domingo, 19 de noviembre de 2023

LA ORDEN MILITAR DE MONTESA, LA "HERMANA MENOR".



Podríamos decir que las razones por las que se fundó la Orden Militar de Montesa fueron las de expulsar de la península a los musulmanes o cualquiera otras de tipo heroico, pero nada más lejos de la realidad. Jaime II también conocido por “el Justo” rey de Aragón y de Valencia, se propuso crear una Orden militar de carácter nacional para integrar todos los bienes que la extinta Orden del Temple tenía en Valencia y con ello evitar que pasasen a la Orden del Hospital, ofreciendo como sede de ésta el castillo de Montesa. Intentó justificar su propuesta ante el pontífice alegando que:

“No conviene a todo príncipe y señor tener súbditos demasiado poderosos, puesto que el exceso de poder suele provocar la rebelión.”

Pero se da de bruces con la oposición del papa Clemente V que tras la bula otorgada el de 22 marzo de 1312 ordenando la disolución de la Orden templaria, celebrado diez días antes el concilio de Vienne, ordena asignar todos sus bienes a la del Hospital.

Tras la muerte de este papa le sucede Juan XXII y el rey Jaime vuelve a intentarlo enviando una nueva embajada, en esta ocasión compuesta por su conseller Vidal de Vilanova y el obispo de Barcelona. Esta vez no se interrumpieron las negociaciones y tras diversas propuestas de una parte y de la otra, se llega a un acuerdo que queda reflejado en una bula con fecha 10 de junio de 1317 otorgada en Aviñón, y que llevaría el nombre de “Pía matris eclesia” también conocida como “bula de la fundación de la Orden de Santa María de Montesa”.

En ella se promulga además de la fundación de la Orden la recepción, una vez fundada, de todos los bienes de la Orden del Temple en Valencia junto con los bienes que igualmente poseyera en esta la Orden del Hospital, a excepción de los situados en la ciudad de Valencia y en un radio alrededor de media legua.

Cumple su palabra el rey Jaime y dona el castillo de Montesa para la construcción de un convento con intención de que sea su casa matriz, y se acuerda que los montesianos observen la Regla de Calatrava quedando incluidos por tanto en la rama del Cister y recibiendo por ello todos los privilegios de los caballeros calatravos, y dada la naturaleza de su fundación, también los de los templarios y los de los hospitalarios.

Se dispone también que el maestre calatravo envíe diez freiles de su Orden para la instrucción de los nuevos caballeros, y el mandato de que este visite una vez al año Montesa, para asegurarse del cumplimiento de la regla cisterciense.

El papa se reserva el derecho de nombrar al primer maestre, quedando la elección de los posteriores como facultad a los miembros de la nueva Orden reunidos en Capítulo, estableciéndose la condición de que en caso de que quedase vacante el cargo por más de tres meses, sería el maestre de Calatrava junto con uno de los prelados que formaron parte de la embajada del rey ante el papa, los encargados de designarlo. A cambio el monarca pidió que se incorporasen a los bienes de la recién fundada orden, aquellos que los calatravos poseían en la Corona de Aragón, obteniendo un sí del pontífice que contrarió profundamente al maestre de Calatrava, frey García López de Padilla, que entendía que Montesa no era una nueva Orden militar sino una filial de la de Calatrava, pero con maestre y gobierno propios.

Había corrido ya casi todo el año 1318 y aún no se habían cumplido las órdenes papales. Parece ser que frey López de Padilla andaba remiso a cumplirlas, y hubo el rey de quejarse al pontífice para que pudieran llevarse a efecto.

El 22 de julio de 1319 se convocó al comendador mayor de Calatrava Gonzalo Gómez, con facultad de maestre, en la capilla de Santa Águeda del Palacio Real de Barcelona para que diera hábito y profesión a varios caballeros del Hospital, admitiese la prelacía maestral de la Orden a favor de frey Pedro Alegre, abad de Santas Cruces, y celebrase la fundación “en forma y hecho” de la Orden de Montesa. Tras la ceremonia quedó investido primer maestre frey Guillén de E’rill que procedió seguidamente a imponer el hábito a ocho nuevos caballeros.

Poco tiempo disfrutaría el maestre E´rill del cargo porque moría el 4 de octubre de ese mismo año en Peñíscola, siendo nombrado el 27 de febrero de 1320 nuevo maestre frey Arnau de Soler, personaje muy allegado al rey Jaime II y miembro hasta ese momento de la Orden de San Juan del Hospital, que dedicaría los ocho años de su mandato a procurar la inserción social e institucional de la Orden en el Reino de Valencia, y a buscar un perfil propio para esta que nada tuviera que ver con el templario o el hospitalario.

De su gobierno destacan la redacción de las “definiciones” de la Orden, la aplicación del Fuero de Valencia en sus encomiendas y dominios, y la cesión de la bailía de Montcada a Vidal de Vilanova, para premiar su magnífica gestión diplomática ante Juan XXII, que había obtenido como resultado la fundación de la nueva Orden militar.

En una década Montesa había cuadruplicado sus miembros profesos y había conseguido gestionar con solvencia el legado patrimonial recibido. Uno de sus miembros más ilustres fue el propio infante don Jaime, hijo primogénito del rey Jaime II, que renuncia a la Corona en favor de su hermano Alfonso y decide vestir el hábito de los caballeros montesianos, iniciando con este gesto su retirada de la vida política y su entrega y dedicación a la religión y por ende a la Orden.

En un principio el acceso a Montesa era más flexible, en 1393 siendo maestre Berenguer March (1382-1409), este solicita al papa Clemente VII que los miembros que así lo deseen puedan ser armados caballeros según las reglas de caballería. Accede el pontífice a la petición mediante bula del 5 de agosto de 1393, dando lugar esta a una ceremonia de toma de hábito, conocida con el nombre de cruzamiento, que se desarrollará de la siguiente manera:

“...En el capítulo o iglesia donde su hubiere de dar el hábito estará el comendador o caballero que tuviere para esto su comisión asentado en una silla con su manto de choro, y el freile sacerdote en otra...entrará el que ha de tomar el hábito...luego el comendador o caballero ceñirán una espada dorada al caballero novicio y dos personas de hábito le calzarán unas espuelas doradas.

Hecho esto, el novicio hincará ambas rodillas, y el comendador o caballero sacará la espada del novicio de su vaina y tocarle ha con ella en el hombro derecho y en la cabeza y en el hombro izquierdo, diciendo estas palabras:

Dios todopoderoso os haga buen caballero, y Nuestra Señora y los bienaventurados San Benito, San Bernardo y San Jorge sean vuestros abogados. Y todos responderán: Amén...”

Con el tiempo el ingreso en la Orden se fue cerrando y se empezaron a exigir pruebas de nobleza y limpieza de sangre, ya recogidas en los ceremoniales de las otras tres Órdenes militares castellanas.

En un principio Montesa utilizó como insignia la de Calatrava, pero con la fusión con la Orden de San Jorge de Alfama en 1400, pasa a utilizarse la cruz roja de la del santo enfondada en la cruz flordelisada en sable de la de Santa María, este color en heráldica representa la prudencia, la simplicidad y la sabiduría, simbolizando la nueva venera la compenetración de ambas instituciones militares, y a partir de ese momento empieza a denominarse Orden de Santa María de Montesa y San Jorge de Alfama, luciendo sus caballeros la nueva venera bordada en la parte izquierda del pecho y sobre el lado también izquierdo del manto de coro.

El nuevo hábito de caballero constará de un escapulario, que se llevará pegado a la piel, como símbolo de espiritualidad y desapego de las cosas materiales. El manto capitular quiere representar el recogimiento, la humildad y la obediencia. Los cordones que rodeaban el cuello serán símbolo de compromiso y lazos de unión con Dios. El birrete cubrirá la cabeza en señal de respeto y los guantes guardarán la desnudez de las manos. El birrete del caballero novicio será de color blanco con los vivos también en blanco, el del caballero profeso será blanco con los vivos en rojo y el de las dignidades de la Orden de color negro con los vivos también en rojo, sufriendo la uniformidad de este hábito diversas variaciones hasta llegar a nuestros días.

Con el resurgimiento de Montesa se convierte el cargo de maestre en deseado objetivo para muchas familias de la nobleza valenciana, que no dudaron para alcanzarlo en utilizar armas como el dinero y la influencia política. Tal es el caso de la familia Borja, posteriormente conocida como Borgia, de indiscutible relevancia histórica. Varios de sus miembros fueron comendadores de esta Orden manteniendo una estrecha relación con ella durante el Renacimiento, hasta el punto de que en la actualidad es reconocida la influencia de esta poderosa familia valenciana en la arquitectura y el arte de los edificios de la Orden.

Hubo un hecho relevante que propició la entrada de la familia Borja en la Orden militar. El sábado 5 de abril de 1544, después de un agotador Capítulo de más de quince horas, es elegido decimocuarto y último maestre de la Orden montesiana Pedro Luis Galcerán de Borja, que resulta investido a pesar de contar con tres votos menos que su rival el anciano clavero frey Guerau Bou.

Esta contienda entre los dos aspirantes no era más que la punta del iceberg de un conflicto de mayor trascendencia. La influyente familia, con la inapreciable ayuda de Roma, estaba disputando el maestrazgo de Montesa a la monarquía española. No parecía razonable esta pretensión, consumada la incorporación a la Corona de los maestrazgos de las otras tres Órdenes militares castellanas a finales del S. XV, pero eran muy conscientes los Borja de los acaudalados frutos de las encomiendas, de los distinguidos caballeros que militaban en las filas de esta Orden, y de la suculenta renta maestral que superaba los cinco mil ducados anuales.

Juan de Borja y Enríquez, duque de Gandía, había maniobrado en Roma aprovechando el ascenso al papado de Alejandro Farnesio, Paulo III, y el fruto de esta sutil estrategia fue el nombramiento de comendador mayor de la Orden a favor de su hijo Enrique de Borja y Aragón de diecisiete años, hecho este a espaldas de la Orden, en claro camino de ascenso al aspirado cargo de maestre.

Sin embargo, no llegó a alcanzar el hijo del duque el deseado maestrazgo porque fue promocionado a cardenal al morir su hermano Rodrigo, y esto le obligó a traspasar los derechos adquiridos en la Orden a su medio hermano Pedro Luís Galcerán, niño por entonces de 12 años.

Muere en 1543 el duque Juan de Borja y Enríquez, siendo el candidato Pedro Luís todavía menor de edad, por lo que se ve obligado a tomar las riendas del “aspirantazgo” el sobrino de Enríquez, Francisco de Borja, que acude nuevamente a Su Santidad para que interceda en la causa, consiguiendo del pontífice que el viejo clavero ceda en sus pretensiones, a pesar de contar con más votos, a favor del menor.

Se convertiría Galcerán y Borja en un peculiar maestre que conseguiría alterar los principios priores de la Orden apoyados en los votos de castidad, pobreza y obediencia al contraer matrimonio en 1558, abriendo con ello la puerta al casamiento a los caballeros montesianos, sometiendo este al permiso del maestre, circunstancia que acabó por ratificar la Santa Sede en bulas despachadas en 1584 y 1588.

Los intereses de la poderosa familia Borja habían prevalecido sobre los de la Corona. No quiso el emperador Carlos V oponerse a la intercesión papal y cedió consciente de que no era inteligente enfrentarse a Paulo III, por lo que el maestrazgo de Galcerán se prolongó durante casi medio siglo, provocando en muchos momentos la preocupación de su hijo el ya rey Felipe II, que contempló como el maestre Borja esquilmaba y saqueaba las arcas de la Orden en su beneficio por considerarlas patrimonio personal, y hubo de presionarlo en numerosas ocasiones para que, en 1592, terminara por “ceder” el maestrazgo a la Corona, eso sí, por un exorbitado precio. Para entonces ya la Orden había sufrido un irrecuperable deterioro.

Finaliza así un largo proceso iniciado por los Reyes Católicos, cuyo objetivo no era otro que incorporar Santiago, Calatrava y Alcántara a la Corona de Castilla y Montesa a la de Aragón. A partir de ese momento Montesa pasa a ser gobernada a través de un lugarteniente general, caballero de hábito en quién delegaba el rey su jurisdicción, y que necesariamente debía residir en el reino de Valencia. A partir de la supresión de los Fueros valencianos, en 1707, se suprime este cargo pasando la competencia de gobernación al Consejo de Órdenes.

A partir de entonces y hasta el día de hoy, las cuatro Órdenes militares han quedado reducidas a corporaciones nobiliarias de caballeros amparadas por la monarquía al unificarse los cuatro maestrazgos en la figura del rey, y eclesiásticamente en la figura del obispo de Ciudad Real que ejerce el cargo honorífico de obispo-prior de todas ellas.

viernes, 3 de noviembre de 2023

LAS COMENDADORAS DE SANCTI SPIRITUS, LA RAMA FEMENINA DE LA ORDEN DE ALCÁNTARA. UNA VIDA DE POBREZA, MÁS ALLÁ DE LOS HÁBITOS Y LA CLAUSURA.


Existe abundante literatura sobre la Orden de la cruz verdelisada, hemos leído sobre maestres, claveros y priores, menos sobre freiles y muy poco sobre monjas y freilas y sin embargo existieron congregadas en dos conventos dentro del territorio de la institución militar: el de las comendadoras del Convento de Sancti Spiritus en la villa de Alcántara, también conocidas en algunos documentos de la época como señoras caballeras del hábito y caballería de Alcántara, y el de San Pedro en la encomienda mayor de Las Brozas.

Refiere el alcantareño Pedro Barrantes Maldonado, cronista descendiente de Garci Fernández maestre de la Orden de Alcántara, que a mediados del S. XIII Antonia Sánchez, nieta del alférez real Hernán Sánchez reconquistador de Alcántara en tiempos de Alfonso IX, dona para albergue de pobres un local situado en zona despoblada de la villa por donde transitaba el ganado, conocida como La Cañada, hoy calle Trajano, y allí se edifica una capilla y un hospital bajo la advocación de Sancti Spíritus. Ella y otras señoras de linaje dotan estas edificaciones con la dehesa de la Nora Encalada y de Aldonza de la Cofradía para su sostenimiento.

Fundado y dotado el hospital, a comienzos del S. XVI sus cofrades deciden acondicionarlo como convento donde sus hijas y las de las ilustres familias de la villa pudieran profesar, otorgando real licencia para su fundación el emperador Carlos V el 31 de agosto de 1518, imponiendo la condición de que todas sus monjas:

“Al ttiempo que hizieren professión de la dicha Orden promettan obedienzia y casttidad y pobreza y que estarán a la obedienzia, visitazión y correczión del monastterio y administtrador de la dicha Orden.”

Además de guardar clausura perpetua.

Refrendada quedó la real licencia posteriormente por bula del papa León X de 10 de octubre de 1519. Implícita en la licencia iba una facultad para que las doce primeras doncellas que profesasen fuesen hijas de cofrades, quienes aportarían una dote de quince mil maravedís además de cama y ropa por cada una de ellas. Quedaron los cofrades además encargados de redactar las ordenanzas por las que habría de regirse el convento, amparadas en las reglas de San Benito y del Cister, y presentar estas y la licencia real en el primer Capítulo que la Orden celebrase. Y a tal tenor queda traducida dicha licencia en los siguientes términos:

“Por la presente, cometemos y mandamos, a vosotros, o a dos o uno sólo, si así es, conceder licencia a los propios cofrades para edificar y construir junto a la dicha iglesia, en las casas, o en el suelo, o tierra, o en otro sitio del dicho lugar para esto cómodo e idóneo, de las rentas provenientes de la misma Hermandad, los edificios para un monasterio de monjas de la referida Milicia y Orden, con iglesia, campanario, campana o campanas, dormitorio, refectorio, claustro, huertos, hortalizas y otras dependencias necesarias, sin perjuicio de terceros”.

Fuéronle concedidos todos los privilegios y exenciones presente y futuros al convento que disfrutare cualquiera otro de la Orden, quedando restringido el número de monjas a un máximo de treinta, contando entre ella a las doce hijas de los cofrades, necesitando contar todas ellas para la profesión con la aquiescencia del monarca en calidad de gran maestre de la Institución. Así mismo se acordó que las monjas profesas debían vestir hábito blanco con escapulario y velo de seda negros, y la cruz flordelisada verde debería lucir en el pecho y en la casulla que habría de ser de color blanco. Se dispuso en Capítulo posterior, de 1535, que se hiciera distinción entre religiosas de velo, posteriormente llamadas comendadoras, que gozarían del privilegio de portar sobre sus hábitos la cruz verde de la Orden, y freilas, o legas, que no gozarían de este privilegio, y que tanto unas como otras deberían hacer probanza de limpieza de sangre y ser sometidas al comisionado del prior, con declaración de testigos, sobre su linaje, estado de salud y sus hábitos y buenas costumbres.

Ya sólo faltaba decidir quiénes iban a ser a las monjas fundadoras. Francisco de Grados, el cofrade más veterano, compareció delante del emperador para solicitar que vinieran dos monjas clarisas como fundadoras a habitarlo, pero el fiscal de la Orden y comendador de la Peraleda, frey Juan Zapata, se opuso rotundamente a ello temiendo la influencia franciscana, y solicitó al Real Consejo de Órdenes que fueran religiosas cistercienses sujetas a la Regla de San Benito.

Dispone Carlos V, atendiendo el razonable deseo del fiscal, que las cuatro monjas fundadoras saliesen del monasterio de las Huelgas de Valladolid, por pertenecer este al Cister, y que todas fueran de nobleza de sangre resultando elegidas de entre todas, Ana de Guzmán como abadesa, su hermana Isabel de Herrera como priora, la sobrina de ambas Ana de Rojas como cantora, e Isabel Alonso como portera.

El elegido para darles traslado de Valladolid a Alcántara fue Juan de Sanabria, tío carnal materno de San Pedro de Alcántara, que hubo de cruzar en el periplo el peligroso estallido comunero de Castilla, pero que alcanzó a traerlas sanas y salvas a la villa alcantarina y por tal logro fue recompensado con el honor de ser nombrado mayordomo del convento, y de que la primera de las doncellas alcantarinas que iniciara la profesión en este fuese su hija, y por tanto prima hermana de San Pedro de Alcántara, Juana de Sanabria.

Ya estaba fundado y organizado el convento, ya empezaba a acoger las primeras profesiones y demasiado pronto empezaron las inclemencias económicas. Sólo dos años después de la fundación de este, en 1521, hubo la abadesa Ana de Guzmán de solicitar al rey permiso para agregar a las tres misas semanales, las otras dos que se celebraban antes de la fundación monacal. Las rentas aportadas anualmente por las profesas más las propias asignadas por la Orden al convento resultaban insuficientes para su mantenimiento, por lo que hubo de solicitar también licencia para pedir limosna en Galicia, y que las dotes de las nuevas novicias proporcionaran bienes raíces y rentas de hierbas a las arcas del convento. Por si todo lo contado no fuese suficiente, la casa monacal estaba deviniendo estrecha e incómoda y para hacerla más habitable sería necesario un fuerte desembolso económico.

Se auguraba un conflicto que no tardó en suscitarse, había que reducir el número de monjas profesas debido a la falta de medios de subsistencia, y sin embargo algunos cofrades todavía no habían podido ingresar a sus hijas en Sancti Spíritus. Se reunieron por tal motivo en la iglesia conventual los cofrades y la comunidad monacal, y se acordó que la cofradía pudiera ingresar a tres hijas más, haciendo un total de quince, por la misma dote de quince mil maravedís ropa y cama, pero que este número de ingresos se fuese reduciendo paulatinamente hasta seis, de tal manera que cuando muriesen las primeras doce profesas hijas de cofrades, sólo se cubriesen las vacantes de las seis más antiguas conocidas como perpetuas. A cambio la cofradía se comprometía a entregar la dote de siete mil maravedís de renta en la dehesa de Aldonza, estipulada en la bula fundacional, y las cuadrillas de San Miguel que se dieron a terrazgo es decir, gravadas con unos derechos de labor que implicaban el pago de una renta al convento para poder labrarlas.

Transcurrido un decenio al frente del convento, en 1529 las cuatro monjas fundadoras solicitan al emperador licencia real para volver al Monasterio de Las Huelgas, siendo concedida esta por Carlos V pidiéndole, no obstante, a la abadesa Ana de Guzmán que hiciera inventario de todos los bienes y el ajuar recibidos por el convento durante su mandato, y se lo entregase a la nueva abadesa Aldonza de Miño.

No empieza bien su breve mandato la nueva abadesa que tiene que enfrentarse a las rivalidades nobiliarias existentes en la villa, y a las entradas furtivas de los religiosos de San Benito, que unos años antes se habían trasladado a un local contiguo, quebrantando así la clausura del convento y que según se dijo:

“Así de día como de noche, procuraban de solicitar e persuadir a las religiosas, del de las atraer a su mal propósito”

La magnitud del conflicto suscitó el escándalo y obligó a intervenir al prior de la Orden alcantarina, que hubo de abrir una investigación y dar cuenta de ella al Consejo de Órdenes, además de provocar la vuelta de la antigua abadesa en un afán de apaciguar los ánimos locales, y poner orden en las filas de la congregación.

Determina el Consejo para poner fin al problema y acallar las habladurías locales, que ni abadesas ni visitadores volvieran a dar licencia a las monjas para salir del convento por enfermedad o para visitar a sus familiares, disponiendo además que si alguna se hallare fuera regresare inmediatamente. Queda estipulado también que a la clausura sólo tengan acceso el médico, el cirujano o barbero, el confesor y el maestro de obras y sus peones en caso de obras, quedando totalmente prohibida la entrada al prior y demás dignidades de la Orden, a religiosos y seglares y tampoco a las mujeres.

Tras la vuelta de Ana de Guzmán a Valladolid queda vacante el cargo de abadesa, por la muerte prematura de Aldonza de Miño, pero pronto sería cubierto por Isabel Herrera otra de las cuatro monjas vallisoletanas fundadoras del convento, y hermana de Ana de Guzmán, que además de ser una buena gestora, conocía perfectamente la administración del convento y que hasta ahora había desempeñado el cargo de priora.

Este nombramiento real no tuvo la conformidad de todas las religiosas, empezaba a ser un problema el nombrar abadesa y generaba controversia y enemistades, por lo que en 1557 por Real Provisión se acordó que a partir de ese momento se elegiría abadesa de entre las monjas capitulares de convento, no aceptándose para ese puesto ninguna que no fuera de la comunidad, por lo que el Capítulo General celebrado en 1560 impediría que en el futuro este cargo saliera del entorno de las familias de la villa de Alcántara.

Por otro lado, el emperador era consciente de los problemas materiales que seguían existiendo intramuros y sabía también de lo angosto, frío y pobre que era el inmueble. Dispone por ello en 1556 el traslado de las monjas al Castillo de Alcántara, al recinto conocido por el “Convento viejo” junto a la parroquia Nuestra Sra. De la Antigua, que quedaría incorporada al edificio como iglesia conventual, y que ya estuvo habitado en el pasado por los freiles de la Orden bajo el precepto del maestre Gutierre de Sotomayor.

Con ocasión de las obras de acondicionamiento se les concedió una renta a cuenta de la Mesa Maestral de cuatrocientos mil maravedís, confirmada en 1562 por Felipe II, muerto ya su padre Carlos V en 1558 en Yuste, a la que se le añadirían otros dos mil ducados cuyo cobro se satisfaría en los sucesivos años hasta 1583.

Durante todos estos años habían seguido viviendo las religiosas en el convento de La Cañada, pero en 1586, a pesar de no haber concluido las obras de la Alcazaba, se vieron obligadas a precipitar la mudanza debido al derrumbamiento del hospital.

La vida en el nuevo convento no mejoró en demasía a la anterior en La Cañada, no se le escapa al lector que los freires de la Orden de Alcántara lo abandonaron por oscuro, frio e inhóspito. Se quejaban también las religiosas de la ubicación del edificio lejos de la villa, lo consideraban solitario y despoblado. Echaban de menos su vida en el anterior convento, y no renunciaron a sus salidas, convirtiéndose estas en insistente queja del prior.

En los siglos siguiente se volvieron habituales las peticiones de rentas de las religiosas al Consejo de Órdenes para el mantenimiento conventual, y aunque les fueron asignada unos ingresos anuales vitalicios además de doscientas fanegas de trigo también por año, sus necesidades no quedaban cubiertas hasta el punto de que en algún momento llegaron a pasar hambre, viéndose por ello obligadas a abandonar la clausura y trasladarse a vivir a casas de sus familiares.

Compartieron las penurias y decadencia de la Orden durante largos años, pero el verdadero problema llegó con la Guerra de la Sucesión, porque en 1706 con motivo del sitio y la toma de la villa alcantarina por las tropas portuguesas, el edificio quedó en un lastimoso estado de ruina y las pocas rentas existentes, en manos enemigas.

Intentó paliar el desastre el Consejo de Órdenes y libró treinta y tres mil reales para su reedificación en 1728, asignándole posteriormente en 1745 la encomienda de Portezuelo para continuar con su rehabilitación. Las comendadoras alcantarinas que en sus mejores momentos habían contado con más de treinta religiosas, apenas contaban ahora con ocho o nueve cuya ocupación además del oficio divino era la costura y la ropa de la sacristía.

Le asestó otro fuerte golpe a la congregación la Guerra de la Independencia y el cierre de los conventos por el Gobierno Intruso, Se tambaleó fuertemente la congregación de Sancti Spiritus y aun así consiguió mantenerse, pero el Trienio Liberal provocó una imparable caída de la comunidad religiosa, que hubo de cerrar sus puertas definitivamente de manos de Úrsula Barrantes, última y única comendadora que quedaba, en 1836 tiempo de la desamortización de Mendizábal,...

“Por aver acaescido ruina en la fortaleza y castillo viejo inmediatos al puente y río de Tajo”

… dijeron.