Lo cierto es que el apellido en España no ha gozado en todo momento de la estabilidad y permanencia de las que goza hoy. Es necesario empezar por distinguir entre linaje y apellido entendiendo por linaje la ascendencia o descendencia de una familia especialmente noble, y por apellido aquel que sigue al nombre de pila y que se transmite de padres a hijos como concepto individual y propio atribuido por razón de pertenencia a una familia, y aunque generalmente coinciden esto no siempre ocurre, ejemplo de ello es la dinastía de los Trastámara cuyos miembros no se apellidaron en ningún caso así y a la que pertenecieron reyes como Juan II de Aragón o Fernando el Católico.
En el S. IX los nobles empiezan a firmar con su nombre de pila seguido del nombre del padre en genitivo latino y de la palabra “filius”. Posteriormente ya en el S. X esta costumbre empieza a generalizarse adoptándose en el S. XI una forma patronímica más cómoda que añade al apellido la terminación “ez” de manera que Álvarez hará referencia al hijo de Álvaro o Fernández al hijo de Fernando. Ya en el S. XII empieza a utilizarse el lugar de origen o de señorío para designar a un linaje, así tenemos algunos conocidos como "los de Lara" o "los de Castro", consolidándose esta costumbre toponímica en la sociedad medieval del S. XIII con el uso del nombre de pila seguido del lugar de procedencia. Con posterioridad se establecerá un sistema mixto, tenemos el ejemplo en apellidos como Pérez de Guzmán o Álvarez de Castro.
En algunos casos los linajes adoptan el apodo de alguno de sus miembros primigenios, así tenemos el linaje de “De la Cerda” que proviene del infante D. Fernando hijo de D. Alfonso X “El Sabio” y de Dña. Violante, por haber nacido este con un pelo grueso en el pecho, y por ello todos sus descendientes serán conocidos por los infantes “de la Cerda”. En este afán de diferenciación por apellidos también se empezará a considerar como tal, el del oficio ejercido por el cabeza de familia de ahí apellidos como Herrero, Zapatero, Mesonero y tantos otros.
Este empeño por mantener linaje y apellido, se afianza en el S. XV con la institución del Mayorazgo, regulada con posterioridad por las Leyes de Toro de 1505, que tendrá por objeto conservar y controlar el patrimonio familiar evitando el posible fraccionamiento de este por herencia o enajenación, condenando, en su caso, a sus descendientes a la pérdida del mismo con la consiguiente merma de lustre social.
Para proteger y mantener unido el patrimonio y asegurar el linaje, el testador establecerá unas cláusulas sucesorias en su testamento por las cuales se coartará la libertad de los herederos, prohibiendo toda posibilidad de enajenación del patrimonio vinculado al mayorazgo e imponiendo el uso del apellido y armas de este incluso por aquellos vinculados a él por vía matrimonial.
Empezará a ser costumbre a partir del S. XVI la obligación del sucesor del mayorazgo de usar el apellido del fundador del mismo, obligación legal impuesta como condición para disfrutar de las rentas que se mantuvo hasta la supresión de dicha institución en el S XIX. Sin embargo los demás miembros de un mismo linaje podrán usar los distintos apellidos vinculados a él, con la salvedad ya señalada de que el sucesor deberá usar el del fundador.
De todo lo expuesto puede deducirse que empieza a ser necesaria la regulación del apellido como seña de identidad del individuo mediante unas normas que impongan un orden de prelación y eviten en lo sucesivo circunstancias tales como que hijos de los mismos padres puedan llevar apellidos diferentes y/o en distinto orden, lo que puede provocar no pocas confusiones y la consiguiente dificultad para la elaboración del árbol genealógico familiar.
En 1870 nace la primera Ley de Registro Civil que establece en su art. 48 que todos los españoles deberán ser inscritos en dicho Registro con su nombre de pila y los apellidos de los padres y abuelos paternos y maternos. La inclusión posterior en el nuevo Código Penal del mismo año del delito de uso de nombre supuesto, consolida como únicos apellidos utilizables los inscritos en el Registro Civil y cualquier cambio o unión de los mismo conllevará la instrucción de un expediente reglamentario ante el Ministerio de Justicia.
La última reforma del Código Civil permite a cualquier ciudadano, al alcanzar la mayoría de edad, optar por el apellido paterno o materno. Así el tenor literal de su art. 109 es:“ El hijo al alcanzar la mayor edad podrá solicitar que se altere el orden de sus apellidos” lo que viene a flexibilizar la rigidez de los cien años anteriores. Esta elección permitirá por ejemplo que apellidos históricos que se encuentren en trance de extinción no se pierdan.
Con posterioridad la Ley 40/1999 de 5 de Noviembre y el R. D. 193/200 de 11 de Febrero amplían el espectro del art. 109 del CC, de los art. 54 y 55 de la Ley de Registro Civil y de los art 192,194 y 198 del Reglamento de dicho Registro permitiendo a los padres decidir de manera discrecional el orden de transmisión de sus primeros apellidos a sus hijos, con la única exigencia legal de que ese orden se mantenga en todos ellos.
Por lo anteriormente expuesto podemos concluir que en caso de falta de acuerdo entre los padres se introduce en el ámbito familiar un elemento litigioso. Cabe entonces preguntarse en base a ¿qué criterios? decidirá un juez el orden de prelación a aplicar.