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domingo, 21 de mayo de 2023

DE COMO UN INCIDENTE ENTRE EL CLAVERO Y EL MAESTRE DE LA ORDEN DE ALCÁNTARA, REMOVIÓ LOS CIMIENTOS DE ESTA ORDEN Y HASTA LOS DE LA CORONA.



Quizás sea interesante, para empezar, situar el momento histórico del incidente que nos ocupa, y es que cuando este se produjo reinaba en Castilla Enrique IV, rey de carácter errático e inconstante del que decían los nobles de su corte que “el lunes podía no saludarte y el miércoles preguntarte por la fecha del nacimiento de todos tus hijos”.

En este contexto monarcal y bajo el valimiento de Juan Pacheco, Marqués de Villena, noble tan muñidor como traidor, amante únicamente de sí mismo y de sus propios intereses, que ayudó al rey Enrique a arrebatarle el trono a su padre, Juan II de Castilla, urdiendo la muerte de Álvaro de Luna, su ministro y valido, y del tío de Pacheco, Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo y canciller mayor de Castilla, personaje de opinión variable y acomodaticia a las circunstancias, se produce un conflicto familiar en la ciudad extremeña de Cáceres entre el clavero y el maestre de la Orden de Alcántara.

Corría la segunda mitad del S. XIV cuando se celebraba en Cáceres la boda de la hermana del maestre Gómez de Solís, Juana de Solís, con Francisco de Hinojosa. Gómez había tirado “la casa por la ventana” en un afán de ostentación de poder y riqueza.

En el transcurso del banquete Hinojosa, alentado por el vino, retó al clavero de la Orden, Alonso de Monroy, a una lucha cuerpo a cuerpo que acabó con el novio vencido por el aguerrido Monroy, que necesitó una sola mano para dejarlo humillado en el suelo.

Al día siguiente Hinojosa aprovechando la continuación de las celebraciones de su boda, decide no respetar las normas de un juego de cañas para vengarse y herir al clavero, que intentando defenderse le propina un fuerte golpe y vuelve a dejarlo doblegado y maltrecho.

El maestre Solís se enoja enormemente por lo sucedido, y se toma como una afrenta personal el golpe propinado por Monroy a su cuñado, por lo que lo manda detener y sin ni siquiera escuchar sus razones, da orden de que lo encarcelen en el convento fortaleza de Alcántara, del que logra escapar a los pocos días.

Empieza una guerra sin cuartel de magnas e impredecibles consecuencias entre Monroy y Solís, porque el clavero preso de la indignación y profundamente decepcionado, pasa a convertirse en el peor enemigo del maestre declarándose rebelde a su autoridad, y al mando de un puñado de caballeros se hace fuerte en el castillo de Azagala, al sur del partido de Alcántara, cerca de las también encomiendas de la Orden, San pedro y Piedrabuena.

Al maestre Gómez de Solís lo apoyan en la contienda Juan Pacheco, y por ello el rey Enrique que acababa de hacer a Pacheco maestre de la Orden de Santiago arrebatando el privilegio a su hermanastro el joven infante Alfonso de Castilla, que lo había recibido en herencia de su padre el rey Juan II de Castilla. También se unen a la causa Pedro Girón, hermano de Pacheco y maestre de la Orden de Calatrava, y algunos nobles ávidos de sacar beneficio a la disputa.

Pero estos apoyos no serían incondicionales, ni siquiera duraderos en el tiempo. Hubo de contemplar el maestre de Alcántara a lo largo de los numerosos años que duró su desencuentro con el clavero, como estos se tornaban interesados y condicionados, llegando a posicionarse sus iniciales aliados en el bando contrario, propiciando con ello su declive y caída.

Mientras Gómez de Solís asaltaba y derribaba el Alcázar de Cáceres para evitar que el enemigo se hiciera fuerte en él y dominara desde allí la ciudad, Enrique IV decide escuchar las razones del clavero Monroy y en vez de condenarle, tal y como esperaba el maestre de Alcántara, propone una mediación entre ellos lo que provoca la furia de Solís, que desde ese momento decide afrentar a su rey.

Mala decisión la del rey Enrique o quizás buena, pero de terribles consecuencias para él. La simulada lealtad de sus nobles se desvanece no por su decisión de mediar entre el clavero y el maestre, sino porque esta decisión lo hacía más vulnerable de lo que ya era y propiciaba, junto con otras también erráticamente tomadas, la posibilidad de su destronamiento a favor de su hermanastro el infante Alfonso.

No soportaron nunca sus ricoshombres la idea de ver ascender al trono a su hija Juana fruto teórico de su matrimonio con Juana de Portugal, su segunda esposa, de la que se decía mantenía relaciones extraconyugales con el protegido Beltrán de la Cueva, conocida y aireada por todos la impotencia sexual del monarca.

Fue apodada la pequeña Juana, por este motivo, como “la Beltraneja” y considerada una bastarda sin derecho alguno a la sucesión al trono.

Por estos y otros motivos, tiene lugar al amanecer del 5 de junio de 1465 un acontecimiento históricamente conocido como “la farsa de Ávila”, y que no fue otra cosa que una burda representación del destronamiento del rey Enrique a favor de su hermanastro el infante Alfonso, que “pseudoreinaría” efímeramente con el nombre de Alfonso XII.

El arzobispo de Toledo acompañando al joven príncipe, el Marqués de Villena, los maestres de las tres órdenes militares castellanas, unos cuantos nobles y prelados y algunos caballeros, se personaron en la Plaza del Mercado Grande, cerca de las murallas avileñas, en la que ya se había congregado una gran muchedumbre. Carrillo tomando de la mano al príncipe, lo acompañó hasta el sitial donde habría de producirse la ceremonia y lo invitó a aproximarse a un triste pelele de trapo sentado en un trono de madera. Tras unos instantes de silencio, anunció a la multitud que, dada la manifiesta incapacidad para reinar del monarca regente, y teniendo en cuenta las grandes necesidades no atendidas en el reino de Castilla durante su reinado, él y todos los nobles y caballeros que lo secundaban se veían en la obligación de destronarlo para evitar males mayores.

Acto seguido tomó la corona del pelele y la tiró con gesto de desdén. Subieron después los tres maestres y los nobles y caballeros que allí se encontraban, que fueron despojando al muñeco de su capa, chorreras, insignias y ornamentos hasta dejarlo solamente con un simple y raído traje negro.

Volvieron a sentar al simulado y pelele rey en su triste trono, y Carrillo de un airado puntapié lo mandó fuera del sitial a la vez que levantaba la mano derecha del infante gritando a los allí reunidos; “Viva el rey Alfonso” provocando con ello los aplausos y vítores de todos.

Ni que decir tiene que el nuevo proclamado rey, otorgó títulos y privilegios a todos sus cortesanos y benefició con donaciones a las tres órdenes militares para inaugurar su reinado. Era de esperar.

Estalla con esta proclamación una guerra civil en Castilla entre los partidarios del joven rey y los de su hermano Enrique, que duraría los tres años de simulado reinado de Alfonso con algunos momentos de tregua y de negociaciones infructuosas.

Propone en este tiempo el rey Enrique alentado por su mujer, Juana de Portugal, casar a su hermanastra Isabel de Castilla, también hermana de Alfonso y futura Isabel la Católica, con su cuñado el rey de Portugal. Alfonso firma el acuerdo, pero Isabel se niega al casamiento.

Propone después, ante esta negativa, alentado por sus leales Beltrán de la Cueva y Mendoza, aceptar como rey a su hermano Alfonso a su muerte, si a su vez este se obligase a desposar a su hija Juana, en un intento desesperado de que “la Beltraneja” ascendiera al trono, aunque fuera como reina consorte.

No tuvo mucho tiempo Alfonso para pensar en la proposición del rey Enrique ya que muere poco después, en 1468, en Cardeñosa de manera repentina y misteriosa. Algunos dijeron que envenenado y señalaron a Juan Pacheco como urdidor de la muerte, para vengarse dijeron de la de su hermano, Pedro Girón, que se produjo en similares circunstancias a las del joven rey, y de la que Pacheco lo creyó culpable.

Tras la muerte de Alfonso, y con ánimo de acabar con una devastadora guerra civil que no beneficiaba a nadie, se firma la paz el 19 de septiembre de 1468 y el rey Enrique acepta a su hermanastra Isabel como heredera al trono tras su muerte, renunciando a él para su hija Juana, en los conocidos como “Pactos de Guisando”.

Por su parte el maestre Solís había ido perdiendo partidarios debido a la inteligente estrategia del clavero, que fue debilitándolo y ganando para su causa numerosas encomiendas de la orden, llegando a autoproclamarse maestre después de derrotarlo en la Batalla del Cerro de las Vigas, frente al puente de Alcántara.

Esta declaración de intenciones de Monroy provoca la cólera de un rey ya enfermo, situación que es aprovechada por la ambiciosa duquesa de Arévalo que instiga a Enrique para que haga valer su autoridad y someta al clavero, pero cuya oculta intención no era otra que la de obtener el maestrazgo de Alcántara para su hijo Juan de Zúñiga.

En una de sus contiendas, es apresado el clavero en Magacela gracias a la celada de Francisco de Solís, sobrino del maestre, que le propone casarse con su hija para acabar de una vez con la guerra entre los Monroy y los Solís.

Inocentemente Monroy acepta el casamiento pensando que con ese enlace “mataba dos pájaros de un tiro”: se ganaba a los Solís, y los sumaba a su causa en la lucha contra los poderosos Zúñiga.

No contaba el clavero con que el más ambicioso de todos era el propio Francisco de Solís, que también ansiaba el maestrazgo y que una vez que consiguió verlo convencido y confiado, lo apresó y lo encarceló en la fortaleza pacense de Magacela autoproclamándose maestre apoyado por un buen número de caballeros.

Muerto en situación de abandono y soledad el verdadero maestre, Gómez de Solís, en 1473, y encarcelado el clavero, alcanza el maestrazgo de Alcántara Juan de Zúñiga, descabalgando de sus ambiciosas pretensiones a Francisco de Solís, gracias en gran parte a las generosas donaciones a la Orden de su padre Álvaro de Zúñiga, duque de Arévalo y a las confabulaciones y componendas de su madre, la intrigante Leonor de Pimentel, hija del conde de Benavente, duquesa consorte de Arévalo y condesa de Plasencia, llegando la casa Zúñiga a su máximo esplendor cuando Juan además de maestre de la Orden de Alcántara, llega a ser arzobispo de Sevilla y Primado de España.

Es este, el breve relato de un sinfín de intrigas palaciegas y traiciones a un inestable y vulnerable rey, incapaz de reinar con mano firme en una corte de ambiciosos e interesados nobles sin escrúpulos, que aprovecharon su debilidad en su propio beneficio. Un rey que, a pesar de todo, veló por evitar la guerra entre sus súbditos y al que es posible, sólo posible, que la Historia no le haya hecho del todo justicia, y dan fe de ello las emocionadas palabras de uno de los pocos hombres leales con los que contó, Diego Hurtado de Mendoza, que ante un ya fallecido rey pronunció una frase que resumió todo su reinado:

"Qué buen rey hubieseis sido majestad, si alguna vez hubieseis querido ser rey".