viernes, 27 de diciembre de 2024

BENITO ARIAS MONTANO "EL LIBRERO DE EL ESCORIAL”


EL HOMBRE QUE LO SABÍA TODO


Uno de los personajes más singulares del Renacimiento es este extremeño nacido en Fregenal de la Sierra (Badajoz) en el seno de una familia de hijosdalgo. Su padre fue notario de la Inquisición, pero fue su padrino rico el que se implicó en su futuro lo que le permitió realizar estudios de calidad con extraordinarios resultados.


A los catorce años ya había escrito su primer trabajo científico sobre la correspondencia de las antiguas monedas castellanas, y a los dieciocho ingresa en la Universidad de Sevilla donde permanecerá casi tres años cursando estudios de Artes y Filosofía, trasladándose en 1548 a la Universidad de Alcalá de Henares para estudiar Teología y ampliar sus conocimientos de medicina y lenguas clásicas, latín y griego, y semíticas, árabe, hebreo y sirio, en las que consiguió convertirse en un verdadero experto.

Finalizados sus estudios en 1560 y precedido de una fama más que ganada de buen escritor y mejor filósofo, ingresa como sacerdote en las filas de la Orden de Santiago, tomando el hábito en el Convento de San Marcos de León, y dos años más tarde, avalado por el obispo Martín Pérez de Ayala, pasa a formar parte de la delegación española que habría de participar en el Concilio de Trento en el que con dos ovacionados discursos, uno sobre el divorcio y el otro sobre la comunión bajo las dos especies, logró llamar la atención de “el rey Prudente”, que quiso contar con este erudito y docto hombre de ciencia y humanidades para su causa.

De temperamento apacible, espíritu humanista y personalidad asceta, compleja y escurridiza pero tremendamente hábil para la diplomacia, Arias Montano es un personaje desconocido para el gran público y sin embargo una figura relevante y portentosamente erudita en la España renacentista de Felipe II, con el que mantiene la similitud de haber nacido y muerto en los mismos años, 1527 y 1598.

Su coetáneo monarca lo nombró su capellán y lo envía en 1568 a los Países Bajos para dirigir los trabajos filológicos relacionados con la Biblia Políglota de Amberes, considerada el Quinto Evangelio y conocida también como Biblia Regia, para indicar que fue el rey español, que también lo era de Flandes, quien asumió el reto editorial.

Descomunal y laboriosa fue la labor de traducción a cinco lenguas, dos clásicas y tres semíticas, que hubo de realizarse. Bien sabía el rey que sólo un sabio como el afable Benito podía acometer semejante empresa con éxito.

En un principio el impresor francés del texto sagrado Cristóbal Platino mostró cierta reticencia ante la presencia del extremeño en Amberes por entenderlo espía e inquisidor del monarca español, considerado un católico ortodoxo, sin embargo su sabiduría sin límite, su simpatía y su amplitud de miras obtuvieron como recompensa el reconocimiento del editor y del grupo de biblistas dedicados “en cuerpo y alma” a la traducción del texto sagrado, que llegaron a considerarlo un líder querido y admirado. A todo ello también contribuyó la manifiesta simpatía que Arias Montano mostró por una sociedad secreta, considerada secta por algunos, conocida por el nombre de “Familia Charitatis”, o “La Familia del Amor”, de la que Platino era miembro destacado.

Las innovaciones introducidas en esta Biblia Políglota de Amberes con respecto a la Biblia Políglota Complutense, financiada por el Cardenal Cisneros e impresa por Armao Gillén de Brocar, provocaron los recelos de la Inquisición y la denuncia de León de Castro, catedrático de Retórica de la Universidad de Salamanca, que siempre tuvo mucha ojeriza a Montano probablemente por envidia.

Ya finalizada la ingente obra de ocho gruesos volúmenes y editada en 1572, recibe Montano, estando en Flandes, una carta del soberano español en la que le pide que vuelva a España porque quiere asignarle un nuevo “encargo”; reordenar y clasificar la biblioteca de su Monasterio de El Escorial, y lo hace en los siguientes términos:

“Desde agora tengo aplicados los seis mil escudos que se le prestan para que como se vayan cobrando dél se vayan empleando en libros para el monasterio de Sanct Lorenzo el Real de la Orden de Sanct Hierónymo, que yo hago edificar cerca del Escurial como sabéis; y ansí habéis de ir advertido desde mi fin e intención para que conforme a ella hagáis diligencia de recoger todos los libros exquisitos, ansí impresos como de mano, que vos como quien también lo entiende viéredes que serán convenientes para los traer y poner en la librería del dicho mi monasterio, porque ésta es una de las principales riquezas que yo querría dexar a los religiosos que en él hubieren de residir, como la más útil y necesaria, y por eso he mandado también a D. Francés de Alava mi embajador en Francia, que procure de haber los mejores libros que pudiere aquel reyno, y vos habéis de tener diligencia con él sobre esto.”

(Rekers 1973: 198).

Como queda reflejado en esta carta, confiaba el rey en el buen criterio y la inteligencia rectora del que habría de ser su nuevo librero y por ello lo nombró primer bibliotecario real, algo parecido a lo que hoy sería director de la Biblioteca Nacional, cargo en el que permanecería durante diez fructíferos y beneficiosos años en los que la biblioteca palatina no hizo más que crecer y enriquecerse.

Estos años le dieron la oportunidad a Arias Montano de demostrar que era un gran estudioso y conocedor de los libros más heterodoxos y extraños, que con esmero se encargó de recopilar y poner a buen recaudo en esta egregia biblioteca de colosales medidas y larga bóveda de cañón decorada con multitud de frescos representando las siete artes liberales: Retórica, Dialéctica, Música, Gramática, Aritmética, Geometría y Astrología.

Diseñada por Juan de Herrera, es esta sala una gran nave de cincuenta y cuatro metros de largo, nueve de ancho y diez de alto, con suelo y paredes de mármol e inmensas y ricamente trabajadas estanterías. No hemos de olvidar que esta estancia y su conjunto estaban concebidos como un himno de gracia al Creador y tenían como objetivo el estudio de las ciencias humanas buscando la unidad entre la Razón y la Fe.

A primera vista pudiera parecer contradictorio que un monarca declarado firme defensor de la fe católica como era Felipe II pudiera ser un apasionado de la alquimia, las ciencias esotéricas y los cábalas, prácticas condenadas por la propia doctrina de la Iglesia, y sin embargo hacia el año 1580 empezaron a reunirse en palacio lo que se conoció como “el círculo esotérico del Escorial”, del que formaron parte reconocidos alquimistas, astrólogos, hermetistas, cabalistas del momento y como no, Juan de Herrera y nuestro extremeño Arias Montano.

Parece ser que el soberano desde su juventud había manifestado su deseo de poner en marcha el proyecto de construir un palacio inspirado en el bíblico Templo de Salomón, cuyos planos habían sido entregados por el Todopoderoso a David, y de ahí que en los torreones y tejados del Real Monasterio predominen los triángulos y círculos representativos de Dios y la inmortalidad. No en vano frey José Sigüenza, su consejero y prior, y también el de su padre el emperador Carlos V, afirmó en sus memorias con rotundidad que Felipe II fue considerado “el segundo Salomón” de su época. Cuentan las afiladas lenguas del momento que hizo instalar en uno de los torreones del Real Monasterio un laboratorio dotado con los mejores medios e instrumentos de alquimia de la época, y que una de tantas prácticas exotéricas realizadas en él provocó una gran explosión con algunas visibles consecuencias. ¡Cayó un rayo en una torre del monasterio! exclamaron los biempensantes lugareños.

Pero volviendo a las labores de Arias Montano como bibliotecario mayor del Reino, “el rey Prudente” le asignó labores de clasificación, catalogación y elaboración de un inventario de los volúmenes existentes y la conveniente recolocación y expurgación de los volúmenes duplicados del fondo bibliográfico escurialense. Así, con plenos poderes y amplio presupuesto para la adquisión de nuevos volúmenes, pasó la ya magnífica biblioteca de cuatro mil volúmenes a triplicarse en sólo siete meses en los que se adquirieron ejemplares de archivos catedralicios y de librerías monacales. Es el caso de la biblioteca de Diego Hurtado de Mendoza, diplomático y poeta perteneciente a la alta nobleza, que tenía fama de ser la mejor de España ya que contaba con más de 800 manuscritos y 1000 volúmenes impresos. Adquirió también con gran acierto exquisitos fondos abandonados en embajadas de España en Italia, tal es el caso de las de Venecia, Roma, Milán o Siena.

Encargo el librero extremeño a sus ayudas que estuvieran atentos al devenir de privadas bibliotecas en ruinas o apunto de desmoronarse, y también vigilantes para poder rescatar del implacable criterio del Santo Oficio aquellos libros condenados a la hoguera por considerarlos heréticos. Se dice que las magníficas estanterías de la biblioteca del Escorial atesoran ciento treinta y nueve libros prohibidos de incalculable valor que fueron rescatados a tiempo de las llamas, y que para que estuvieran convenientemente camuflados entre los demás volúmenes fueron colocados todos con el lomo hacia adentro, ¡para que respiren las hojas de tan magníficas obras!, repitieron todos en palacio.

Para que esto fuera posible pasaron los más de cuarenta mil libros con los que ya contaba la biblioteca por un proceso de batido y aplicación de pan de oro en el canto, obteniendo con ello un efecto de armonía y semejanza en las estanterías que conseguía que cualquier título comprometedor pudiera pasar desapercibido; no así para nuestro minucioso librero que había hecho una exhaustiva labor de catalogación, recogida en anaqueles y múltiples ficheros, que le permitía saber el lugar exacto de cualquier obra. Había diseñado junto con el Padre Sigüenza un sistema de signatura que permitía establecer la situación exacta de cada libro. Esta constaba de tres signos: una letra alfabética que determinaba la estantería, una cifra romana que indicaba la balda, y finalmente una cifra arábiga que señalaba la posición exacta de la obra.

A pesar de su discreción, no pasó desapercibida para la Inquisición su callada labor de salvación de libros heréticos ya condenados y ¡cómo no!, esto provocó el enojo del Inquisidor General que lo puso de nuevo en el punto de mira, viéndose obligado Felipe II a intervenir enérgicamente para proteger a su librero.

Siguió el fiel Montano año tras año con delectación engrosando la ya magnífica y descomunal colección de la Real Biblioteca con volúmenes escritos en todas las lenguas. Últimamente había adquirido las bibliotecas de Gonzalo Pérez y Juan Páez de Castro, ambos secretarios del rey, nutridas con numerosos libros y manuscritos de diversa procedencia. También rescató algunos fondos importantes de la Capilla Real de Granada, entre otros algunos breviarios y libros de horas de la Reina Isabel la Católica. Empezaba a hablarse de este fondo bibliográfico como el más importante de Europa junto con el del Vaticano, pudiendo afirmarse con rotundidad que la biblioteca del Real Monasterio del Escorial era el único lugar de España donde se podía leer con absoluta libertad cualquier libro por muy pernicioso que para la fe fuera.

Volvía a ponerse de manifiesto el buen hacer del bibliotecario Montano porque también tenía dotes comerciales y supo sacar un buen precio a los volúmenes adquiridos no sólo en España, también en Flandes donde era asesorado por su buen amigo Cristóbal Platino. Supo alternar esta tarea con labores de escritura y publicación de sus obras y con la de impartir clases a los jóvenes jerónimos del monasterio.

Y pasaron los años, diez para ser exactos, y entre tanto “quehacer” empezaba el dócil Benito a no poder dominar ese sentimiento de añoranza que le provocaba últimamente el recuerdo de su adorada Sierra de Aracena, en donde se imaginaba escribiendo poesía al amor de la lumbre en su austera pero confortable casona de piedra. Allí quería retirarse y ya no sabía cómo hacerle entender a su rey, que no quería ni oír hablar de ello, que su tiempo como librero estaba tocando a su fin.

Recordaba con nostalgia su biblioteca personal de la que había cedido algún volumen a la escurialense. Quería dedicar tiempo a su pequeño fondo librario porque era una parte muy importante de él mismo y de su mundo interior, además de una fuente inagotable de inspiración para sus escritos, y aunque era infinitamente más modesta que la del Real Monasterio, el también extremeño profesor Rodríguez Moñino nos habla de ella como un exquisito fondo montaniano con gran cantidad de ediciones raras y volúmenes miniados e iluminados, libros en innumerables idiomas, varias Biblias, libros en Romance y en Toscano, epistolarios y un Enchiridion de los Salmos. Enumera también libros de matemáticas, teología, filosofía y poesía, de las obras de Cicerón o de la Historia Natural de Plinio y destaca un buen número de obras de los Padres de la Iglesia: cinco tomos de las Obras de San Juan Crisóstomo, siete de las Obras de San Jerónimo, un volumen de San Basilio y otro de san Cipriano.

No sabía el bueno de Montano cómo hacer comprender al monarca que, aunque siempre se había sentido muy honrado por el privilegio otorgado de vivir tantos años rodeado de incunables de incalculable valor, ahora se empezaba a sentir encerrado en una jaula de oro y su alma anhelaba un poco de austeridad y recogimiento.

Se retiró a Sevilla renunciando a todos los cargos y privilegios de los que había gozado hasta el momento, y de ahí partió a Huelva.

Murió austeramente como vivió, en 1598, este coloso del Siglo de Oro Español definido por Menéndez Pelayo como “sabio humanista y dulcísimo poeta”.

Me apasiona la figura de este descomunal y desconocido erudito extremeño, bibliófilo empedernido y apasionado curador de libros desde su continente hasta su contenido, pasión que con infinita modestia comparto no sólo coleccionando, también reencuadernando y restaurando volúmenes para mí y mis allegados.

Quién me conoce lo sabe.

miércoles, 4 de diciembre de 2024


 LUISA ISABEL DE ORLEANS “UNA REINA LOCA EN UN REINADO EFÍMERO”



UN TRASTORNO LÍMITE DE LA PERSONALIDAD NO DIAGNOSTICADO



Todos conocemos en mayor o menor medida el árbol genealógico de la monarquía española, sobre todo a partir de Felipe V por ser el primer soberano Borbón, casa real a la que también pertenece el actual monarca Felipe VI. De hecho, el actual soberano español pertenece a la rama de los Borbón y Borbón por casarse su antepasado Fernando VII en cuartas nupcias con  Cristina de Borbón, y posteriormente su abuelo el Conde de Barcelona con María Mercedes de Borbón y Orleans. Pero quizás sea menos conocido el hecho de que hubo un rey Borbón que apenas reinó 229 días.


En efecto se trata de Luís, hijo de Felipe V y de su primera esposa María Luisa Gabriela de Saboya, que ascendería efímeramente al trono español como Luís I.

La tendencia a la depresión del primer rey Borbón, que ascendió al sitial tras la muerte sin descendencia del último de los Austria el rey Carlos II conocido por “el Hechizado”, lo llevó a plantearse su renuncia al trono español en favor de su hijo Luis, príncipe de Asturias.

Parece ser que Felipe, duque de Anjou, albergara la ilusión de ser rey de Francia, corona a la que podría aspirar por ser nieto de Luís XIV conocido como “ el rey Sol”, pero lo cierto y verdad es que debía dejar resuelto todos los asuntos concernientes a la monarquía española antes de plantearse el ascenso al trono francés, por lo que abdicó en su hijo Luis después de verlo convenientemente casado con Luisa Isabel de Orleans que era hija del regente de Francia, Luís Felipe de Orleans, sobrina nieta del rey Luís XIV por parte de padre y nieta de este por parte de madre. De nuevo la endogamia volvía a hacer acto de presencia en la monarquía europea y por ende en la española.

Nuestra aspirante al trono español y futura reina consorte era una mujer atractiva, pero de pésima educación. Se había criado en un ambiente de depravación y libertinaje al lado de su padre lo que había llevado a verbalizar a su abuela la demoledora frase de —Es la persona más desagradable con la que me he topado en mi vida. —

Cuando llegó a España con doce años apenas sabía leer ni escribir, se presentaba sucia, su comportamiento en la mesa era grosero, vestía impúdicamente, trepaba a los árboles y ventoseaba en público sin un mínimo recato.

En su viaje desde el vecino país francés fue acompañada por el embajador extraordinario de Versalles Saint Simón, que quiso asegurarse de que llegaba a Madrid sana y salva. Una vez concluida su misión fue despedido por Luisa Isabel con tres sonoros eructos. ¡Apuntaba maneras la futura reina!

Un detalle que asombró a los discretos funcionarios de la Corte, encargados de gestionar el papeleo para desposar a los novios, fue que la princesa de Orleans no había sido bautizada ni había recibido la primera comunión por lo que hubo que celebrar los dos sacramentos deprisa y corriendo en el mismo día, procurando dar poco pábulo a tanta dejadez. No era la madrileña sociedad que permitiera tanta relajación en las formas, por mucho que viniera de una futura reina.

El rey Felipe ante el incalificable comportamiento de su futura nuera optó por casarlos cuanto antes, no quería arriesgarse a que tan inconsistente relación fuera a acabar en nada porque esos truncaba su alianza y planes de futuro con Francia, así que mandó organizar una grotesca ceremonia nupcial entre dos niños de doce y catorce años que, como era costumbre y mandaba el protocolo, se vieron obligados a encamarse nada más finalizada esta ante los expectantes ojos de la Corte que los condujo hasta el dormitorio y los introdujo en el lecho, esperando que allí pasase algo más que el que esos dos niños se miraran largo rato desconcertados. Transcurrido un tiempo que el rey Felipe estimó suficiente mandó que corrieran los cortinajes y se retirase la concurrencia. Una vez solos el monarca ordenó que el príncipe fuese sacado del lecho y conducido a sus aposentos. Habrían de esperar los desposados hasta la primavera de 1723, algo más de dos años, para que el soberano autorizase la consumación del matrimonio.

Y mientras tanto nuestra peculiar princesa no hacía más que buscar problemas y ponerse en evidencia con su comportamiento errático y desordenado. Se negaba a usar ropa interior y se presentaba a menudo sucia y maloliente, no quería comer en la mesa, pero engullía como un animal cantidades ingentes de comida a solas que luego vomitaba por doquier. Llegó a sufrir brotes que le hacían arrancarse la ropa para utilizarla como trapos con los que limpiaba los cristales y fregaba el suelo.

La relación que mantenía con su suegra Isabel de Farnesio, segunda mujer de Felipe V y por tanto madrastra de su marido, era terrible. No estaba preparada la iracunda parmesana para aguantar la falta de educación, las actitudes y el comportamiento de su nuera y mucho menos a recibir desplantes y desaires de quien consideraba una niñata malcriada e insolente, por lo que se convirtió en su mayor y más letal enemiga. Por si todo esto fuera poco a Luisa Isabel le salían pequeños bultos en el cuello y sufría de frecuentes erupciones, detalles que celosamente habían ocultado los franceses a la familia de su marido, por lo que fue apodada por la Farnesio como “la sarnosa”. Lógicamente esto no contribuía a la paz matrimonial de los príncipes de Asturias que sufrían frecuentes crisis y desavenencias.

Pronto aquella situación fue del dominio público y tanto en Madrid como en Versalles fue la comidilla de la nobleza, y sin embargo dos sucesos vinieron a detener temporalmente el deterioro matrimonial de la joven pareja. Murió el duque de Orleans, padre de la princesa, hecho que la afligió profundamente, además el rey Felipe manifestó su intención de abdicar en su hijo Luís, que con ello se convertiría en el monarca Luis I y por tanto la princesa en reina consorte. Algunos pensaron ilusamente que su ascensión al trono y el alejamiento de este de Isabel de Farnesio harían que Luisa Isabel se moderase en su comportamiento, como era de esperar no fue así.

No podía más el nuevo monarca con la situación que creaba su mujer a diario, por lo que llegó a escribir a sus padres manifestando que — preferiría estar en galeras a vivir con una criatura que no observaba ninguna conveniencia y que no le complacía en nada.

Parece ser que la reina Luisa Isabel no pensaba más que en comer y mostrarse desnuda ante sus criados, y que por tanto no veía otra opción que encerrarla puesto que su desarreglo iba en aumento, y que a pesar de que cuando era reconvenida tenía propósitos de enmienda volvía a las andadas a lo sumo después de un par de días.

Narraba también en la carta a sus progenitores situaciones y conductas como la siguiente:

Voy a contar a VV. MM. que la Reina, cuando fue anoche a cenar, estaba tan extraordinariamente alegre que me parece que se encontraba borracha, aunque no esté muy seguro de ello. En seguida contó a La Cuadra todo lo que le había sucedido y creo con certidumbre que dicha mujer, a quien quiere mucho, le es muy perniciosa. Esta mañana ha estado en San Pablo, en «robe de chambre», ha almorzado después y se ha ido a lavar pañuelos. —

Su padre recomendó un poco de encierro para moderar la conducta de su nuera por lo que estuvo recluida en el Palacio de los Austrias, y aunque lloró su desconsuelo y prometió enmendarse, no fue sacada de su reclusión hasta dieciséis días después, tiempo que se aprovechó para determinar qué personas próximas a la reina podrían haber influido en su comportamiento para llevarla a estas conductas tan extremas. Se realizó una verdadera criba entre sus camareras y servidumbre, mandándose a sus casas a la mayor parte de ellas por considerarse que muchas de las actitudes de la reina eran consecuencia de la nefasta influencia que sobre ella ejercían.

Y en el transcurso de estas desavenencias el rey Luís enferma, aunque en un principio no se dio mucha importancia a su malestar. Fue cuando aparece una erupción por todo su cuerpo y es consumido por la fiebre cuando es diagnosticado de viruelas, determinando los médicos que será necesario sangrar al soberano. No obtuvieron mejoría alguna los males del rey con el remedio y murió en la madrugada del 31 de agosto de 1724, dejando la monarquía española en manos de una niña desequilibrada de apenas quince años que ni siquiera le había dado al rey un sucesor.

Se desata con esta muerte una verdadera lucha entre aquellos que querían la vuelta del emérito Felipe V y de su esposa Isabel de Farnesio y los que pretendían que se mantuviese firme en la abdicación. Mientras tanto la reina viuda mostraba claros síntomas de que también había contraído la enfermedad que llevó a la muerte a su marido, pero a nadie pareció importarle. Todos estaban deseando quitársela de encima. La mala relación con sus suegros le cerraba la puerta de la permanencia en Madrid, pero en Francia Luís XV tampoco tenía muchas ganas de recibirla en París.

Se llegó a plantear la posibilidad de casarla con su cuñado Fernando, que ascendería al trono después de la muerte de su padre como Fernando VI, pero el recuerdo de las excentricidades de la joven reina y la animadversión que por ella sentía su suegra Isabel de Farnesio hicieron que esta opción fuera descartada de inmediato.

El rey Felipe había retomado las riendas de la Corona y su mujer no veía el momento de deshacerse de aquella molesta joven que por desgracia parecía recuperarse de las viruelas. Ante la intransigencia de Isabel de Farnesio el rey francés tuvo que dar su brazo a torcer y comenzó la negociación para que la reina Luisa Isabel volviera a su país. Su primo Luís XV aseguró que le asignaría una renta anual acorde a su rango con la condición de que no estableciera su residencia en Paris, y los reyes de España acordaron darle en propiedad todas las joyas y regalos que su esposo le hizo durante el matrimonio. Entendían que con ello habían sido más que generosos teniendo en cuenta la poca estima que sentían por su nuera.

El 15 de Marzo de 1725 abandonaba Madrid la reina viuda camino de Vicennes donde establecería su residencia. No dejó un buen recuerdo en España, aunque fueron muchos los que supieron reconocer su firmeza en los difíciles días de la enfermedad de su marido y el hecho de permanecer incansable a su lado en sus momentos finales, aun a riesgo de contraer su enfermedad.

Ya de vuelta en Francia pareció Luisa Isabel asumir una conducta más moderada que engañó a su primo el rey francés que acabó por permitir que estableciera su residencia en París, tras dos largos años de incesante insistencia. Se le asignó como morada el Palacio de Luxemburgo y con ello volvieron las extravagancias en el comportamiento de la reina viuda esta vez poniendo en tela de juicio su reputación, y es que en el palacio entraban y salían los pajes como “Pedro por su casa”, por no decir que se había abandonado del todo cualquier atisbo de formas y etiqueta.

La situación se volvió tan insostenible que el cardenal Fleury sugirió la posibilidad de internarla en un convento —para evitar males mayores— dijo, todos intuían a qué se refería sin decirlo.

¡Dicho y hecho! La joven viuda fue recluida en el convento de las Carmelitas del faubourg Saint Germain con el consiguiente regocijo de sus suegros, que con ello ponían fin a los comentarios de las afiladas lenguas cortesanas de Madrid.

En el invierno de 1742 enfermó nuestra joven reina gravemente de hidropesía falleciendo en el junio siguiente, tenía treinta y dos años.

Dejo en su testamento instrucciones de ser enterrada sin pompa ni solemnidades en la parisina Iglesia de Saint Sulpice, no lejos de los jardines de Luxemburgo, y aunque en Madrid y Versalles se decretó luto oficial, su muerte pareció no importar a nadie.

Fue enterrada el 21 de junio olvidada de todos, bajo una lápida cuya inscripción reza: 

«Aquí yace Isabel, Reina viuda de España».











Nota de la autora: No confundir con María Luisa Isabel de Orleans, duquesa de Berry.









domingo, 10 de noviembre de 2024

CARLOS V Y LA LANZA DE LONGINOS


 “QUIEN LA SOSTENGA CON SUS MANOS SOSTENDRÁ EL DESTINO DEL MUNDO”



Entró el monarca acompañado de su séquito en la estancia de amplio ventanal. Había que atravesar para ello una antesala en penumbra a la que se accedía desde la calle sorteando una pesada puerta acompañada de un grueso cortinón de damasco.

Miró a un lado y a otro buscando a su protegido Tiziano, al que consideraba maestro de maestros, y lo halló de pie al lado de un gran lienzo tapado con una tela blanca.

Su orgullosa sonrisa hacía presagiar lo magnánimo del retrato que para él había pintado. Cierto era que había sido un encargo suyo, pero no menos cierta era la insistente súplica del artista por hacérselo.

Majestad, es para mí un inmenso honor recibirlo en mi humilde estudio— dijo el pintor y acompañó la frase con una profunda reverencia. Después saludó con un gesto de cabeza a los señores que acompañaban al soberano entre los que se encontraban el duque de Alba y Guillermo de Croy, su privilegiado y consejero.

Vengo a ver los avances del retrato para el que tantas horas he posado desde la primavera pasada, me dicen que está prácticamente terminado — dijo el rey.

Así es majestad, como siempre, está usted muy bien informado — contestó el artista.

Pues entonces despejemos el misterio, ¡descubrid la obra!

Con impostada solemnidad tiró el pintor de la tela tras la que apareció un imponente retrato ecuestre del emperador que lucía una espléndida armadura y portaba en su mano derecha una lanza.

¡Magnífico veneciano! ¡Magnífico!, exclamó el monarca, haciendo emocionar con ello hasta las lágrimas al maestro. —¡Es excelente! añadió.

Gracias mi señor, me abrumáis con tanto halago — dijo el pintor conocedor de lo poco amigo que era el rey de adulaciones y cumplidos. Estaba exultante; nunca pensó que su majestad en persona vendría a visitarlo y menos que se desharía en elogios hacia su obra.

No era para menos porque el retrato del soberano, pintura al óleo sobre lienzo de tres con treinta y cinco metros de alto por dos con ochenta y tres de ancho, era una regia representación conmemorativa del momento histórico de la Batalla de Mühlberg, de fecha del 24 de abril de 1547, en la que el emperador estaba representado al atardecer con semblante victorioso después combatir contra los príncipes protestantes alemanes de Smalkalda.

Se trataba de un cuadro intimista de carácter propagandístico, de clara semejanza con la escultura ecuestre del emperador Marco Aurelio, realizada en 1548 en Habsburgo, en la que el pintor impresionista veneciano quiso representar de una manera triunfal el semblante del poder del emperador a caballo antes de cruzar el río Elba, bajo los destellos naranjas del crepúsculo y la importancia que estos otorgaban a una espléndida armadura ligera de plata con bandas de oro que fue diseñada por Desiderius Helmschmid y en la que destacaban las figuras ojivales en forma de pirámide. Señalar como dato curioso que todas las armaduras del emperador eran especiales y siempre poseían motivos diferenciadores que permitían situarlas históricamente.

En esta pintura el artista, con su técnica de la pincelada suela en la que era un verdadero maestro, quiso reflejar todos los detalles y es por eso por lo que podemos apreciar con nitidez los remaches en el codo de la armadura, o la imagen de la virgen con el niño alegórica de la cristiandad grabada en el peto, que procura magistralmente el artista que no quede tapada por la banda roja que luce el rey sobrepuesta sobre este.

Se representa al emperador sobre un caballo cartujano negro que lleva enfundada en el lomo un manto de terciopelo granate en el que pueden apreciarse todas sus tonalidades. Luce el animal en la cabeza una testera en plata con grabado de las columnas de Hércules, símbolo ornamental familiar y personal del soberano, que también aparecen grabadas en una pistola de rueda, llamada así porque había que darle cuerda para armarla, que porta el rey camuflada en la silla de montar; detalle en el que pocas veces el observador del cuadro repara.

Pero si todos estos detalles del cuadro son importantes, el verdaderamente relevante es que en su mano derecha el emperador porta la Lanza de Longinos.

Narra San Juan Evangelista que en el momento de la crucifixión de Jesucristo en el Gólgota, Cayo Casio Longinos estaba al mando de la centuria romana. Este centurión, que padecía una infección crónica en los ojos que le provocaba bizquera, mandó a sus soldados romper las tibias de Dimas y Gestas crucificados al lado de Jesús, pero, convencido de la divinidad de éste, quiso ser él quien clavara una lanza en su costado para certificar su fallecimiento:

“Al llegar a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua.”

Juan (19, 33-34)

Como queda reflejado en este pasaje de los Evangelios, cuando retiró Longinos la pica de la herida empezó a manar sangre y agua salpicando el rostro del centurión que inmediatamente sanó de su infección desapareciendo con ello su bizqueo, por lo que tremendamente conmovido exclamó:

"En verdad, este era el Hijo de Dios."

A partir de ese momento la lanza empezó a considerarse sagrada y se convirtió en objeto de veneración y pasando por ello por innumerables manos como las de Carlomagno, el papa Inocencio VIII, las de el rey francés Luís IX, las de Napoleón Bonaparte o las de Hitler que llegó a obsesionarse con ella después de verla expuesta en el Museo de Viena, apropiándosela en la creencia de que tenía poderes únicos que le permitirían conquistar el mundo.

Este venerado objeto había formado parte de la colección de reliquias del emperador Segismundo del Sacro Imperio Romano Germánico, y fue así como llegó a las manos de su descendiente el también emperador Carlos V.

¡Eres grande Tiziano! dijo el duque de Alba, que habitualmente se prodigaba poco en alabanzas, mientras observaba con admiración la espléndida obra.

Es este magno retrato ecuestre de nuestro emperador, un fiel retrato de su regio empaque en el que no falta detalle alguno— prosiguió.

Sorprende contemplar cómo no falta ni siquiera el vellocino de oro suspendido sobre el cordel de seda roja que suele acompañar a nuestro monarca

¡Has de retratarme a mí también! — le inquirió.

Será un honor para este humilde artista, señor — apostilló el pintor con falsa modestia.


Majestad, este magnífico retrato ecuestre ha de ser admirado sin tardanza por don Luís de Ávila y Zúñiga, Comendador mayor de la Orden de Alcántara y vuestro fiel servidor — indicó Guillermo de Croy que hasta el momento había permanecido en silencio, sin duda extasiado ante el imponente retrato.

Es acertado lo que decís valido— contestó el rey

No había reparado en ello, pero es justo reconocer que don Luís hizo un alarde de paciencia acompañándome tarde tras tarde desde el mes de abril hasta este septiembre en interminables horas de posado, haciéndome más grata tan tediosas sesiones con su ligera pero inteligente charla. ¡Haremos que lo contemple prontamente!, ¡seguro que celebrará mucho el magnífico resultado! — añadió.

Quiso el emperador recompensar generosamente al pintor antes de abandonar su casa, pero el artista no lo consintió por lo que convino el monarca a su consejero y mano derecha para que se encargara personalmente de hacerlo sin demora.

No olvidaba el nieto de los Reyes Católicos que la ceremonia de su coronación como emperador del Sacro Imperio fue el acontecimiento que le unió al pintor, y valoró mucho de él desde el principio su habilidad para plasmar en sus retratos los valores de la Casa de Habsburgo, que siempre huyó de la ostentación y las banalidades de la que hacían gala muchos reyes de la época.

Sin embargo, Tiziano sabía que no era el único pintor del rey, porque había llegado a sus oídos que también hacía encargos a Francesco Mazzola del que sentía unos celos que creía fundados. No podía obviar, no obstante, que este era el tercer retrato que le hacía a su majestad, que ya había manifestado en el pasado su predilección por otro que también le había realizado el pintor italiano, esta vez en Bolonia, en el que lo pintó de cuerpo entero vestido con manto plata y calzas blancas, y portando en su mano derecha un puñal a la vez que acariciaba con la izquierda a un sumiso perro en clara alegoría a la nación italiana rendida a sus pies. Seguramente se habría sentido más tranquilo el veneciano de haber sabido que recibiría más encargos del soberano al que posteriormente habría de retratar, siempre con maestría, en la ancianidad con las piernas hinchadas y castigado por la gota y también lo hizo con su bella esposa Isabel de Portugal; sin olvidar que su hijo Felipe II, considerado por muchos el príncipe del Renacimiento y gran amante de la pintura y el arte, habría de considerarlo uno de sus pintores de cámara.

Estaba satisfecho el rey con su nuevo retrato, tanto que quiso enviarlo de inmediato a España para que acompañara en su ausencia a su querida emperatriz Isabel. No llegó a hacerlo y la fastuosa obra no llegó a nuestro país hasta bastante después, trasladada entre los cuadros de la pinacoteca privada de María de Hungría, su hermana.

Pudo ser contemplada primero en el pabellón de caza de los reyes del Palacio del Pardo y fue trasladado posteriormente al Real Alcázar de Madrid, residencia oficial de la familia real española, donde permaneció hasta 1734, año en el que se produjo el terrible incendio de nefastas consecuencias para esta edificación, por lo que fue llevado primero al Casón del Buen retiro y con posterioridad al Museo del Prado, en el que fue restaurado de las consecuencias del incendio y expuesto en su sala 27 para deleite del privilegiado visitante que quiera dedicar un poco de su tiempo a contemplar tan colosal obra.




Nota de la autora: Esta armadura está expuesta en la Real Armería del Palacio Real de Madrid para deleite del visitante.

sábado, 19 de octubre de 2024

LA ENIGMÁTICA PRINCESA DE ÉBOLI Y SU MANIFIESTA ENEMISTAD CON TERESA DE JESÚS, LA SANTA REBELDE

                                                                                                                                         

Ana Hurtado de Mendoza y de la Cerda nació el 29 de junio de 1540 en Cifuentes (Guadalajara), fue la única hija de Diego Hurtado de Mendoza y de la Cerda, conde de Mélito y nieto del Cardenal Mendoza prelado cuyo poderío fue tal bajo el reinado de los Reyes Católicos que llegaron a apodarlo como “el tercer rey de España”, y de Catalina de Silva y Álvarez de Toledo, duquesa de Francavila, por lo que puede afirmarse con rotundidad que fue la heredera de dos de las grandes casas nobles más poderosas de la época.

Su padre, el conde de Melito, fue nombrado por el emperador Carlos V presidente del Consejo de Órdenes Militares, por lo que hubo de establecer su residencia en la Corte.

Su madre, de origen portugués, resultó ser una mujer de carácter y educación refinada que, junto a su tía paterna María de Mendoza, marcaron fuertemente la infancia y adolescencia de Ana, que aprendió con ellas a moverse con destreza e inteligencia en el selecto ambiente de la corte real y los palacios familiares.

Contrajo matrimonio con Ruy Gomes de Silva, hombre de confianza y privado del rey Felipe II siendo aún una chiquilla, él era veinticuatro años mayor que ella, y pasó a ser dama de honor de la mujer del soberano, Isabel de Valois, adquiriendo con ello un rango social y político que supo aprovechar carteándose, por ejemplo, con la mismísima reina de Francia Catalina, madre de Isabel.

Era Astuta Ana Mendoza de la Cerda y supo situarse estratégicamente. Algunos dijeron que era una bella dama sin escrúpulos, otros hablaban de ella como una embaucadora y enigmática mujer fatal de parche en el ojo derecho, consecuencia de un traumatismo ocular provocado por el florete de un paje con el que practicaba el arte de la esgrima a los catorce años.

Es cierto que todos quedaban atrapados por el frío temperamento de esa mujer que sabía manejar el misterio con maestría. También lo hizo el monarca que decidió hacerla su amante mientras desagraviaba y mantenía entretenido a su privilegiado Ruy Gomes de Silva, su esposo, otorgándole el ducado de Pastrana que lo hizo tan feliz al abrirle “de par en par” las puertas de la Grandeza de España, y nombrándolo posteriormente mayordomo mayor de su hijo Carlos en un alarde, entendieron algunos, de generosidad y agradecimiento o con intención de alejarlo de la Corte, entendieron los más.

De todos era conocido el talante liberal de la joven Mendoza y su total oposición a los absolutismos en cualquiera de sus manifestaciones, no fue óbice, sin embargo, esta disensión para hacerle oportunos arrumacos al iluso soberano que la creía a sus pies.

Pero algo ocurrió en la Corte, algo que provocó el enfado del rey Felipe. Quizás fuera algún comentario desafortunado sobre el príncipe Carlos o sobre el infante Juan de Austria, lo cierto es que fue apartada bruscamente de Madrid y enviada a asistir a su marido a Pastrana. El monarca años después justificaría su decisión con un lacónico:

[…] ha mucho que conozco sus cosas…

Sin embargo, el duque permaneció en la consideración del rey que con el tiempo acabó haciéndolo príncipe de Éboli, y esto provocó cierto consuelo en la desesperanza de tantos años de Ana de Mendoza. Años en los que se había dedicado a ser esposa y madre, diez hijos tuvo, y sin embargo estos quehaceres no le habían impedido mantenerse en sus intrigas. Ahora siendo princesa de Éboli aspiraba a regresar altiva y con honores a la sociedad castellana que entendía se rendiría a sus pies.

Y qué mejor manera de hacerlo que por la siempre venturosa puerta de los afanes religiosos y dada la fama de Santa Teresa por toda Castilla, quiso colaborar en su causa promoviendo la fundación de un convento carmelitano en Pastrana, localidad que acabaría por convertirse en la residencia de los príncipes, ya que edificaron allí un fastuoso palacio de traza renacentista que aun a día de hoy perdura majestuoso.

En plena efervescencia mística mando llamar la princesa de Éboli a la Santa con premura, pero esta al verse interrumpida en su retiro espiritual se resistió a cumplir los caprichosos deseos de la princesa. Aun así accedió al final pretendiendo evitar su cólera y fue a visitarla. Esta visita se prolongaría durante tres meses en los que se buscó avanzar en los trabajos del nuevo convento, pero realmente no fue más que el comienzo de un gran conflicto entre ambas mujeres que, pese a que Ruy Gomes intentó mediar haciendo un encomiable ejercicio de cordura y diplomacia, acabo como “el rosario de la aurora” pues la colérica y veleidosa princesa quiso doblegar a la santa que, pese a sus votos, hizo un verdadero alarde de soberbia.

A pesar de todo la princesa de Éboli cedió aconsejada por su marido, y se fundaron en Pastrana dos conventos, el de los carmelitas varones, en las afueras de la villa, y el de las carmelitas descalzas en el interior cerca del palacio ducal.

Pronto volvieron los problemas porque la intrigante y manirrota princesa quiso dotar espléndidamente los conventos con la velada intención de manejar su administración y organización. Se produjo un nuevo “choque de trenes” entre las damas que llegó a provocar conflictos entre los monjes, las monjas y la fundadora. A duras penas conseguía el duque poner paz entre Santa Teresa y su mujer, y si lo conseguía era producto de su exquisito tacto y de la admiración y el cariño que por él sentía Teresa de Jesús.

Toda aquella figurada avenencia se desvaneció la noche del 29 de julio de 1573 en la que falleció el príncipe de Éboli porque su atribulada viuda, llevada por un súbito “impulso místico”, ingresó en ese mismo momento en el Convento de las Carmelitas Descalzas de Pastrana con el sobrenombre de Sor Ana de la Madre de Dios, ante la mirada aterrada de las demás religiosas que lo habitaban que verbalizaron el acontecimiento con una frase para la Historia:

“¡Ya podemos dar por deshecha y perdida nuestra casa!”

Ni que decir tiene que la de Éboli no se había planteado en su arrebato el voto de austeridad y pobreza, y pese a que se enfundó un raído sayal que le venía grande no quiso prescindir de su cortejo de dueñas y criadas, ordenando que todas ellas ingresaran como monjas con ella en el convento ante los atónitos ojos de la madre superiora, que le preguntó:

— ¿pero todas tienen vocación religiosa?

A lo que la de Éboli contestó:

— ¿Acaso ha de ser eso un impedimento?

Pronto se cansó la princesa de la austeridad del convento que había amadrinado y decidió trasladarse con su séquito, sus trajes y sus joyas a un edifico colindante que tenía salida directa a la calle. Mandó que lo acondicionaran y allí empezó a vivir y a recibir, pretendiendo aparentar una vida de recogimiento que provocaba el estupor de las hermanas carmelitas, que se quejaron a la madre superiora y esta a Santa Teresa, que creyó que podría hacerla entrar en razón sin obtener resultado alguno. No había remedio, ¡no podían expulsar a la dueña del convento!

Una fría mañana de mayo las carmelitas descalzas y su fundadora abandonaron Pastrana y dirigieron sus pasos a Segovia dejando con “tres palmos de narices” a la princesa, que hubo de tragarse la ofensa con simulado gesto de perdón y fingida magnanimidad ante tanta “carmelita a la fuga”. Sin embargo, le guardó un terrible y poco cristiano rencor a Teresa de Jesús que la llevó incluso a acusarla de hereje ante la Santa Inquisición por el Libro de Su Vida.

Después del desplante carmelitano abandona la princesa Pastrana y regresa a su palacio de Madrid y a su vida cortesana. No debió hacerlo porque de nuevo puso sus ojos en un hombre poderoso, Antonio Pérez hombre de confianza del rey, convirtiéndose en su amante y viéndose involucrada con ello en el asesinato de Juan Escobedo, secretario de Juan de Austria.

No perdonó Felipe II semejante crimen, quizás se sintió culpable por no ver a tiempo la traición de su mano derecha. Pérez acabó huyendo de España acosado por la justicia, pero logró eludir la prisión. No corrió igual suerte Ana de Mendoza que dio con sus aristocráticos huesos, muy a su pesar, en el Palacio Ducal de Pastrana en 1581, en régimen de arresto domiciliario y así se mantuvo durante diez años, sin que el rey tuviera del todo claro las razones. Lo cierto y verdad es que este encierro sobrevenido aceleró la muerte de la princesa que se produjo cuando tenía apenas cincuenta y dos años.

Quiero hacer valer para finalizar este relato, que no es mi intención la de haber alterado con él la percepción que ya tenía el lector de esta misteriosa dama,

¿A quién puede pasar desapercibida la críptica imagen de una mujer que consiguió hacer de un traumatismo ocular su marca medieval?

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                             


 

martes, 1 de octubre de 2024

INTERPRETACIÓN HERÁLDICA DEL ESCUDO DE ARMAS DEL CABALLERO

 

“EL BLASÓN HA DE SER BÉLICO, GALANTE Y SIMBÓLICO”



Queda recogido en el Título 21, Ley 8ª de la Segunda Partida de Alfonso X “el Sabio” que “la Nobleza se adquiere por linaje, por mérito o por sabiduría” existiendo por tanto lo que se conoce como Nobleza de Toga, Nobleza de Abolengo y la nobleza que nos ocupa conocida como Nobleza de Privilegio, que era concedida por el monarca como agradecimiento y recompensa a los servicios prestados en defensa de la Corona.

Este tipo de reconocimiento estaba la mayor parte de las veces directamente vinculado a un determinado tipo de honor, que aludía a la divinidad romana Honos y representaba el coraje en la guerra, y que durante el periodo medieval estuvo vinculado a la concesión de tierras en vasallaje como premio a la victoria sobre la morisma.

Esta clase de honor estaba íntimamente ligada a la figura del caballero que además debía poseer destreza militar y cualidades como valor, honestidad, inteligencia, fortaleza, mesura o lealtad.

No es difícil imaginarnos a un caballero en el S. XII forrado de hierro de los pies a la cabeza y blandiendo armas como el arco o la espada, la daga o el escudo, utilizadas todas ellas como señales de identidad del combatiente en la batalla.

La armería del caballero que en su origen fue una simple marca distintiva usada por este en combates y torneos, pasó a convertirse en blasón que no fue sino su escudo de guerra ornamentado con sus armas. Con el tiempo las armerías dejaron de estar reservadas a los combatientes convirtiéndose en familiares y hereditarias, y los blasones trascendieron del ámbito militar en el que nacieron y arrasaron en las actividades de la vida social sirviendo para adornar ropaje, casas y panteones.

En los funerales de un caballero su escudo de armas ocupaba un lugar destacado en el arzón de la silla de montar de su caballo y además era esculpido en su sepulcro. Su heredero recibía junto al feudo de su padre las armas que blasonaban su escudo como la más alta representación e identificación de su linaje, consolidando socialmente con ello una posición dominante.

En un mundo de profundo simbolismo como el medieval había nacido el arte de la heráldica y con él unas estrictas normas de blasonamiento que regirían el orden, el color y la posición de muebles y piezas heráldicas, y cuyo cumplimiento sería rigurosamente custodiado por heraldos y reyes de armas con el fin de evitar copias o usurpaciones.

Blasonar las armas de un caballero era reconocer el alma del portador, sus ideales, sus proezas y sus hazañas bélicas, que estas fueran motivo de inspiración en la composición de su escudo de armas y que a su vez este fuese reconocido a lo largo del tiempo a través de sus descendientes, en lo que empezaría a conocerse como heráldica heroica.

Como ya he referido las armas son consustanciales al caballero y entre ellas es la espada la más relevante por ser imprescindible tras “la pescozada” en el ritual de la ceremonia de su investidura, que se producía después de la toma de armas y el ceñimiento de la espada en el cíngulo.

Previamente debía haber sido velada la noche anterior, de ahí la expresión “velar armas” recogida en “El Quijote”, y bendecida en el momento del inicio del ceremonial. Es por ello por lo que además de ser representada en su blasón debía convertirse en su fiel compañera ya que el caballero no debía separarse de ella ni siquiera para comer o dormir, considerándose un deshonor la pérdida de la misma.

“No me desenvainéis sin razón, no me guardéis sin honor”

Era la leyenda que solía inscribirse en ella como muestra de respeto y consideración ante el más noble de los instrumentos de guerra.

Suele representarse en el escudo de armas la mayor parte de las veces sola sin figura humana que la esgrima, en cuyo caso hay que representarla desenvainada y con la punta hacia arriba. Otras veces aparece empuñada por un guerrero o representado este por un solo brazo que la blande, siempre el derecho que es símbolo de fortaleza. También puede representarse en las garras de algún animal regio como el león o el águila en cuyo caso se dirá que está “sostenida”. Su metal suele ser plata la hoja y oro la empuñadura.

Fue blasonada por primera vez en 1170 para la Orden Militar de Santiago de la Espada, fundada para combatir las fuerzas mahometanas por Pedro Fernández de Fuente Encalada y otros nobles caballeros

Como variante de la espada puede aparecer la daga, la cimitarra, el espadón, el sable, el estoque o la navaja. También suelen representarse en el blasón la lanza, la punta de lanza y la pica y como armas arrojadizas el arco con sus flechas o la piedra.

Es importante tener en cuenta los colores con los que se representan los fondos y las piezas del escudo de armas porque son altamente simbólicos. Previamente habrá que distinguir entre metales y esmaltes.

Cuando hablamos de metales nos estamos refiriendo a el oro, que se representa en el blasón monocromo mediante puntos, su virtud es la clemencia y sus cualidades mundanas son la riqueza, la generosidad y el esplendor, y a la plata, cuya representación gráfica sin color es el blanco, su virtud es la constancia y la honorabilidad y sus cualidades mundanas son la prosperidad y el poder.

Si nos referimos a los esmaltes deberemos distinguir entre el rojo o “gules”, cuya representación monocroma son las rayas verticales, su virtud la caridad y sus cualidades mundanas son la valentía, la nobleza y el furor; o el azul o “azur”, cuya representación monocroma son las rayas horizontales, su virtud la justicia y sus cualidades mundanas son la perseverancia, la vigilancia y la lealtad. El color verde se conoce en heráldica como “sinople” su representación monocroma son rayas diagonales de izquierda a derecha, su virtud la esperanza y sus cualidades mundanas son la honra, la cortesía, la amistad y la posesión. El color negro o “sable” era utilizado por el caballero cuando quería guardar el anonimato, su representación monocroma es la de rayas verticales y horizontales formando pequeños cuadros, su virtud es la de la discreción y la prudencia y sus cualidades mundanas son el duelo, la firmeza y la mesura. Nos queda hablar del color morado o “púrpura,” representado en el blasón monocromo con rayas diagonales de derecha a izquierda, su virtud es la devoción y sus cualidades humanas son la templanza, la autoridad y la soberanía. Junto con el “sinople” es el color menos utilizado en la heráldica del caballero.

En el capítulo de los símbolos de poder la heráldica recoge distintos muebles como cadenas, que representan sumisión a la Corona y acatamiento y están directamente relacionadas con haber combatido en la Batalla de las Navas de Tolosa en 1212, campanas, que se sacaron del contexto litúrgico para asociarlas a la justicia feudal, llaves, relacionadas con el oficio de gentilhombre y con la defensa de una fortaleza o población y con la seguridad, o candados como señal de fidelidad y secreto del servidor del monarca.

Si nos referimos a la morada del caballero las piezas heráldicas más habituales suelen ser los castillos que simbolizan refugio de fe frente a la herejía, grandeza y elevación y también asilo y salvaguardia. Eran símbolo de la fortaleza que hacían posible la defensa frente al enemigo, por lo que blasonarse con un castillo significaba haber defendido alguno de ellos. Suele estar representada esta figura totalmente en oro o plata y si en ella estuvieran perfiladas sus piedras en negro, se dirá que el castillo está “mazonado en sable”.

Las torres también son comunes como elemento alegórico en el escudo del caballero y simbolizan la constancia, la magnanimidad y la generosidad del hombre que ofrece su vida en defensa de su rey, y a veces representan el asalto o la conquista de alguna fortaleza enemiga.

Otro símbolo de poder heráldico muy utilizado en el blasón del caballero es el de un animal poderoso como es el león que en heráldica es el rey de las bestias y suele representarse blasonado como "rampante" pues es símbolo de defensa, coraje, nobleza y majestuosidad; el águila, reina de las aves, que suele aparecer con las alas extendidas y levantadas y la cola esparcida y toda ella de un solo esmalte el "sable", representando vigilancia, valor y generosidad o el lobo, el más astuto de los animales, asociado al significado de la defensa de armas que es blasonado como símbolo del soldado inteligente que ataca al enemigo siguiendo una elaborada estrategia, y suele representarse caminando con la mano derecha levantada en acción de marchar, que en heráldica se conoce como “pasante”.

También es muy representado en el escudo de armas del caballero el traje de guerra o armadura entera o alguna de sus partes y de todas ellas destaca el yelmo como figura principal. Representa la necesidad de defender la vida y aparece colocado en el "timbre", encima del broquel, y nos va a indicar si el propietario del escudo pertenece o no a la nobleza por su número de ranuras. Si el yelmo mira a la derecha del escudo denota hidalguía, si lo hace a la izquierda indica bastardía y si lo hace al frente evidencia hidalguía por ambos costados o ramas familiares. Se representa en plata y a veces de él parten hojas de acanto o plumaje rodeando el escudo, son los "lambrequines". Si en vez de estos el escudo está sujeto por figuras humanas estas reciben el nombre de "tenantes", si son de animales se llaman "soportes" y si son figuras vegetales o celestiales se conocen como "sostenes". Todas tienen una función ornamental.

En la heráldica del caballero al contrastar los escudos familiares con los expedientes de órdenes militares apreciamos que al ser investido el aspirante, muchas familias incluían en sus blasones el emblema o cruz de la orden a la que se había accedido para incrementar su prestigio y valor nobiliario, por lo que el nuevo blasón desde ese momento no se ajustaba al descrito en el expediente de pruebas del aspirante a caballero, creando en muchos casos desacierto y confusión a la hora de identificar linajes y apellidos si no era correctamente seguido el orden cronológico.

Hemos de tener en cuenta que al ser estas veneras atributos personales no hereditarios solían ir colocadas en el acolado o parte trasera del escudo de forma que solamente se vieran sus cuatro extremos o cabos. Estas cruces de órdenes militares como figuras heráldicas representan la senda hacia la divinidad y la defensa de la religión cristiana.

Para terminar esta breve introducción al arte del blasón quiero apuntar que para no aburrir al lector sólo he citado las figuras heráldicas más representativas de esta ciencia, pero desde el "Amadís de Gaula" hasta nuestros días han sido blasonadas una ingente cantidad de ellas, y que su honorable composición en el escudo de armas del caballero es directamente proporcional a la pericia del heraldista. Existen verdaderos genios, pero también muchos mentirosos. No es oro todo lo que reluce.


jueves, 12 de septiembre de 2024

«LA BELTRANEJA» Y «LA LOCA», DOS JUANAS A LAS QUE LA HISTORIA NO PERMITIÓ REINAR.

 

«DONDE HAY POCA JUSTICIA ES UN PELIGRO TENER RAZÓN» 

(Quevedo)



De mis lectores asiduos es conocida mi predilección por esos personajes a los que la Historia no les ha hecho justicia. Es este el caso de dos regias Juanas maltratadas por su entorno más cercano y humilladas por unos hechos históricos que tal vez hayan llegado tergiversados hasta nuestros días.

Juana “La Beltraneja”, hija del rey Enrique IV y de su esposa Juana de Portugal y por tanto, sobrina de Isabel I de Castilla, fue una infanta castellana que tuvo la desdicha de nacer bajo la sospecha alentada por el “bando Isabelino” de no ser hija del rey sino de su valido y privilegiado Beltrán de la Cueva, de ahí su apodo, por lo que aún proclamada reina de Castilla hubo de renunciar por tratado, el de Alcazobas, a todos sus títulos y posesiones y exiliarse en Portugal con dos posibles y humillantes alternativas: casarse con su primo el infante Juan, tras la anulación del matrimonio con su tío el rey Alfonso V acordada en “Las Tercerías de Moura”, o retirarse a un convento. Optó por el de Santa Clara en Coimbra en el que permaneció hasta su muerte, que se produjo en 1530, pero durante todo ese tiempo siguió firmando como “Yo, la reina”.

No hemos de olvidar tampoco que llegó a ser reina consorte de Portugal por su matrimonio con Alfonso V, hermano de su madre, cuando ella contaba tan sólo con doce años. Este matrimonio fue celebrado en Plasencia ciudad donde además fueron proclamados los contrayentes reyes de Castilla y León, proclamación que duraría poco gracias a su padre, el rey Enrique, que dudada “a ratos” de su paternidad debido a su manifiesta impotencia, por lo que firma el “Tratado de los Toros de Guisando” en septiembre de 1468 y su hermana Isabel es proclamada princesa de Asturias y por ello heredera legítima del trono de Castilla.

Debió sentirse muy traicionada “La Beltraneja”, más por venir esta traición de su propio padre. Tanto o más debió sentirla su prima hermana Juana apodada “La Loca”, que lo fue primero por su marido Felipe de Habsburgo, después por su padre el rey Fernando y posteriormente por su hijo el emperador Carlos V.

El “desequilibrio emocional” de Juana I de Castilla se atribuye a los devaneos amorosos de su esposo, que parece ser que provocaron en ella unos celos irracionales que la llevaron a la locura. Sin embargo, analizado el perfil de la reina a lo largo de la Historia, más pudiera deberse esta conducta de abstraimiento a una fuerte depresión ante la impotencia de ver como su marido se alejaba irremediablemente de ella, que a una enajenación mental. Todo ello convenientemente aderezado con el afán de su padre por recuperar el trono de Castilla muerto su yerno el rey Felipe I. Sobrevoló sobre esa muerte la sospecha de que fue el rey Fernando quien la encargó.

Pero los celos de Juana no eran algo nuevo en tan regia familia. Su madre Isabel “la Católica” también los había sufrido ante las infidelidades de su marido y estos provocaron fuertes ataques de ira en ella; sin embargo su fama de mujer contenida y profundamente misericordiosa atenuó el relato consiguiendo que su estabilidad emocional no fuera puesta en duda. De todos es conocido el refrán castellano de “Cría buena fama y échate a dormir, críala mala y échate a morir.”

Hubo quien en ningún momento cuestionó la capacidad para reinar de Juana, así el obispo de Córdoba enviado en 1501 por los Reyes Católicos como embajador a Flandes la definió como “muy cuerda y bien asentada, aunque con arranques temperamentales como su imponente madre, que también era propensa a sufrir accesos de melancolía”.

Cabe pensar que ese interés por incapacitarla pudiera tener más que ver con una conspiración política masculina que con una presunta enajenación mental, y que ese comportamiento calificado como “extravagante” pudiera responder a un intento de reafirmación en un mundo dominado por hombres a los que no les temblaba el pulso a la hora de usurpar los legítimos derechos de sucesión al trono, aunque fueran los de su propia hija, los de su madre o los de su esposa.

Fuera por una razón o por otra, lo históricamente constatado es que se la privó de reinar encerrándola cuarenta y siete años en el Castillo de Tordesillas.

¿Quién puede sobrevivir a casi cinco décadas de total aislamiento desposeído de todos sus derechos incluidos los dinásticos y permanecer cuerdo?

Hemos de concluir después de lo leído que existe cierta similitud en el destino de estas dos mujeres pertenecientes ambas al linaje de los Trastámara, en el que fueron víctimas de no pocas intrigas políticas y familiares. Ambas fueron utilizadas como `peones en un “juego de tronos” donde sus deseos y capacidades fueron ignorados perseguidas por despectivos apodos, “la Beltraneja” y “la Loca”, que les hicieron poca justicia y marcaron sus parejos destinos de destierro y encierro.

Es probable que el error de ambas fuera desear que permaneciesen respetados sus legítimos derechos dinásticos en una época donde ser mujer y aspirar al poder era un desafío monumental. Quizás lo siga siendo.

sábado, 3 de agosto de 2024

FELIPE II ¿” EL PRUDENTE” O “EL DEMONIO DEL MEDIODÍA”? LA LEYENDA NEGRA DE UN REY

 



CAPÍTULO II


“NON SUFFICIT ORBIS”

“EL MUNDO NO ES SUFICIENTE”


En los últimos minutos la agonía del monarca se había acentuado, musitaba una letanía que todos interpretaron como rezos pero que a su hija Isabel Clara Eugenia le intranquilizaba. Cogió la mano de su padre entre las suyas y se sentó a su lado en la enorme cama monarcal, era su hija más querida la que siempre estuvo silenciosamente a su lado y de su lado. Sabía que esta vez no eran rezos sus susurros, algo le perturbaba porque intentaba levantar desasosegadamente la cabeza buscando a alguien al fondo de la habitación.

El rey había dejado de tener dolores para sumirse en una sensación de paz que le proporcionaba una voz que le sonaba tremendamente familiar, se trataba de su abuela Juana. De sobra sabía él, que sintió adoración desde su niñez por ella, que fue injustamente tratada por su padre, el rey Fernando, por su marido Felipe “El hermoso” y por su hijo Carlos V. Sentía el rey Felipe que la reina Juana venía a sosegarlo para que pudiera hacer el camino hacia otra vida, probablemente más amable que esta, de su mano sin incertidumbres ni miedos. Necesitaba desahogar su congoja por lo mal hecho, nadie mejor que ella para entenderlo.

Quería hacerle saber que no fue su intención que su hijo el infante Carlos muriera, y que no tuvo nada que ver en su fallecimiento ni en de su tía y esposa María Tudor, de los que le culparon sus detractores. Que todas sus decisiones acertadas o no, las había tomado pensando más en sus súbditos y en La Corona que en él mismo.

Juana lo miró con ternura y le hizo un gesto con la mano para que se tranquilizara, sabía que su nieto necesitaba vaciar su alma antes de partir y quería transmitirse que estaba allí para que lo hiciera.

Fue ella quien empezó a hablarle de Ana de Austria su cuarta esposa. La reina conocía la predilección de su nieto Felipe por las mujeres de su familia para hacerlas sus esposas porque Ana era hija de María de Austria, hermana del monarca, y por tanto su sobrina carnal. La había desposado en 1570 después de haber estado prometida con su hijo, el malogrado príncipe de Asturias, que había fallecido dos años antes.

La nueva y joven reina había traído un poco de alegría al ambiente rígido de la Corte y había cumplido sobradamente con su obligación dándole cinco hijos. Quiso hacer valer la anciana reina que además había sido una buena madrastra para Isabel Clara Eugenia y para Catalina Micaela, y que todos en palacio afirmaban con rotundidad que el rey estaba enamorado de su nueva y joven esposa porque se sabía que visitaba su dormitorio dos y tres veces al día.

Nuevamente castigó la consanguinidad al monarca como una maldición porque los tres hijos mayores paridos por la reina Ana murieron a temprana edad quedando como heredero el joven Felipe, que reinaría como Felipe III, que empezó ya en su más tierna infancia a dar muestras de incapacidad. Los informes de sus preceptores eran poco alentadores, en ellos transmitían su preocupación por el desarrollo poco normal del pequeño que a los cuatro años todavía no tenía ni un diente.

Quería el moribundo rey tener tiempo y fuerzas para contarse a su abuela la satisfacción que sintió al proclamarse rey de Portugal, muerto el rey Sebastián. Lo valiente y aguerrido que estuvo el duque de Alba al mando de los tercios italianos entrando en el país vecino tras la negativa de las Cortes de Tomar a elevarlo al trono, aunque por ser hijo de Isabel de Portugal tuviera derecho a él, y tras la victoria de la Batalla de Alcántara, que recibió ese nombre porque acaeció en la freguesia de Alcántara cerca de Lisboa, sometiendo cualquier foco de resistencia lusa.


-¡en dos meses abuela, en dos meses fui proclamado rey de Portugal!- 


Asentía la reina, - lo sé Felipe, lo sé, tranquilizaos – No quería importunarlo, no quería que se exaltara, sabía que había una tremenda derrota en su atormentada alma de jefe del Estado. Todavía soñaba el soberano con esa magnífica flota que partió de Lisboa en 1588 con dieciocho mil hombres y ciento treinta naves, con la intención de reunirse con los Tercios de Flandes después de cruzar el Canal de la Mancha. Había insistido el monarca en que todos los embarcados debían dejar sus disputas y rencores en tierra bajo pena de muerte, y había instaurado como consigna:


“Mares grandes y peligrosos son, pero con Jesucristo crucificado todo se puede”


El enemigo inglés parecía conocer los planes de la expedición y aprovechó la circunstancia de que había naves de distinto velamen, por lo que era difícil que mantuviesen todas la misma velocidad de crucero, y cada vez que un barco español quedaba rezagado era atacado y hundido sin apenas capacidad de reacción del resto de la flota. No fueron capaces los españoles de mantener cohesionada la caterva y las condiciones meteorológicas tampoco ayudaron, por lo que la armada cada vez más mermada e insegura ante la inminente y arriesgada empresa de cruzar el Canal, vista la imposibilidad de coordinar barcos y tropas, decidió dar la vuelta por detrás de Irlanda y volver a España, regresando a puerto, de las ciento treinta naves que partieron, veintiocho y de los dieciocho mil hombres embarcados, tres mil. Fue el primer fracaso militar de España en casi un siglo, fue la derrota de la que los ingleses irónicamente llamaron “La Armada Invencible”, y caló profundamente en los españoles poco acostumbrados a perder.

Paralelamente, el ejército español había ocupado París y otras ciudades francesas porque el monarca español también aspiraba al trono de Francia. No contaba con que el otro aspirante, el protestante Enrique de Borbón, se convertiría al catolicismo para poder reinar justificando su conversión con una frase para la posteridad:

“París bien vale una misa” (“París vaut bien une messe”)

Se quedó Felipe ante tan repentina metamorfosis mística sin apoyos, por lo que se vio forzado a firmar la paz y a renunciar a cualquier deseo de alcanzar el trono francés. Este fue el comienzo de la dinastía borbónica en Francia que obligó al soberano español a marchar de París derrotado y humillado, diez años de guerra completamente inútiles. Por si todo esto no fuera bastante, el nuevo rey Borbón declaró la guerra a España a los pocos meses de alcanzar el trono.

Seguía Isabel Clara Eugenia sentada en la cama de su padre, desconocía el porqué de tanta agitación. Pareciera que el rey estuviera manteniendo una imaginada conversación con alguien a quién nadie de los presentes alcanzaba a ver. Sentía su mano a ratos temblorosa y otros ratos enérgica y nerviosa, intentaba calmar su inquietud con cataplasmas que colocaba cuidadosamente en su pecho retirando el encaje del camisón que lo cubría. Había creído entender alguna palabra suelta en esa retahíla ininteligible que mantenía su progenitor hacia un largo rato. Miró al padre Sigüenza que estaba tan confuso como ella, su hermanastro Felipe ojeaba distraídamente el “Amadís de Gaula”, libro de cabecera de su padre, que había tomado de la mesilla y estaba ajeno a los acontecimientos de la estancia.

Todo estaba ya dispuesto para afrontar las honras fúnebres del soberano. El ataúd que había mandado construir el rey se encontraba ya preparado en la antecámara contigua. Se trataba de una sobria pieza elaborada con la madera de un barco que encontró encallado el monarca en uno de sus paseos por Lisboa.

Sin embargo el rey se resistía a abandonar este mundo, parecía que incluso había recuperado el resuello en la última hora. Seguía empeñado en levantar la cabeza por lo que le acomodaron una almohada detrás del cuello.

- “No os apuréis mi querido nieto que sigo aquí con vos” le dijo la reina

El rey hacía esfuerzos para reconocer los rasgos de su abuela, pero sólo alcanzaba a ver a una anciana de largo pelo gris vestida con una raida túnica de un color pardo indefinido. Llevaba un escapulario colgado del cuello y portaba algo en la mano derecha que pudiera ser una caja o un pequeño baúl.

Su nieto quería saber que contenía, pero la reina Juana estaba reticente a contárselo. Tanto insistió Felipe que acabó por decirle que tenía un bien muy preciado en esa pequeña caja, eran algunos huesos de su amado Felipe, su abuelo. La habían acusado de desenterrar los restos de su marido en un gesto de desesperación ante su súbita e inesperada muerte, y de pasearse con ellos por palacio.

- “Es cierto Felipe, y espero que lo entendáis, nadie mejor que vos que me conocistéis bien para hacerlo” -

De sobra sabía su nieto lo que había sufrido la reina Juana I de Castilla apodada “La Loca” por la muerte de su marido, sabía también que se sintió traicionada por los tres hombres de su vida, el rey Fernando “El Católico”, su padre, el archiduque Felipe de Habsburgo, su marido, y el emperador Carlos, su hijo.

- “Los tres ambicionaron algo que yo tenía, Castilla, y los tres intentaron anularme y tacharme de loca para quitarle lo que legítimamente era mío”. -

- “Me encerraron durante cuarenta y seis años en el Castillo de Tordesillas, ¡nadie se apiadó de mí! –

El rey Felipe sabía que su abuela no mentía, ni siquiera exageraba.

- ¿Vos creéis Felipe, prosiguió la reina, que si yo estuviera enajenada podría haber educado e instruído a vuestra tía Catalina a la que encerraron conmigo?

- ¡Qué tremenda injusticia cometieron! ¡¿Cómo es posible que se pueda condenar a una niña desde su nacimiento a vivir encerrada sin apenas ver la luz del día, sin poder jugar con niños de su edad y sin tener trato con nadie más allá de mi dama de cámara, Ana Cifuentes, o el jefe de mi Casa D. Hernán Duque? –

Se quedó ensimismada en sus pensamientos Juana de Castilla, parecía asolada por la pena.

- ¡Qué guapa era vuestra tía la infanta Catalina! - Dijo al fin, - ¡cómo se parecía a su padre!¡Cómo la habría querido mi amado Felipe si la hubiera conocido! –

- No quiero entristeceros con mis pensamientos amado nieto, quiero que sepáis que a pesar de la traición del rey consorte Felipe, yo le amaba y sufrí enormemente por su muerte. Es justo reconocer que en sus últimos momentos me pidió perdón por todas sus infidelidades, y yo le perdoné. –

- Quizás os parezca extraño Felipe, pero quise quedarme con alguno de sus huesos porque siempre sospeché que su hermana, la archiduquesa Margarita de Habsburgo, vuestra tía y mi cuñada, quería llevarse sus restos a Flandes, pero también fue una forma de mantener los derechos dinásticos de vuestro padre, porque si se me tachaban de loca eso desalentaría a futuros pretendientes y por tanto podría mantener mi viudez. Os recuerdo que mi antepasada Urraca, reina de León conocida como "La Temeraria", se vio obligada al enviudar a volver a casarse para poder reinar, y su nuevo esposo hizo introducir una cláusula en las capitulaciones del nuevo enlace en la que se recogía que el heredero del reino sería el nacido de ese matrimonio, y no el que ya existía nacido del anterior con Raimundo de Borgoña. -

- Le llamaron celos necrofílicos a mi fetichismo por los restos óseos de mi amado esposo y a mí no me importó, yo quería que mi hijo Carlos fuera rey y así me lo agradeció, proclamándose soberano, muerto mi padre el rey Fernando, estando yo aún viva. -

- Nunca había reflexionado sobre ello abuela -, dijo el monarca, - quizás fui insensible a vuestra historia y os pido disculpas por ello, pero os aseguro que nadie quiso hablar de ella, todos miraron para otro lado. -

El rey Felipe quería aliviar su conciencia antes de la partida, y eso implicaba hacer partícipe a su abuela del “asunto” de su secretario de Estado Antonio Pérez, ¡un gran traidor! pensó, y sin embargo quería ser justo al recordar la historia.

El padre del citado Antonio Pérez ya era secretario de Estado del rey Carlos V, por lo que su hijo quiso heredar el cargo y paso a serlo del rey Felipe. Pérez era un hombre de modales cultivados y don de gentes, pero también un tremendo caradura sin escrúpulos que no dudaría un minuto en pisar a quien fuese necesario para alcanzar sus metas. Con estos antecedentes a nadie sorprenderá su relación amorosa con la princesa de Éboli, mujer ambiciosa y de ética relajada que además era amante del rey. La pareja en su afán de enriquecimiento personal no dudó un momento en pergeñar un plan para “quitarse del medio” al duque de Alba y a Juan de Austria, hermanastro del soberano, del mismo plumazo.

Antonio se encargó de enemistar a Felipe II con su entorno más cercano y con su círculo de nobles, siguiendo la vieja táctica de aislar a la víctima. Le hizo dudar de la confianza de su hermano Juan de Austria haciéndole creer que este urdía un plan a sus espaldas para, con los Tercios de Flandes, invadir Inglaterra proclamándose allí soberano y hacer la guerra a España. El rey español, que ni por un momento sospechó lo que tramaba Antonio Pérez, puso un secretario a su hermano con la intención de estar informado de todos sus movimientos, este informante no era otro que Juan Escobedo. Pero el sagaz Juan de Austria descubrió pronto el plan de Pérez y envió a Juan Escobedo a Madrid con pruebas irrefutables de la traición del secretario Pérez para que las viera el rey. El desasosiego se apoderó del traidor que atravesó con su espada a Escobedo, por lo que fue detenido acusado de alta traición y asesinato. Logró escapar de la cárcel y huyó a Aragón pero el monarca solicitó a la justicia su entrega, hubo que recurrir incluso a la Inquisición y ni así fueron capaces de apresar a Antonio Pérez, que parece ser que huyó a Francia donde consiguió que el rey Borbón le apoyara, y de ahí marchó a Inglaterra donde vendió información que propició que los ingleses atacaran y saquearan Cádiz en 1596.

- ¡Qué culpable me sentí por la muerte de Escobedo¡, ¡qué impotencia por no haber apresado a Pérez! -

- Yo que llegué a acuñar monedas con el lema” Non sufficit Orbis” (el mundo no es suficiente) no supe reconocer al miserable traidor que tenía a mi lado. -

Volvía a revolverse intranquilo el rey en su lecho, las plañideras comenzaban de nuevo a rezar intuyendo que estaba próxima la hora de su marcha. La luz de la mañana se colaba por entre las espesas cortinas y mostraba los rostros cansados de los allí presentes, la noche había sido larga y agitada.

De pronto la mano del soberano buscó la del padre Sigüenza que no se despegaba de su cabecera, quería que se acercara su hijo y heredero.

El inconstante príncipe de Asturias se aproximó a la cama por indicación de Sigüenza que con un gesto quiso darle a entender que el monarca quería hablarle. Acercó el infante su oído a la boca de su padre que con gran esfuerzo farfulló:

“Para que veáis en lo que paran las monarquías de este mundo”

No acertó el príncipe de Asturias a entender lo que quería decirle el rey, y volvió a sentarse con gesto distraído en la jamuga frente a su cama.

-No temáis Felipe, dijo la reina Juana, -reinará que es lo importante, acaso no será el mejor rey pero, ¿quién lo fue? –

Falleció el soberano entrada la mañana de ese 13 de septiembre en el que catorce años antes había puesto la primera piedra de su faraónico Monasterio de El Escorial. Murió tranquilo, había pedido que llegado este momento ataran a su cuello una vulgar cruz de palo, nada más. No quería joyas.

Se puso el sol en el imperio donde nunca lo había hecho, y la peste se llevó ese año de 1598 a uno de cada seis españoles. Murió el último de los Austrias mayores, para muchos paradigma de la monarquía española pero para otros tantos un rey imprudente  y prepotente.

Invito al sabio lector a que saque sus propias conclusiones porque como es bien sabido, casi siempre nada es lo que parece.