miércoles, 27 de agosto de 2025

TRAICIONES Y VENGANZAS EN LA CASTILLA DE LA EDAD MEDIA ¿UN JUEGO DE TRONOS MEDIEVAL?

 

PARTE II

Narra la parte primera de este relato las andanzas amorosas del rey Pedro I que después de enamorarse perdidamente de María Padilla, la dejó para casarse con Juana de Castro en 1374 y de cuyo matrimonio nació un hijo varón y aun así, la abandonó pocos meses después del enlace para volver a su antigua vida amorosa plagada de amantes y de hijos ilegítimos.

No cabe duda de que con estas y otras andanzas, además del innumerable número de muertos que dejó a su paso en cada alzamiento, iba engrosando la ya enconada lista de enemigos que esperaban el momento de vengarse del que tenían por un desalmado y despiadado soberano; pero de todos ellos el odio mayor lo despertó en su hermanastro Enrique de Trastámara, que no le perdonó que instigara o al menos permitiera bajo su reinado la ejecución de su madre, Leonor de Guzmán.

Pedro por su parte también tenía cuentas pendientes con su medio hermano cuya madre y el favoritismo que el rey Alfonso XI sentía por ella hicieron que repudiara a la suya, María de Portugal, dejándole a él durante toda su infancia y adolescencia fuera de la corte en el Alcázar de Sevilla, criado y educado por Vasco Rodríguez de Cornago, maestre de la Orden de Santiago.

Sus hermanastros sin embargo crecieron gozando de la presencia de su padre el rey, que vivió con Leonor veintitrés años, y que los agasajó con posesiones y títulos nobiliarios. Así a Enrique le fue otorgado el condado de Trastámara y Fadrique, su hermano gemelo, llegó a ser gran maestre de la orden santiaguina.

Esta inquina entre hermanos provocó que en los primeros años de reinado de Pedro I sus hermanastros Enrique, Fadrique, Sancho y Tello se levantasen en armas contra él, y a pesar de que en 1352 Enrique le hizo creer que estaba arrepentido y rogó su perdón, que obtuvo, poco tardó en provocar nuevos alzamientos, esta vez apoyados por la nobleza que había perdido el favor real con Alburquerque a la cabeza. Las órdenes militares se dividieron en este enfrentamiento entre el rey y sus adversarios contando el soberano con el apoyo de maestre de la Orden de Calatrava, Diego García de Padilla, la neutralidad del maestre de la Orden de Alcántara, Ferrán Pérez Ponce, que no quiso involucrarse en el conflicto y la absoluta hostilidad del maestre de la Orden de Santiago, que no era otro que su hermanastro Fadrique Alonso.

Hubo de sofocar la rebelión el monarca con mercaderes y la baja nobleza que todavía estaba de su lado, acabando de manera brutal y despiadada con los levantiscos nobles conspiradores, y de entre ellos con el valido y privilegiado de su madre Juan Alfonso de Alburquerque.

Con estos hechos consolidaba el controvertido soberano sus sobrenombres de “el Cruel” o “el Justiciero” dependiendo del juicio del juglar que narrase la crónica del alzamiento en la plaza del pueblo. Pero como quiera que fuere contada esta historia, siempre acababa con Enrique huyendo a refugiarse a Francia, y sin embargo este no fue su final porque cuando Pedro I se enfrentó a Pedro IV declarando la guerra a  Aragón, conocida por el nombre de “La Guerra de los dos Pedros” que duró de 1336 a 13339, utilizando como pretexto un incidente naval entre la flota aragonesa y naves genovesas, Enrique de Trastámara luchó junto a Pedro IV obteniendo victorias significativas como la de “La batalla de Araviana”,  debilitando con ello enormemente la posición de su hermanastro y fortaleciendo la suya en su pugna por el trono castellano.

El conflicto terminó con la muerte de Pedro I en 1339, asesinado por su hermano Enrique, que ascendió al trono Como Enrique II de Castilla conocido con el sobrenombre de “el Fratricida”.

Pero hasta el asesinato del rey a manos de su hermanastro estuvo motivado por el tremendo odio que se profesaron en muchos años de enemistad.  Y es que aceptada la derrota por el soberano, trató de huir del Castillo de Montiel contando para ello con la inesperada ayuda del francés Bertrand du Guesclin, que simuló favorecer su salida aprovechando un descuido de los franceses, pero este no era más que otro acto de felonía propiciado por Enrique que lo esperaba a las afueras del castillo, y que sin compasión ni posibilidad de defensa alguna ajustició al hijo de su mismo padre, cercenando con ello cualquier posibilidad de acuerdo de paz posterior entre dos ramas del mismo linaje.

Y es que en estas luchas intestinas entre hermanos siempre fueron los mismos los vencedores; aquellos ricoshombres que no tuvieron ningún tipo de pudor en situarse de un lado o de otro, siempre en pro de su riqueza y sus privilegios.

Es de suponer que estas conspiraciones y deslealtades tan viejas como el mundo siguieron rigiendo por encima de reyes, estirpes o linajes y ejemplo de ello fue el reinado de Juan II, biznieto de Enrique de Trastámara y padre entre otros de Enrique IV e Isabel “la Católica”, cuyo valido, Álvaro de Luna, condestable de Castilla y maestre de la Orden de Santiago, sufrió en sus propias carnes el arbitrario descrédito y la pérdida de confianza de un rey voluble e indolente, mal e intencionadamente aconsejado por envidiosos cortesanos ávidos de poder para  los que el privilegiado  había caído en desgracia.

fue el propio Juan II quien ordenó la detención y ejecución de su valido en 1453, acusándole de usurpación del poder y apropiación de rentas reales, después de casi cuatro décadas a su servicio. No le perdonaron sus enemigos al valido el poder casi absoluto que acumuló durante el reinado del monarca ni la dependencia que este tenía de Luna, y movieron los hilos hasta conseguir que el rey ordenara su detención y fuera juzgado en un proceso que más que un juicio fue una farsa. Le cortaron la cabeza en Valladolid el 2 de junio de1453 siendo su cadáver decapitado enterrado en la Iglesia de San Andrés de Burgos, donde se daba sepultura a los criminales.

Su patrimonio fue objeto de rapiña y su memoria defenestrada por terribles coplillas como esta:

 

Pues aquel gran condestable

maestre que tuvimos tan privado,

No cumple que de él se hable

sino sólo que le vimos degollado.

Sus infinitos tesoros,

sus villas y lugares,

su mandar.

¿Qué le fueron sino lloros?

¿Qué fueron sino pesares al dejar?

 

Sólo el tiempo se encargó de devolver la honra a su memoria cuando sus restos fueron trasladados a Toledo y enterrados en la Capilla del Condestable.

Juan II de Castilla consumido por los remordimientos sobrevivió apenas un año a su amigo y consejero, elevando con su muerte al trono a su hijo el inconstante y errático Enrique IV.

Pero esa historia ya la he contado.


Narra la parte primera de este relato las andanzas amorosas del rey Pedro I que después de enamorarse perdidamente de María Padilla, la dejó para casarse con Juana de Castro en 1374 y de cuyo matrimonio nació un hijo varón y aun así, la abandonó pocos meses después del enlace para volver a su antigua vida amorosa plagada de amantes y de hijos ilegítimos.

No cabe duda de que con estas y otras andanzas, además del innumerable número de muertos que dejó a su paso en cada alzamiento, iba engrosando la ya enconada lista de enemigos que esperaban el momento de vengarse del que tenían por un desalmado y despiadado soberano; pero de todos ellos el odio mayor lo despertó en su hermanastro Enrique de Trastámara, que no le perdonó que instigara o al menos permitiera bajo su reinado la ejecución de su madre, Leonor de Guzmán.

Pedro por su parte también tenía cuentas pendientes con su medio hermano cuya madre y el favoritismo que el rey Alfonso XI sentía por ella hicieron que repudiara a la suya, María de Portugal, dejándole a él durante toda su infancia y adolescencia fuera de la corte en el Alcázar de Sevilla, criado y educado por Vasco Rodríguez de Cornago, maestre de la Orden de Santiago.

Sus hermanastros sin embargo crecieron gozando de la presencia de su padre el rey, que vivió con Leonor veintitrés años, y que los agasajó con posesiones y títulos nobiliarios. Así a Enrique le fue otorgado el condado de Trastámara y Fadrique, su hermano gemelo, llegó a ser gran maestre de la orden santiaguina.

Esta inquina entre hermanos provocó que en los primeros años de reinado de Pedro I sus hermanastros Enrique, Fadrique, Sancho y Tello se levantasen en armas contra él, y a pesar de que en 1352 Enrique le hizo creer que estaba arrepentido y rogó su perdón, que obtuvo, poco tardó en provocar nuevos alzamientos, esta vez apoyados por la nobleza que había perdido el favor real con Alburquerque a la cabeza. Las órdenes militares se dividieron en este enfrentamiento entre el rey y sus adversarios contando el soberano con el apoyo de maestre de la Orden de Calatrava, Diego García de Padilla, la neutralidad del maestre de la Orden de Alcántara, Ferrán Pérez Ponce, que no quiso involucrarse en el conflicto y la absoluta hostilidad del maestre de la Orden de Santiago, que no era otro que su hermanastro Fadrique Alonso.

Hubo de sofocar la rebelión el monarca con mercaderes y la baja nobleza que todavía estaba de su lado, acabando de manera brutal y despiadada con los levantiscos nobles conspiradores, y de entre ellos con el valido y privilegiado de su madre Juan Alfonso de Alburquerque.

Con estos hechos consolidaba el controvertido soberano sus sobrenombres de “el Cruel” o “el Justiciero” dependiendo del juicio del juglar que narrase la crónica del alzamiento en la plaza del pueblo. Pero como quiera que fuere contada esta historia, siempre acababa con Enrique huyendo a refugiarse a Francia, y sin embargo este no fue su final porque cuando Pedro I se enfrentó a Pedro IV declarando la guerra a  Aragón, conocida por el nombre de “La Guerra de los dos Pedros” que duró de 1336 a 13339, utilizando como pretexto un incidente naval entre la flota aragonesa y naves genovesas, Enrique de Trastámara luchó junto a Pedro IV obteniendo victorias significativas como la de “La batalla de Araviana”,  debilitando con ello enormemente la posición de su hermanastro y fortaleciendo la suya en su pugna por el trono castellano.

El conflicto terminó con la muerte de Pedro I en 1339, asesinado por su hermano Enrique, que ascendió al trono Como Enrique II de Castilla conocido con el sobrenombre de “el Fratricida”.

Pero hasta el asesinato del rey a manos de su hermanastro estuvo motivado por el tremendo odio que se profesaron en muchos años de enemistad.  Y es que aceptada la derrota por el soberano, trató de huir del Castillo de Montiel contando para ello con la inesperada ayuda del francés Bertrand du Guesclin, que simuló favorecer su salida aprovechando un descuido de los franceses, pero este no era más que otro acto de felonía propiciado por Enrique que lo esperaba a las afueras del castillo, y que sin compasión ni posibilidad de defensa alguna ajustició al hijo de su mismo padre, cercenando con ello cualquier posibilidad de acuerdo de paz posterior entre dos ramas del mismo linaje.

Y es que en estas luchas intestinas entre hermanos siempre fueron los mismos los vencedores; aquellos ricoshombres que no tuvieron ningún tipo de pudor en situarse de un lado o de otro, siempre en pro de su riqueza y sus privilegios.

Es de suponer que estas conspiraciones y deslealtades tan viejas como el mundo siguieron rigiendo por encima de reyes, estirpes o linajes y ejemplo de ello fue el reinado de Juan II, biznieto de Enrique de Trastámara y padre entre otros de Enrique IV e Isabel “la Católica”, cuyo valido, Álvaro de Luna, condestable de Castilla y maestre de la Orden de Santiago, sufrió en sus propias carnes el arbitrario descrédito y la pérdida de confianza de un rey voluble e indolente, mal e intencionadamente aconsejado por envidiosos cortesanos ávidos de poder para  los que el privilegiado  había caído en desgracia.

fue el propio Juan II quien ordenó la detención y ejecución de su valido en 1453, acusándole de usurpación del poder y apropiación de rentas reales, después de casi cuatro décadas a su servicio. No le perdonaron sus enemigos al valido el poder casi absoluto que acumuló durante el reinado del monarca ni la dependencia que este tenía de Luna, y movieron los hilos hasta conseguir que el rey ordenara su detención y fuera juzgado en un proceso que más que un juicio fue una farsa. Le cortaron la cabeza en Valladolid el 2 de junio de1453 siendo su cadáver decapitado enterrado en la Iglesia de San Andrés de Burgos, donde se daba sepultura a los criminales.

Su patrimonio fue objeto de rapiña y su memoria defenestrada por terribles coplillas como esta:

 

Pues aquel gran condestable

maestre que tuvimos tan privado,

No cumple que de él se hable

sino sólo que le vimos degollado.

 Sus infinitos tesoros,

sus villas y lugares,

su mandar.

¿Qué le fueron sino lloros?

¿Qué fueron sino pesares al dejar?


Sólo el tiempo se encargó de devolver la honra a su memoria cuando sus restos fueron trasladados a Toledo y enterrados en la Capilla del Condestable.

Juan II de Castilla consumido por los remordimientos sobrevivió apenas un año a su amigo y consejero, elevando con su muerte al trono a su hijo el inconstante y errático Enrique IV.

Pero esa historia ya la he contado.





 

 


domingo, 24 de agosto de 2025

TRAICIONES Y VENGANZAS EN LA CASTILLA DE LA EDAD MEDIA, ¿UN JUEGO DE TRONOS MEDIEVAL?


PARTE I



No es difícil imaginar lo acontecido en aquellos reinos españoles en la época medieval en los que el poder lo era todo hasta el punto de que matar a sangre fría a tu hermano o conspirar contra tu padre podría estar justificado, si ello implicaba heredar la Corona o ascender a los más altos escalafones de la Nobleza.

Buen ejemplo de ello fue Castilla donde personajes como Enrique de Trastámara, Pedro I o Álvaro de Luna pusieron al reino castellano en el pico más alto de conspiraciones, deslealtades e intereses enfrentados entre miembros del mismo linaje, y por lo tanto de la misma sangre.

Pero no hemos de olvidar que esta historia tuvo un comienzo que bien pudiera ser, o no, el conflicto por la sucesión al trono y el rechazo a las decisiones paternales de Alfonso X y su hijo Sancho.

En 1274 el rey Alfonso había señalado a su primogénito el infante Fernando de la Cerda como sucesor al trono, pero este muere prematuramente en 1275 en la actual Ciudad Real a la edad de veinte años, generando con ello un tremendo conflicto sucesorio.

Su padre, el rey Sabio, había puesto en marcha un plan unificador y codificador de leyes a través de un cuerpo normativo que culminaría en sus célebres Siete Partidas, y estas modificaban la línea sucesoria establecida hasta ese momento.

Consuetudinariamente en Castilla si moría el primogénito era su hermano mayor de edad el aspirante al trono, pero con la entrada en vigor de Las Partidas estos derechos sucesorios pasaban a corresponder a los hijos del fallecido, es decir a los hijos del infante de la Cerda, dejando sin posibilidades de reinar a su hermano Sancho al que en un primer momento su padre había señalado como su sucesor en caso de fallecimiento del primogénito.

Ni que decir tiene que el "desentronado" Sancho entabló una furibunda lucha contra su progenitor para defender lo que entendía como su legítimo derecho; pero el rey de Francia, Felipe III, tío de los hijos del infante de la Cerda, presionó al rey castellano para que cumpliera con lo establecido en Las Partidas, y ante la rebelión de su hijo Sancho optó por desheredarlo.

A gran parte de la nobleza castellana esta drástica decisión le pareció injusta y apoyaron a Sancho, quedándose el rey Alfonso apoyado únicamente por Murcia, Badajoz y Sevilla y aunque durante el resto de su reinado recuperó parte de los apoyos perdidos, a su muerte en 1284, y sin respetar su voluntad, Sancho fue coronado como Sancho IV de Castilla en Toledo.

El reinado de Alfonso XI, nieto de Sancho IV, también fue paradigma de lo que aquí se narra.

Nacido el monarca en la ciudad de Salamanca en 1311, ya hubo de sufrir apenas con un año de vida la extraña muerte de su padre, Fernando IV “el Emplazado”, debiendo tomar por ello las riendas de la regencia su abuela María de Molina hasta su ascenso al trono al alcanzar la mayoría de edad, que entonces era a los catorce años, en 1325.

Durante su infancia se había buscado entre las niñas de la nobleza castellana e incluso de la realeza portuguesa una candidata idónea. Resultó ser Constanza Manuel de Villena y Barcelona hija del poderoso infante don Juan Manuel, autor de “El Conde Lucanor”, que contaba tan solo con nueve años cuando las Cortes de Valladolid ratificaron el matrimonio, el novio apenas había cumplido los catorce.

A pesar de su juventud el rey Alfonso XI daba claras muestras de autoritarismo, vehemencia y promiscuidad y no le tembló el pulso a la hora de poner fin a las tretas de algunos nobles levantiscos que pretendieron hacer saltar la Corona de Castilla por los aires. Entendía que para mantenerse en el trono debía establecer lazos más robustos con Portugal y para ello no dudó un momento en proponerle matrimonio a la hija del rey luso Alfonso IV y de la reina Beatriz de Castilla, después de repudiar a la joven e inocente Constanza alegando que no se había llegado a consumar el matrimonio, consiguiendo con ello que este enlace fuese anulado por la Iglesia.

Poco le importó despertar con ello las iras del infante don Juan Manuel, que no parecieron arredrar al joven monarca, porque se negó a entregar a la repudiada esposa a su progenitor.

En 1328 contrae nuevas nupcias con María de Portugal y de este enlace nacerán dos hijos y de entre ellos el futuro rey Pedro I, conocido por sus detractores como “el Cruel”, y a pesar de ello pronto se cansará de su segunda esposa y empezará a marginarla en favor de la joven y guapa Leonor de Guzmán, cuya belleza y personalidad harán enloquecer al monarca castellano. No preocupó mucho al soberano incrementar su lista de suegros agraviados con ganas de venganza.

La fascinante Leonor era además bastante fértil y dio a luz una decena de vástagos, no todos sobrevivieron pero los que lo hicieron entablarían posteriormente encarnizadas luchas por el trono castellano con el descendiente legítimo Pedro; tal es el caso de su hermanastro Enrique II que fue el fundador de la Casa Trastámara.

También demostró la taimada Leonor ser inteligente porque no quiso enfrentarse a la repudiada María, incluso fingió no conocer ese repudio, pero fue situando a sus hijos en lugares preferentes a la hora de aspirar al trono, demostrando gran perspicacia y habilidad política, convirtiéndose con ello en una de las mujeres más poderosas e influyentes de Europa.

Sin embargo, y a pesar de la marginación sufrida, María de Portugal también encontró la manera de mover los hilos de forma determinante en favor de su hijo y futuro rey Pedro I.

Era de esperar que, a pesar de la discreta postura de Leonor, cuando murió Alfonso XI en el asedio y sitio de Gibraltar, en 1350, víctima de la peste, la reina María “levantase sus armas” contra Leonor en defensa de los derechos dinásticos de su hijo Pedro, declarándola su enemiga acérrima, y junto a su favorito Juan Alfonso de Alburquerque ejerció una verdadera regencia en los primeros años de reinado de su hijo, intentando durante todo este tiempo apartar de todo atisbo de poder a los hijos de su rival.

Leonor intentaba mover sus fichas con destreza en esta intrincada partida de ajedrez con María de Portugal, y maniobró astutamente para casar a su hijo Enrique con Juana Manuel de Villena, otra de las hijas del poderoso infante don Juan Manuel. Sin embargo, no estuvo sagaz a la hora de calibrar hasta qué punto iba a irritar a la reina madre este movimiento, y acabó encarcelada en el Castillo de Carmona y posteriormente en el de Talavera de la Reina donde sería ejecutada en 1351, a la edad de treinta y un años. Aunque nunca pudo probarse, es más que probable que la orden de ejecución saliera de los labios de la reina María.

Después de tan terrible acontecimiento, y como era de prever, se desata la guerra entre los partidarios del rey Pedro I y los de su hermanastro Enrique, por lo que para afianzar en el reinado al nuevo rey la reina madre y su valido, apoyados por el papa Clemente VI, entienden necesarios reforzar los lazos con Francia y acuerdan un matrimonio de conveniencia entre Pedro I y Blanca de Borbón, hija del segundo duque de Borbón, cuya dote matrimonial quedaría fijada en trescientos mil florines.

El 3 de junio de 1353 se celebra el matrimonio en Valladolid después de no pocas dilaciones de sus Cortes, que no acababan de estar de acuerdo con el enlace, aunque la razón económica fue determinante para la obtención de la sanción final. Poco duraría esta unión de conveniencia debido fundamentalmente a la falta de interés de los contrayentes, pero también fue relevante el que Francia no cumpliera con el pago de la dote de la novia.

El monarca empezó a mostrar interés por una joven, María de Padilla, hija de un noble castellano cuya influencia determinó que el soberano apoyara a la baja nobleza castellana en detrimento de los de más alta alcurnia a cuya cabeza se encontraba el valido Alburquerque, que empezaba a caer en desgracia y había perdido gran parte de su antiguo poder. Esta determinación del rey de situarse al lado de la baja nobleza provocó una revuelta de aquellos otros altos nobles descontentos con sus innovadoras reformas, que acaba por elevarlos de nuevo al poder, pero que proporciona al monarca un nuevo sobrenombre, el de “el Justiciero”, entre sus defensores a pesar de no haber obtenido los ansiados objetivos.

Y sin embargo y pese a la pasión que María Padilla había despertado en el impetuoso monarca, Pedro I se casa dos años después de haber conocido a esta con Juana de Castro.


Pero esta historia bien vale una segunda parte.

domingo, 3 de agosto de 2025

ANA BOLENA, LA OBSESIÓN DE ENRIQUE VIII

 


“DEL TRONO AL PATÍBULO”

¡CUIDADO CON EL KARMA!


Quizás no fue consciente nuestro personaje de hasta qué punto “se estaba jugando el físico” o quizás confió demasiado en ella y en sus “artes” o malas artes, pero lo cierto y verdad es que sin verlo venir esta bella mujer acabó dando con sus huesos en el patíbulo y no quiero con esto que esta sea una historia Real muy real que empezó por el final.

Ana Bolena – Anne Boleyn – nació en 1501 0 1507, no se sabe a ciencia cierta, en Hever Castle en Kent en el seno de una familia inglesa aristocrática y acomodada; sus padres fueron Tomas Boleyn e Isabel Howard, ambos pertenecientes a familias de rancio y flemático abolengo. El padre de Ana era un reputado diplomático muy conocido por su facilidad para los idiomas y altamente respetado por el rey Enrique VIII al que había honrado con sus servicios en numerosas ocasiones, también a su padre Enrique VII que lo envió al extranjero en misiones diplomáticas con excelentes resultados.

Fue educada con esmero bajo el auspicio de Margarita de Austria en los Países Bajos y posteriormente en Francia siendo dama de la reina Claudia de Valois, lo que la enseñó a moverse en los selectos ambientes diplomáticos europeos como pez en el agua. Además de una carismática y refinada mujer de armoniosa belleza, profundos ojos negros y larga melena oscura, era una dama inteligente, culta y docta en música y danzas que además tocaba maravillosamente varios instrumentos, cantaba muy bien y era una excelente bailarina, lo que la convertía en una mujer altamente odiable por cualquiera otra insegura, envidiosa o las dos cosas.

Parece ser, aunque no está probado, que sufría polidactilia, tenía seis dedos, en la mano izquierda y un enorme lunar o marca de nacimiento en el cuello, que se esmeraba en ocultar con joyas. Ambos rasgos físicos fueron interpretados por sus detractores como símbolos del diablo.

Era pequeña de estatura, pero grácil y aparentemente frágil lo que otorgaba a su figura una apariencia etérea a la que sabía sacar partido con una neutra pero firme elegancia. Sus enemigos decían de ella, sin embargo, que era extravagante, rencorosa, malhumorada, ambiciosa y neurótica.

En marzo de 1522 Catalina de Aragón había dejado de participar en la vida de la corte durante algún tiempo. Estaba sumida en una terrible depresión; todos sus hijos varones nacían muertos o habían fallecido prematuramente y además había sufrido varios abortos; sólo la pequeña princesa María parecía querer sobreponerse al tiempo e iba creciendo sin demasiados problemas de salud. Soportaba la reina a duras penas la preocupación e impaciencia de su marido por tener un hijo varón heredero al trono, que asegurara la continuidad de la dinastía Tudor y evitara con ello una guerra civil.

Una noche de ese frío mes debutó la cautivadora Ana Bolena en un baile de disfraces en palacio, interpretando junto a su hermana María, que había sido amante del rey, una sugerente danza que fascinó a todos los presentes, sobre todo al monarca que no había reparado hasta ese momento en la sofisticada belleza de una de las damas de compañía de la reina Katherine, su mujer. Pasó desde esa noche a ser la mujer más deseada y envidiada de la corte. Todos buscaban su compañía, pero ella buscaba la del rey. Sin embargo, cuando él se acercó con la intención de hacerla su amante ella lo rechazó con mucha sutileza, lo que provocó en el monarca un interés por ella aún mayor; ¡estaba perdido! había caído en una red tejida con paciencia y mucha dosis de inteligencia.

Ana Bolena se convirtió en una obsesión para Enrique VIII que le escribía cartas manifestando su pasión por ella y sus ganas de tenerla en su real cama; Ana se mostraba cariñosa pero distante, no se iba a conformar con ser su amante. Esto volvía aún más loco al regente que llegó a concederle en 1532 el marquesado de Pembroke, título hereditario propio sin dependencia de varón, que era la primera vez que se otorgaba a una mujer soltera; hecho insólito en aquella época.

Con el título llegaron cuantiosos ingresos y un lugar destacado en la corte inglesa; el rey veía cada vez más cerca la posibilidad de hacerla su esposa y empezaba a hacer desplantes y desaires a su esposa Catalina sin ningún tipo de tacto ni recato. No contaba el monarca con que su deseo por Ana Bolena se iba a topar con la negativa del papa a bendecir ese nuevo matrimonio, y lo que empezó siendo un conflicto conyugal acabó convirtiéndose en una revolución que cambiaría la historia de Europa para siempre. No hemos de olvidar que la reina Catalina había estado casada con anterioridad con el hermano mayor de su marido, el príncipe Arturo, y que este matrimonio había sido aprobado por el papa. Aunque Catalina sostenía que el matrimonio con su primer marido no había llegado a consumarse por lo que podía anularse sin problema, el rey Enrique sostenía que hubo consumación y por tanto el que era nulo o anulable era el suyo y para fundamentar su tesis se apoyaba en un pasaje de la Biblia:

“Si un hombre toma a la mujer se su hermano, será una abominación; serán sin hijos”

(Levítico 20-21)

A pesar de que el monarca buscó todo tipo de argumentos legales, académicos y religiosos el papa Clemente VII no cedió no tanto por el tema religioso más por el miedo a las represalias del emperador Carlos V, que era sobrino carnal de la reina Catalina ya que su madre Juana de Castilla era su hermana, que ya había invadido Roma en 1527. No se atrevió el santo padre a plantarle cara abiertamente al rey, pero sí fue dándole largas. Enrique cansado de que Su Santidad no acabara de tomar una decisión que le fuera satisfactoria decidió romper con Roma y alejar a Inglaterra de su control y para ello se apoyó en Cranmer, un teólogo con ideas reformistas al que posteriormente nombraría arzobispo de Canterbury, que ese mismo año, 1534, declaró nulo su matrimonio con la reina Catalina. Previamente, El 23 de mayo de1533, se había reunido un tribunal en Dunstable para validar la unión entre el rey y Ana Bolena.

Abrazaba ahora el rey la Iglesia Anglicana; tanto fue así que se autoproclamó mediante el Acta de Supremacía jefe y cabeza de la misma estableciendo el anglicanismo como religión oficial de Inglaterra, dando con ello al pontífice una poco católica patada en sus santas posaderas.

Ya llevaba un tiempo la Bolena comportándose como una reina, se sentaba en el asiento destinado a Catalina en los banquetes, lucía suntuosas joyas y espléndidos vestidos púrpura, color destinado a la realeza, y hacía que la servidumbre se inclinara en reverencia a su paso. Pocos sabían que ya había contraído nupcias con el rey un año antes, y una vez declarado nulo el matrimonio de su adorado Enrique con Catalina de Aragón no había impedimento alguno para su coronación.

Superó la suya en fastos a la de sus predecesoras, ahora solo faltaba darle un hijo varón al rey y su posición y el poder de los Bolena se consolidaría sin fisuras a la vez que se aseguraba la continuidad de la dinastía Tudor. Pronto se anunció el embarazo.

Todo trascurría con la normalidad prevista también los escarceos del rey con otras mujeres ante el embarazo de la reina, pero mientras que las anteriores consortes los habían aceptado con regia resignación la Bolena afeó la conducta al monarca con calificativos que lo disgustaron profundamente; no contribuyó a apaciguar los ánimos el nacimiento no del ansiado varón sino de otra niña, la futura Isabel I.

El desánimo del monarca iba en aumento, y sin embargo era necesario asegurar el nuevo matrimonio frente a Roma por lo que otorgó la sucesión a su recién nacida hija Isabel en detrimento de su otra hija, María hija de Catalina, declarando además en ese acto que todo aquel que se negara a reconocer a su nueva hija como sucesora al trono, mientras no se produjera el nacimiento de un hijo varón, sería condenado a muerte por alta traición. Fue excomulgado por ello.

Pronto volvió la reina a estar encinta, pero apenas había trascendido la noticia cuando sufrió un aborto; quizás el exceso de presión le estaba pasando factura. Enrique frustrado se había entregado a “bailes y jolgorios”, lo que provocaba reacciones iracundas en Ana que cada día estaba más desquiciada y fuera de sí.

El golpe final al maltrecho matrimonio real se lo dio la noticia de que el rey se había encaprichado con una bella joven llamada Jane Seymour, había sido dama en la corte de Catalina y después en la de Ana, y la había hecho su amante. El karma empezaba a pasarle su implacable factura a la bella pero ya ajada Ana, y este no era mas que el principio de su calvario.

Era muy consciente la Bolena de que sólo podía salvarla de las garras del repudio un nuevo embarazo, y puso todo su afán en atraer de nuevo al rey a su lecho.

Cuando el 7 de enero de 1536 murió la reina Catalina con la misma dignidad con la que había vivido, ese mismo día sufrió un nuevo aborto Ana que se hallaba embarazada de varios meses, esta vez si era varón. ¡Paradójico!; volvía el karma a hacer de las suyas.

El rey Enrique al enterarse de la devastadora noticia entró en la más absoluta de las desolaciones, circunstancia que aprovechó Cromwell para presentarle unas más que dudosas pruebas, obtenidas mediante engaño y tendiendo una trampa a la reina, de adulterio con varios miembros de su Consejo Privado, conspiración para matar a su majestad y poder reinar como regente del hijo que llevaba en su seno y hasta de incesto después de haber seducido a su propio hermano.

No hubo clemencia para la Bolena que fue decapitada con un golpe de espada el 19 de mayo de 1536 en la Torre de Londres ante las impertérritas miradas de su idolatrado y cruel Enrique VIII y su amante Jane Seymour.

Se casaron diez días después.