En los últimos minutos la agonía del monarca se había acentuado, musitaba una letanía que todos interpretaron como rezos pero que a su hija Isabel Clara Eugenia le intranquilizaba. Cogió la mano de su padre entre las suyas y se sentó a su lado en la enorme cama monarcal, era su hija más querida la que siempre estuvo silenciosamente a su lado y de su lado. Sabía que esta vez no eran rezos sus susurros, algo le perturbaba porque intentaba levantar desasosegadamente la cabeza buscando a alguien al fondo de la habitación.
El rey había dejado de tener dolores para sumirse en una sensación de paz que le proporcionaba una voz que le sonaba tremendamente familiar, se trataba de su abuela Juana. De sobra sabía él, que sintió adoración desde su niñez por ella, que fue injustamente tratada por su padre, el rey Fernando, por su marido Felipe “El hermoso” y por su hijo Carlos V. Sentía el rey Felipe que la reina Juana venía a sosegarlo para que pudiera hacer el camino hacia otra vida, probablemente más amable que esta, de su mano sin incertidumbres ni miedos. Necesitaba desahogar su congoja por lo mal hecho, nadie mejor que ella para entenderlo.
Quería hacerle saber que no fue su intención que su hijo el infante Carlos muriera, y que no tuvo nada que ver en su fallecimiento ni en de su tía y esposa María Tudor, de los que le culparon sus detractores. Que todas sus decisiones acertadas o no, las había tomado pensando más en sus súbditos y en La Corona que en él mismo.
Juana lo miró con ternura y le hizo un gesto con la mano para que se tranquilizara, sabía que su nieto necesitaba vaciar su alma antes de partir y quería transmitirse que estaba allí para que lo hiciera.
Fue ella quien empezó a hablarle de Ana de Austria su cuarta esposa. La reina conocía la predilección de su nieto Felipe por las mujeres de su familia para hacerlas sus esposas porque Ana era hija de María de Austria, hermana del monarca, y por tanto su sobrina carnal. La había desposado en 1570 después de haber estado prometida con su hijo, el malogrado príncipe de Asturias, que había fallecido dos años antes.
La nueva y joven reina había traído un poco de alegría al ambiente rígido de la Corte y había cumplido sobradamente con su obligación dándole cinco hijos. Quiso hacer valer la anciana reina que además había sido una buena madrastra para Isabel Clara Eugenia y para Catalina Micaela, y que todos en palacio afirmaban con rotundidad que el rey estaba enamorado de su nueva y joven esposa porque se sabía que visitaba su dormitorio dos y tres veces al día.
Nuevamente castigó la consanguinidad al monarca como una maldición porque los tres hijos mayores paridos por la reina Ana murieron a temprana edad quedando como heredero el joven Felipe, que reinaría como Felipe III, que empezó ya en su más tierna infancia a dar muestras de incapacidad. Los informes de sus preceptores eran poco alentadores, en ellos transmitían su preocupación por el desarrollo poco normal del pequeño que a los cuatro años todavía no tenía ni un diente.
Quería el moribundo rey tener tiempo y fuerzas para contarse a su abuela la satisfacción que sintió al proclamarse rey de Portugal, muerto el rey Sebastián. Lo valiente y aguerrido que estuvo el duque de Alba al mando de los tercios italianos entrando en el país vecino tras la negativa de las Cortes de Tomar a elevarlo al trono, aunque por ser hijo de Isabel de Portugal tuviera derecho a él, y tras la victoria de la Batalla de Alcántara, que recibió ese nombre porque acaeció en la freguesia de Alcántara cerca de Lisboa, sometiendo cualquier foco de resistencia lusa.
-¡en dos meses abuela, en dos meses fui proclamado rey de Portugal!-
Asentía la reina, - lo sé Felipe, lo sé, tranquilizaos – No quería importunarlo, no quería que se exaltara, sabía que había una tremenda derrota en su atormentada alma de jefe del Estado. Todavía soñaba el soberano con esa magnífica flota que partió de Lisboa en 1588 con dieciocho mil hombres y ciento treinta naves, con la intención de reunirse con los Tercios de Flandes después de cruzar el Canal de la Mancha. Había insistido el monarca en que todos los embarcados debían dejar sus disputas y rencores en tierra bajo pena de muerte, y había instaurado como consigna:
“Mares grandes y peligrosos son, pero con Jesucristo crucificado todo se puede”
El enemigo inglés parecía conocer los planes de la expedición y aprovechó la circunstancia de que había naves de distinto velamen, por lo que era difícil que mantuviesen todas la misma velocidad de crucero, y cada vez que un barco español quedaba rezagado era atacado y hundido sin apenas capacidad de reacción del resto de la flota. No fueron capaces los españoles de mantener cohesionada la caterva y las condiciones meteorológicas tampoco ayudaron, por lo que la armada cada vez más mermada e insegura ante la inminente y arriesgada empresa de cruzar el Canal, vista la imposibilidad de coordinar barcos y tropas, decidió dar la vuelta por detrás de Irlanda y volver a España, regresando a puerto, de las ciento treinta naves que partieron, veintiocho y de los dieciocho mil hombres embarcados, tres mil. Fue el primer fracaso militar de España en casi un siglo, fue la derrota de la que los ingleses irónicamente llamaron “La Armada Invencible”, y caló profundamente en los españoles poco acostumbrados a perder.
Paralelamente, el ejército español había ocupado París y otras ciudades francesas porque el monarca español también aspiraba al trono de Francia. No contaba con que el otro aspirante, el protestante Enrique de Borbón, se convertiría al catolicismo para poder reinar justificando su conversión con una frase para la posteridad:
“París bien vale una misa” (“París vaut bien une messe”)
Se quedó Felipe ante tan repentina metamorfosis mística sin apoyos, por lo que se vio forzado a firmar la paz y a renunciar a cualquier deseo de alcanzar el trono francés. Este fue el comienzo de la dinastía borbónica en Francia que obligó al soberano español a marchar de París derrotado y humillado, diez años de guerra completamente inútiles. Por si todo esto no fuera bastante, el nuevo rey Borbón declaró la guerra a España a los pocos meses de alcanzar el trono.
Seguía Isabel Clara Eugenia sentada en la cama de su padre, desconocía el porqué de tanta agitación. Pareciera que el rey estuviera manteniendo una imaginada conversación con alguien a quién nadie de los presentes alcanzaba a ver. Sentía su mano a ratos temblorosa y otros ratos enérgica y nerviosa, intentaba calmar su inquietud con cataplasmas que colocaba cuidadosamente en su pecho retirando el encaje del camisón que lo cubría. Había creído entender alguna palabra suelta en esa retahíla ininteligible que mantenía su progenitor hacia un largo rato. Miró al padre Sigüenza que estaba tan confuso como ella, su hermanastro Felipe ojeaba distraídamente el “Amadís de Gaula”, libro de cabecera de su padre, que había tomado de la mesilla y estaba ajeno a los acontecimientos de la estancia.
Todo estaba ya dispuesto para afrontar las honras fúnebres del soberano. El ataúd que había mandado construir el rey se encontraba ya preparado en la antecámara contigua. Se trataba de una sobria pieza elaborada con la madera de un barco que encontró encallado el monarca en uno de sus paseos por Lisboa.
Sin embargo el rey se resistía a abandonar este mundo, parecía que incluso había recuperado el resuello en la última hora. Seguía empeñado en levantar la cabeza por lo que le acomodaron una almohada detrás del cuello.
- “No os apuréis mi querido nieto que sigo aquí con vos” le dijo la reina.
El rey hacía esfuerzos para reconocer los rasgos de su abuela, pero sólo alcanzaba a ver a una anciana de largo pelo gris vestida con una raida túnica de un color pardo indefinido. Llevaba un escapulario colgado del cuello y portaba algo en la mano derecha que pudiera ser una caja o un pequeño baúl.
Su nieto quería saber que contenía, pero la reina Juana estaba reticente a contárselo. Tanto insistió Felipe que acabó por decirle que tenía un bien muy preciado en esa pequeña caja, eran algunos huesos de su amado Felipe, su abuelo. La habían acusado de desenterrar los restos de su marido en un gesto de desesperación ante su súbita e inesperada muerte, y de pasearse con ellos por palacio.
- “Es cierto Felipe, y espero que lo entendáis, nadie mejor que vos que me conocistéis bien para hacerlo” -
De sobra sabía su nieto lo que había sufrido la reina Juana I de Castilla apodada “La Loca” por la muerte de su marido, sabía también que se sintió traicionada por los tres hombres de su vida, el rey Fernando “El Católico”, su padre, el archiduque Felipe de Habsburgo, su marido, y el emperador Carlos, su hijo.
- “Los tres ambicionaron algo que yo tenía, Castilla, y los tres intentaron anularme y tacharme de loca para quitarle lo que legítimamente era mío”. -
- “Me encerraron durante cuarenta y seis años en el Castillo de Tordesillas, ¡nadie se apiadó de mí! –
El rey Felipe sabía que su abuela no mentía, ni siquiera exageraba.
- ¿Vos creéis Felipe, prosiguió la reina, que si yo estuviera enajenada podría haber educado e instruído a vuestra tía Catalina a la que encerraron conmigo?
- ¡Qué tremenda injusticia cometieron! ¡¿Cómo es posible que se pueda condenar a una niña desde su nacimiento a vivir encerrada sin apenas ver la luz del día, sin poder jugar con niños de su edad y sin tener trato con nadie más allá de mi dama de cámara, Ana Cifuentes, o el jefe de mi Casa D. Hernán Duque? –
Se quedó ensimismada en sus pensamientos Juana de Castilla, parecía asolada por la pena.
- ¡Qué guapa era vuestra tía la infanta Catalina! - Dijo al fin, - ¡cómo se parecía a su padre!¡Cómo la habría querido mi amado Felipe si la hubiera conocido! –
- No quiero entristeceros con mis pensamientos amado nieto, quiero que sepáis que a pesar de la traición del rey consorte Felipe, yo le amaba y sufrí enormemente por su muerte. Es justo reconocer que en sus últimos momentos me pidió perdón por todas sus infidelidades, y yo le perdoné. –
- Quizás os parezca extraño Felipe, pero quise quedarme con alguno de sus huesos porque siempre sospeché que su hermana, la archiduquesa Margarita de Habsburgo, vuestra tía y mi cuñada, quería llevarse sus restos a Flandes, pero también fue una forma de mantener los derechos dinásticos de vuestro padre, porque si se me tachaban de loca eso desalentaría a futuros pretendientes y por tanto podría mantener mi viudez. Os recuerdo que mi antepasada Urraca, reina de León conocida como "La Temeraria", se vio obligada al enviudar a volver a casarse para poder reinar, y su nuevo esposo hizo introducir una cláusula en las capitulaciones del nuevo enlace en la que se recogía que el heredero del reino sería el nacido de ese matrimonio, y no el que ya existía nacido del anterior con Raimundo de Borgoña. -
- Le llamaron celos necrofílicos a mi fetichismo por los restos óseos de mi amado esposo y a mí no me importó, yo quería que mi hijo Carlos fuera rey y así me lo agradeció, proclamándose soberano, muerto mi padre el rey Fernando, estando yo aún viva. -
- Nunca había reflexionado sobre ello abuela -, dijo el monarca, - quizás fui insensible a vuestra historia y os pido disculpas por ello, pero os aseguro que nadie quiso hablar de ella, todos miraron para otro lado. -
El rey Felipe quería aliviar su conciencia antes de la partida, y eso implicaba hacer partícipe a su abuela del “asunto” de su secretario de Estado Antonio Pérez, ¡un gran traidor! pensó, y sin embargo quería ser justo al recordar la historia.
El padre del citado Antonio Pérez ya era secretario de Estado del rey Carlos V, por lo que su hijo quiso heredar el cargo y paso a serlo del rey Felipe. Pérez era un hombre de modales cultivados y don de gentes, pero también un tremendo caradura sin escrúpulos que no dudaría un minuto en pisar a quien fuese necesario para alcanzar sus metas. Con estos antecedentes a nadie sorprenderá su relación amorosa con la princesa de Éboli, mujer ambiciosa y de ética relajada que además era amante del rey. La pareja en su afán de enriquecimiento personal no dudó un momento en pergeñar un plan para “quitarse del medio” al duque de Alba y a Juan de Austria, hermanastro del soberano, del mismo plumazo.
Antonio se encargó de enemistar a Felipe II con su entorno más cercano y con su círculo de nobles, siguiendo la vieja táctica de aislar a la víctima. Le hizo dudar de la confianza de su hermano Juan de Austria haciéndole creer que este urdía un plan a sus espaldas para, con los Tercios de Flandes, invadir Inglaterra proclamándose allí soberano y hacer la guerra a España. El rey español, que ni por un momento sospechó lo que tramaba Antonio Pérez, puso un secretario a su hermano con la intención de estar informado de todos sus movimientos, este informante no era otro que Juan Escobedo. Pero el sagaz Juan de Austria descubrió pronto el plan de Pérez y envió a Juan Escobedo a Madrid con pruebas irrefutables de la traición del secretario Pérez para que las viera el rey. El desasosiego se apoderó del traidor que atravesó con su espada a Escobedo, por lo que fue detenido acusado de alta traición y asesinato. Logró escapar de la cárcel y huyó a Aragón pero el monarca solicitó a la justicia su entrega, hubo que recurrir incluso a la Inquisición y ni así fueron capaces de apresar a Antonio Pérez, que parece ser que huyó a Francia donde consiguió que el rey Borbón le apoyara, y de ahí marchó a Inglaterra donde vendió información que propició que los ingleses atacaran y saquearan Cádiz en 1596.
- ¡Qué culpable me sentí por la muerte de Escobedo¡, ¡qué impotencia por no haber apresado a Pérez! -
- Yo que llegué a acuñar monedas con el lema” Non sufficit Orbis” (el mundo no es suficiente) no supe reconocer al miserable traidor que tenía a mi lado. -
Volvía a revolverse intranquilo el rey en su lecho, las plañideras comenzaban de nuevo a rezar intuyendo que estaba próxima la hora de su marcha. La luz de la mañana se colaba por entre las espesas cortinas y mostraba los rostros cansados de los allí presentes, la noche había sido larga y agitada.
De pronto la mano del soberano buscó la del padre Sigüenza que no se despegaba de su cabecera, quería que se acercara su hijo y heredero.
El inconstante príncipe de Asturias se aproximó a la cama por indicación de Sigüenza que con un gesto quiso darle a entender que el monarca quería hablarle. Acercó el infante su oído a la boca de su padre que con gran esfuerzo farfulló:
“Para que veáis en lo que paran las monarquías de este mundo”
No acertó el príncipe de Asturias a entender lo que quería decirle el rey, y volvió a sentarse con gesto distraído en la jamuga frente a su cama.
-No temáis Felipe, dijo la reina Juana, -reinará que es lo importante, acaso no será el mejor rey pero, ¿quién lo fue? –
Falleció el soberano entrada la mañana de ese 13 de septiembre en el que catorce años antes había puesto la primera piedra de su faraónico Monasterio de El Escorial. Murió tranquilo, había pedido que llegado este momento ataran a su cuello una vulgar cruz de palo, nada más. No quería joyas.
Se puso el sol en el imperio donde nunca lo había hecho, y la peste se llevó ese año de 1598 a uno de cada seis españoles. Murió el último de los Austrias mayores, para muchos paradigma de la monarquía española pero para otros tantos un rey imprudente y prepotente.
Invito al sabio lector a que saque sus propias conclusiones porque como es bien sabido, casi siempre nada es lo que parece.
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