tortuosa y complicada empresa de “castellanizar las Indias”. También fue acompañado en la travesía por extremeños ilustres y entre ellos contó con Francisco Pizarro, hijo bastardo del ilustre Gonzalo Pizarro, oriundo de Trujillo, Hernán Cortés pariente lejano de este, Francisco de Monroy, Nicolás de Cuellar y Juan de Esquivel.
Echó de menos su patria frey Nicolás en esos siete largos años en los que permaneció como gobernador en La Española. Sufrió enormemente al no poder estar al lado de sus reyes en el prematuro fallecimiento del infante Juan, o cuando murió de parto la infanta Isabel, ya convertida en reina de Portugal.
Temió que su reina no pudiera soportar la maldición caída sobre los Trastámara, al morir también su nieto, el príncipe Miguel, hijo de la infanta Isabel y heredero a los tronos de España y Portugal, por lo que volvía a aparecer el temido fantasma de la sucesión al trono, o la lejanía de su hija Catalina, conocida como Catalina de Aragón, que se encontraba bajo la tutela de su codicioso suegro Enrique VII, a fin de asegurar un posible matrimonio con Enrique Tudor, que reforzaría considerablemente las alianzas entre España e Inglaterra. O las desventuras de su hija Juana, apodada “la Loca”, que parecía estar aquejada del mismo mal que su abuela materna y sufría tremendos brotes de celos, no sin cierta razón, al contemplar como su amado esposo el archiduque Felipe, apodado “el Hermoso”, se desenvolvía “como pez en el agua” entre las faldas de la corte.
Agradeció frey Nicolás el reconocimiento de los reyes a su sacrificio cuando lo nombraron en 1503 comendador mayor de la Orden de Alcántara, pero tuvo que vivir en la lejanía de las Indias la muerte en 1504 de su amada reina Isabel, sin poder acudir a su entierro.
Soñaba con volver a España para hacerse cargo de esta encomienda materializada en la villa de Brozas, y para supervisar las obras encargadas a unos canteros para su capilla funeraria en el Conventual de la Orden de Alcántara.
Quería ver a su joven hermano Francisco, ya caballero, lucir el hábito de la Orden Alcantarina y procurar para él una encomienda, y sobre todo quería volver a ver a los hermanos que le quedaban vivos en Cáceres, pues Diego el primogénito había fallecido, y a sus numerosos sobrinos, algunos de ellos todavía no conocidos.
Logró regresar en 1509, viejo y terriblemente castigado por la inclemente humedad de las Indias. No contaba a su vuelta con las críticas de frey Bartolomé de las Casas, religioso español defensor de los derechos indígenas, que cuestionó su gestión cuando fue sustituido en el cargo de gobernador por Diego Colón, hijo primogénito de Cristóbal Colón, con el que mantuvo una buena relación, no así con su navegante padre, con el que Ovando nunca llegó a entenderse, y al que desplantó en algunas ocasiones no dejándolo desembarcar en tierras Indias.
La Española ya contaba con más de tres mil habitantes, unas quince mil casas pobladas, y un sistema de gobernación que fue implantándose poco a poco como modelo de asentamiento y colonización de los españoles en Las Antillas cuando Ovando se marchó.
Volvió a una España casi irreconocible para él, teniendo que pedir prestados quinientos pesos para hacerlo pues todos sus caudales los había destinado a labores asistenciales allá en las Indias, y lo hizo sin el merecido reconocimiento.
El rey Fernando no quiso significarse, ni comprometerse públicamente con ello. Sin embargo, consciente de la labor del gobernador e ignorando las críticas recibidas por este por entenderlas infundadas, quiso reconocer de manera velada su figura convocando un capítulo de la Orden de Alcántara en Sevilla, y pidiéndole al frey que lo presidiera en su nombre.
Así lo hizo el viejo comendador que vistió como siempre hacía su hábito de caballero, pero esta vez quiso engalanar el manto blanco de cruz flordelisada sinople con las insignias propias de su rango. También quiso lucir prendido en este, una imagen de la Virgen del Amparo alegórica a su adorada villa de Brozas.
Pareciera que quisiera despedirse de todos en ese acto, y en efecto así lo hizo porque frey Nicolás de Ovando, gran comendador de la Orden de Alcántara, comendador de Lares, y de Belvís y Navarra, falleció el 29 de mayo de 1511 presidiendo el capítulo de la Orden en Sevilla.
Murió, como no podía ser de otra manera, con el cíngulo de caballero en la cintura y sin deponer la espada pero viejo, tullido y cansado, con un sentimiento amargo ante la falta, al menos pública, de reconocimiento del rey Fernando a su entrega personal a la Corona, y añorando encontrar en algún otro lugar lejano a lo terrenal, a su idolatrada reina Isabel de la que, quizás sólo quizás, habría estado platónicamente enamorado toda su vida.