Calderón de la Barca, uno de los literatos barrocos más brillantes del Siglo de Oro español, nació en Madrid el 17 de enero de 1600, en el seno de una familia acomodada de rancio linaje. Fue el tercer hijo varón del hidalgo cántabro Diego Calderón y de Ana María de Henao, también de origen noble. Su padre fue secretario del Consejo y Contaduría mayor de Hacienda en las cortes de Felipe II y de su hijo Felipe III.
Ingresa nuestro autor con ocho años en el Colegio Imperial de los jesuitas de Madrid, actual Instituto San Isidro, donde cursó estudios de gramática, latín, griego y teología, destacando por ser un afanado lector, lo que le proporcionó un amplio espectro cultural que configuraría su prolija producción literaria y su propia vida.
Ingresa al finalizar estos en la Universidad de Alcalá y posteriormente en la de Salamanca donde en 1619 se gradúa en Derecho civil y canónico, llegando a ordenarse sacerdote con 51 años y a formar parte de la Congregación de Presbíteros Seculares hasta su fallecimiento en 1681.
Deja los estudios religiosos en 1621 y acomete una carrera militar de éxito, pero también de juego, vida disoluta y algunos oscuros acontecimientos vividos con su hermano Diego, que les llevaron a verse enredados en un turbio asunto de homicidio o en una gran disputa de Diego con un actor que acabó hiriéndolo, lo que provocó que los Calderón de la Barca lo siguieran hasta el Convento de las Trinitarias donde se encontraba enclaustrada Sor Marcela, sin que se llegara a saber exactamente qué es lo que allí aconteció, pero que causó un gran revuelo, el consiguiente escándalo y un duro enfrentamiento con Lope de Vega, padre de la monja, que derivaría con el tiempo en enemistad.
En 1623 se da a conocer como dramaturgo con su primera comedia “Amor, honor y poder” que no fue más que el principio de un magnífico e imponente repertorio dramático, cómico y teatral de temas recurrentes como el amor, el honor y la religión, en que destacaron obras como “La vida es sueño”, “El alcalde de Zalamea”, “El médico de su honra” o “La dama duende”.
Empieza a proveer a la corte de Felipe IV de comedias, obras teatrales y entremeses, con lo que fue ganándose el aprecio y la consideración del monarca, consiguiendo con ello eclipsar al “Fénix de los Ingenios” en los teatros.
En 1636 solicita y obtiene el hábito de caballero de la Orden de Santiago, para lo que fue necesario la dispensa del papa Urbano VIII por haber ejercido su padre el cargo manual de escribano.
Y con esta necesitada bula empieza a experimentar un conflicto moral entre el sentimiento de honor al vestir el hábito de caballero de una Orden militar tan insigne, y la decepción por verse obligado a someterse a unas estrictas probanzas necesarias para su obtención, por entenderlas rígidas y ausentes de congruencia.
Escribe en 1662 un auto sacramental llamado “Pruebas del segundo Adán” en el que dramatiza de manera alegórica la hipotética entrada de Jesucristo en la Orden militar de Santiago, previo sometimiento a las pruebas de nobleza, legitimidad y limpieza de sangre.
Había que demostrar los siguientes puntos relacionados con la genealogía del pretendiente Jesús: hidalguía de ascendientes, no ser descendiente ni de moros ni de judíos ni de negros ni de indios, haber ejercido una ocupación limpia, quedando excluidas las consideradas viles como bordadores, mercaderes, escribanos etc. y haber contemplado una conducta ejemplar. Como es de suponer, empezó la controversia.
Se estrena el auto el 8 de junio de ese mismo año por la compañía de Simón Aguado y Juan de la Calle ante la corte madrileña, siendo suspendida su teatralización con celeridad por la Inquisición que no quiso que se representara el 25 de junio, día del Corpus. Se alegaron como motivos de la suspensión los conflictos políticos entre Felipe IV y el Inquisidor General y la equívoca manera de exponer la obra, que podría dar lugar a poco cristianas interpretaciones del “vulgo ignorante”.
Se prodigaron los censores de la Inquisición que llegaron a obligar a Calderón a cambiar el nombre del auto pasando a llamarse “Las Órdenes militares”, pero a nadie se le escapaba que el autor estaba estableciendo una clara semejanza entre sus circunstancias a la hora de obtener el hábito de caballero de Santiago, y las de Jesucristo alegóricamente representado en la figura del “Segundo Adán”, cuestionando además la coherencia de las probanzas, saliendo estas mal paradas.
Calderón de la Barca reprodujo con gran verosimilitud en su cuestionado auto sacramental el proceso de admisión. Se eligen como informantes a Moisés y a Josué que se encargarán de examinar el linaje de Jesús, y se nombran como jueces y miembros del Consejo de Órdenes al Judaísmo y al Paganismo. Por parte del pretendiente se citan como testigos a Job, David e Isaías que deberán dar testimonio de la limpieza de sangre de Jesucristo. Entra en escena también el personaje de “la culpa” que cuestiona los argumentos de los testigos alegando la vil condición ausente de nobleza de María, que no cumplía con la necesaria limpieza de sangre al ser judía.
Resulta irónico pero Jesucristo, como Calderón, no salió airoso. Se nombra como defensora del pretendiente ante Roma a “la naturaleza humana” que solicita del tribunal papal una dispensa para su ingreso. Es concedida al entender este que la limpieza de sangre del pretendiente no estaba en cuestión debido a su inmaculada concepción, autorizando la entrega del hábito al caballero Jesús.
No se estaba cuestionando la naturaleza humana o divina de Jesucristo, no se cuestionaba tampoco la naturaleza inmaculada de su concepción. Lo que realmente se estaba sometiendo a debate era la incongruencia y rigidez de unas probanzas para el ingreso en una Orden militar castellana, que descartaban como merecedor del hábito al propio hijo de Dios, y hubo de ser la terrenal y eclesiástica Roma la que pusiera “orden en el asunto” mediante dispensa del papa, que no dejaba de ser su representante en la tierra y por tanto su “subalterno”. Paradójico.
Ni que decir tiene que Calderón tuvo que retirar su auto sacramental de escena. Los inquisidores le reprocharon que hubiera planteado en él la ascendencia poco noble de Jesucristo, y cuestionado, decían, a su madre. No olvidemos que ellos impartían justicia terrenal en su nombre y en el de su Padre.
A nadie le interesó, sin embargo, entrar a cuestionar las desfasadas probanzas que no permitieron al propio Cristo ingresar en la Orden de Santiago, pero que sí toleraban que cualquier aspirante sin nobleza ni méritos pero con dinero, y que hubiera sabido pagar convenientemente a un linajudo, vistiera el hábito sin esfuerzo. Todo ello sin entrar a valorar que los caballeros de las Órdenes militares castellanas ingresaban en ellas con la heroica misión de dedicar su vida a la propagación y defensa de la fe cristiana.
Nuestro autor en un ejercicio de coherencia y silenciosamente decepcionado con la Orden de Santiago, dejó escrito en su testamento que quería ser enterrado con un humilde hábito de franciscano y no con el de la Orden de Santiago. Así fue cumplido.
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