domingo, 3 de agosto de 2025

ANA BOLENA, LA OBSESIÓN DE ENRIQUE VIII

 


“DEL TRONO AL PATÍBULO”

¡CUIDADO CON EL KARMA!


Quizás no fue consciente nuestro personaje de hasta qué punto “se estaba jugando el físico” o quizás confió demasiado en ella y en sus “artes” o malas artes, pero lo cierto y verdad es que sin verlo venir esta bella mujer acabó dando con sus huesos en el patíbulo y no quiero con esto que esta sea una historia Real muy real que empezó por el final.

Ana Bolena – Anne Boleyn – nació en 1501 0 1507, no se sabe a ciencia cierta, en Hever Castle en Kent en el seno de una familia inglesa aristocrática y acomodada; sus padres fueron Tomas Boleyn e Isabel Howard, ambos pertenecientes a familias de rancio y flemático abolengo. El padre de Ana era un reputado diplomático muy conocido por su facilidad para los idiomas y altamente respetado por el rey Enrique VIII al que había honrado con sus servicios en numerosas ocasiones, también a su padre Enrique VII que lo envió al extranjero en misiones diplomáticas con excelentes resultados.

Fue educada con esmero bajo el auspicio de Margarita de Austria en los Países Bajos y posteriormente en Francia siendo dama de la reina Claudia de Valois, lo que la enseñó a moverse en los selectos ambientes diplomáticos europeos como pez en el agua. Además de una carismática y refinada mujer de armoniosa belleza, profundos ojos negros y larga melena oscura, era una dama inteligente, culta y docta en música y danzas que además tocaba maravillosamente varios instrumentos, cantaba muy bien y era una excelente bailarina, lo que la convertía en una mujer altamente odiable por cualquiera otra insegura, envidiosa o las dos cosas.

Parece ser, aunque no está probado, que sufría polidactilia, tenía seis dedos, en la mano izquierda y un enorme lunar o marca de nacimiento en el cuello, que se esmeraba en ocultar con joyas. Ambos rasgos físicos fueron interpretados por sus detractores como símbolos del diablo.

Era pequeña de estatura, pero grácil y aparentemente frágil lo que otorgaba a su figura una apariencia etérea a la que sabía sacar partido con una neutra pero firme elegancia. Sus enemigos decían de ella, sin embargo, que era extravagante, rencorosa, malhumorada, ambiciosa y neurótica.

En marzo de 1522 Catalina de Aragón había dejado de participar en la vida de la corte durante algún tiempo. Estaba sumida en una terrible depresión; todos sus hijos varones nacían muertos o habían fallecido prematuramente y además había sufrido varios abortos; sólo la pequeña princesa María parecía querer sobreponerse al tiempo e iba creciendo sin demasiados problemas de salud. Soportaba la reina a duras penas la preocupación e impaciencia de su marido por tener un hijo varón heredero al trono, que asegurara la continuidad de la dinastía Tudor y evitara con ello una guerra civil.

Una noche de ese frío mes debutó la cautivadora Ana Bolena en un baile de disfraces en palacio, interpretando junto a su hermana María, que había sido amante del rey, una sugerente danza que fascinó a todos los presentes, sobre todo al monarca que no había reparado hasta ese momento en la sofisticada belleza de una de las damas de compañía de la reina Katherine, su mujer. Pasó desde esa noche a ser la mujer más deseada y envidiada de la corte. Todos buscaban su compañía, pero ella buscaba la del rey. Sin embargo, cuando él se acercó con la intención de hacerla su amante ella lo rechazó con mucha sutileza, lo que provocó en el monarca un interés por ella aún mayor; ¡estaba perdido! había caído en una red tejida con paciencia y mucha dosis de inteligencia.

Ana Bolena se convirtió en una obsesión para Enrique VIII que le escribía cartas manifestando su pasión por ella y sus ganas de tenerla en su real cama; Ana se mostraba cariñosa pero distante, no se iba a conformar con ser su amante. Esto volvía aún más loco al regente que llegó a concederle en 1532 el marquesado de Pembroke, título hereditario propio sin dependencia de varón, que era la primera vez que se otorgaba a una mujer soltera; hecho insólito en aquella época.

Con el título llegaron cuantiosos ingresos y un lugar destacado en la corte inglesa; el rey veía cada vez más cerca la posibilidad de hacerla su esposa y empezaba a hacer desplantes y desaires a su esposa Catalina sin ningún tipo de tacto ni recato. No contaba el monarca con que su deseo por Ana Bolena se iba a topar con la negativa del papa a bendecir ese nuevo matrimonio, y lo que empezó siendo un conflicto conyugal acabó convirtiéndose en una revolución que cambiaría la historia de Europa para siempre. No hemos de olvidar que la reina Catalina había estado casada con anterioridad con el hermano mayor de su marido, el príncipe Arturo, y que este matrimonio había sido aprobado por el papa. Aunque Catalina sostenía que el matrimonio con su primer marido no había llegado a consumarse por lo que podía anularse sin problema, el rey Enrique sostenía que hubo consumación y por tanto el que era nulo o anulable era el suyo y para fundamentar su tesis se apoyaba en un pasaje de la Biblia:

“Si un hombre toma a la mujer se su hermano, será una abominación; serán sin hijos”

(Levítico 20-21)

A pesar de que el monarca buscó todo tipo de argumentos legales, académicos y religiosos el papa Clemente VII no cedió no tanto por el tema religioso más por el miedo a las represalias del emperador Carlos V, que era sobrino carnal de la reina Catalina ya que su madre Juana de Castilla era su hermana, que ya había invadido Roma en 1527. No se atrevió el santo padre a plantarle cara abiertamente al rey, pero sí fue dándole largas. Enrique cansado de que Su Santidad no acabara de tomar una decisión que le fuera satisfactoria decidió romper con Roma y alejar a Inglaterra de su control y para ello se apoyó en Cranmer, un teólogo con ideas reformistas al que posteriormente nombraría arzobispo de Canterbury, que ese mismo año, 1534, declaró nulo su matrimonio con la reina Catalina. Previamente, El 23 de mayo de1533, se había reunido un tribunal en Dunstable para validar la unión entre el rey y Ana Bolena.

Abrazaba ahora el rey la Iglesia Anglicana; tanto fue así que se autoproclamó mediante el Acta de Supremacía jefe y cabeza de la misma estableciendo el anglicanismo como religión oficial de Inglaterra, dando con ello al pontífice una poco católica patada en sus santas posaderas.

Ya llevaba un tiempo la Bolena comportándose como una reina, se sentaba en el asiento destinado a Catalina en los banquetes, lucía suntuosas joyas y espléndidos vestidos púrpura, color destinado a la realeza, y hacía que la servidumbre se inclinara en reverencia a su paso. Pocos sabían que ya había contraído nupcias con el rey un año antes, y una vez declarado nulo el matrimonio de su adorado Enrique con Catalina de Aragón no había impedimento alguno para su coronación.

Superó la suya en fastos a la de sus predecesoras, ahora solo faltaba darle un hijo varón al rey y su posición y el poder de los Bolena se consolidaría sin fisuras a la vez que se aseguraba la continuidad de la dinastía Tudor. Pronto se anunció el embarazo.

Todo trascurría con la normalidad prevista también los escarceos del rey con otras mujeres ante el embarazo de la reina, pero mientras que las anteriores consortes los habían aceptado con regia resignación la Bolena afeó la conducta al monarca con calificativos que lo disgustaron profundamente; no contribuyó a apaciguar los ánimos el nacimiento no del ansiado varón sino de otra niña, la futura Isabel I.

El desánimo del monarca iba en aumento, y sin embargo era necesario asegurar el nuevo matrimonio frente a Roma por lo que otorgó la sucesión a su recién nacida hija Isabel en detrimento de su otra hija, María hija de Catalina, declarando además en ese acto que todo aquel que se negara a reconocer a su nueva hija como sucesora al trono, mientras no se produjera el nacimiento de un hijo varón, sería condenado a muerte por alta traición. Fue excomulgado por ello.

Pronto volvió la reina a estar encinta, pero apenas había trascendido la noticia cuando sufrió un aborto; quizás el exceso de presión le estaba pasando factura. Enrique frustrado se había entregado a “bailes y jolgorios”, lo que provocaba reacciones iracundas en Ana que cada día estaba más desquiciada y fuera de sí.

El golpe final al maltrecho matrimonio real se lo dio la noticia de que el rey se había encaprichado con una bella joven llamada Jane Seymour, había sido dama en la corte de Catalina y después en la de Ana, y la había hecho su amante. El karma empezaba a pasarle su implacable factura a la bella pero ya ajada Ana, y este no era mas que el principio de su calvario.

Era muy consciente la Bolena de que sólo podía salvarla de las garras del repudio un nuevo embarazo, y puso todo su afán en atraer de nuevo al rey a su lecho.

Cuando el 7 de enero de 1536 murió la reina Catalina con la misma dignidad con la que había vivido, ese mismo día sufrió un nuevo aborto Ana que se hallaba embarazada de varios meses, esta vez si era varón. ¡Paradójico!; volvía el karma a hacer de las suyas.

El rey Enrique al enterarse de la devastadora noticia entró en la más absoluta de las desolaciones, circunstancia que aprovechó Cromwell para presentarle unas más que dudosas pruebas, obtenidas mediante engaño y tendiendo una trampa a la reina, de adulterio con varios miembros de su Consejo Privado, conspiración para matar a su majestad y poder reinar como regente del hijo que llevaba en su seno y hasta de incesto después de haber seducido a su propio hermano.

No hubo clemencia para la Bolena que fue decapitada con un golpe de espada el 19 de mayo de 1536 en la Torre de Londres ante las impertérritas miradas de su idolatrado y cruel Enrique VIII y su amante Jane Seymour.

Se casaron diez días después.

martes, 15 de julio de 2025

MARIA ANTONIETA Y EL ESCÁNDALO DEL COLLAR

 

UN ASUNTO QUE ARRUINÓ SU YA DETERIORADA REPUTACIÓN PARA SIEMPRE

La mañana del 15 de agosto el Palacio de Versalles estaba atestado de gente, se celebraba la festividad de la Virgen de la Asunción motivo por el cual los allí presentes habían acudido temprano para poder escuchar la liturgia. Todos esperaban la aparición de los reyes Luís XVI y María Antonieta, uno de los más impacientes era el cardenal de Rohan que vestía las prendas litúrgicas para la celebración.


Con el rostro tenso y la mirada fija se acercó al religioso el limosnero mayor que ese día sustituía al oficial de limosnas, ¡en mala hora!, y plantado ante él le dijo con voz solemne,

Por el poder que me viene conferido por S.M. el rey Luís XVI me veo en la obligación de comunicar a usía que queda usted arrestado, le pido por favor que no se resista.

Hacía mucho tiempo que la nobleza francesa no asistía a una humillación semejante, el rostro del cardenal se había tornado de un tono céreo y miraba fijamente al limosnero sin alcanzar a articular palabra.

No lograba comprender el porqué de tan desafortunado apresamiento cuando era él el primer ultrajado. Intuía que con este gesto el rey pretendía defender de cualquier sospecha el más que cuestionado honor de la soberana.

París ya no quería a Maria Antonieta; lo que empezó siendo un idilio acabó por convertirse en hostilidad. Los franceses sabían del sentimiento de preminencia de la delfina que vivía bajo la convicción de la superioridad de los Habsburgo, su familia, sobre los Borbones.

Cuando en mayo de 1774 su marido ascendió al trono tras la repentina muerte de Luís XV, quiso hacer valer su voluntad por encima de la obediencia y sumisión conyugal que de ella se esperaba, empezando a hacer caso omiso a los deberes que la Corona francesa le imponía. El rey se mostraba indulgente ante la conducta de su díscola y caprichosa pero bella mujer, a pesar de las críticas que por ello recibía. No ayudaba la falta de medida de la reina a la hora de gastar en vestidos y joyas. La ostentación de María Antonieta a la hora de vestirse, peinarse y adornarse empezaba a provocar el escándalo del pueblo francés, y sin embargo esta vez era totalmente ajena al escándalo.

¿Puedo saber de qué se me acusa? Preguntó el prelado.

¡De estafa! exclamó, no sin cierta indignación, el limosnero mayor.

¡Por favor no me detengáis aquí, dejadme hablar con su majestad! Suplicó el purpurado ante la poca clemencia del canciller.

Una semana después de la detención del cardenal María Antonieta escribió a su hermano, el emperador José II, para darle cuenta de lo acaecido.

En 1772 Bohemer y Bassenge, dos orfebres parisinos, elaboraron un magnífico collar de esplendor y grandeza nunca antes contemplados. La fastuosa joya de 2.800 kilates llevaba engarzados casi 700 diamantes y había sido concebida por los joyeros con la intención de vendérsela al rey Luís XV para que pudiera agasajar a su nueva amante Madame du Barry, pero la inesperada muerte del monarca desembocó en la expulsión de la cortesana por el nuevo rey Luís XVI, a petición de su esposa María Antonieta, lo que sumió en la más absoluta desolación a los orfebres ante la posibilidad de encontrarse con un costosísimo collar de más de dos millones de libras y ningún interesado en adquirirlo.

La candidata perfecta para lucirlo era la nueva reina, sin embargo no mostró ningún interés por él ante la sospecha de que pudiera haber sido concebido para resplandecer en el escote de Madame du Barry. Alegó que la Corona francesa tenía más necesidad de navíos que de collares, provocando con ello la sorpresa y satisfacción de los franceses, y recomendó a los joyeros que lo desmontasen y lo vendieran por piezas; creyó que con esta solución ponía fin al asunto.

No fue así, Bohemer y Bassenge no estaban dispuestos a desmontar su sublime joya porque entendían que iban a perder mucho tiempo vendiéndola por partes y además nunca estas alcanzarían el precio que iba a pagarse por el collar como pieza única. Tomada esta decisión buscaron una salida airosa que no deteriorara más sus ya maltrechas economías, habían invertido demasiado dinero en su obra.

En este orden de cosas entra en escena el cardenal de Rohan, antiguo embajador en la corte austríaca en Viena, hombre sin escrúpulos, depravado y libertino a quien María Teresa de Austria, madre de María Antonieta, no dudó en definir como “un tipo espantoso y sin moral”, opinión que probablemente influyera en la decisión de su hija de mantenerlo lejos de Versalles.

Para un hombre como el cardenal este destierro suponía un descrédito que lo sumía en una humillación insoportable y se propuso ganarse el favor de la reina para recuperar su sitio en la corte.

Para pergeñar su acercamiento a la soberana no dudó en forzar una simulada amistad con Jeanne de la Motte perteneciente a una estirpe ilegítima de la dinastía de Valois y esposa de Nicolás de la Motte, oficial de gendarmes que supo aprovechar la descendencia noble de su mujer para ascender socialmente y alcanzar un condado, el de la Motte,  al que habría de añadírsele el prestigioso apellido Valois que tantos privilegios reportó a la pareja.

Para cuando Rohan conoció a Jeanne esta alternaba su matrimonio con una relación clandestina con un proxeneta y falsificador llamado Retaux de Villete, que intuyó desde el principio la intención del cardenal de ganarse el beneplácito de la reina a través de Jeanette y quiso sacarle partido a su desmesurada ambición. Para ello sería necesario que Jeanette se hiciese amante del prelado y lo convenciera de la estrecha cercanía que mantenía con María Antonieta, aunque realmente ni siquiera la conocía personalmente.

No fue difícil persuadirlo y Villete y Jeanette urdieron un plan para estafarlo a él, a la Corona y a los orfebres que consistía en hacer creer al religioso que la reina había mostrado interés por el collar pero no quería ser vista gastando los fondos de los franceses.

“Picó el anzuelo” con facilidad el cardenal que accedió con satisfacción a encontrarse clandestinamente con la que creyó que era la soberana pero que realmente era una prostituta, Nicole d´Oliva, de gran parecido con María Antonieta que acudió esa noche a la Arboleda de Venus, en los Jardines de Versalles, con un traje de muselina blanco muy parecido a los usados por la soberana. Consiguió Nicole, ayudada por la penumbra, engañar a Rohan que quedó totalmente convencido de que se había reunido con la reina.

A partir de ese momento Jeanette y Villete empezaron a pedir periódicamente cantidades de dinero al cardenal que accedía gustoso a pagarlas en el convencimiento de que con ello estaba cada vez más cerca de ganarse las simpatías de la reina, y para que no flaqueara en su creencia le hicieron llegar una falsa carta de la soberana con el encargo de que fuera él quien comprara personalmente el collar a los orfebres y lo mandara a palacio. La carta estaba firmada con un “María Antonieta de Francia” que fascinó al cardenal pero que puso de manifiesto la falsedad de la misma; cualquiera que supiera de los protocolos de palacio y de las costumbres de la reina sabría que jamás habría acabado una carta con esa firma.

Bohemer y Bassenge estaban pletóricos ante la nueva de que por fin iban a poder vender el collar y negociaron con Rohan un descuento. Acordaron que el cardenal pagara por él un millón seiscientas mil libras en cuatro plazos de acuerdo con las instrucciones de la monarca.

Poco después Villete haciéndose pasar por correo de la reina pasó a recoger la joya al taller de los orfebres, la desmontó y se la entregó a Nicolás, el esposo de Jeanette, que la vendió por piezas a joyeros de Londres obteniendo con ello sustanciosos beneficios de los que repartió una parte entre sus cómplices.

Rohan ajeno a la estafa esperaba ansioso el día de la Candelaria en el que la reina luciría el collar, pero el día pasó y la reina no lo lució. Pasaron meses y ni a la reina le llegó la joya a palacio ni los orfebres recibieron pago alguno por su magistral obra.

Bohemer desesperado mandó carta a palacio preguntando a la reina si el collar había sido de su agrado, la soberana que no entendió a qué se refería el joyero simplemente la quemó.

Al no recibir respuesta de su majestad cundió el pánico; los orfebres empezaron a ser conscientes de que habían sido víctimas de un engaño y mandaron nueva misiva a palacio por medio de madame Campan, una allegada a María Antonieta, afirmando que la reina sabía que les debía dinero. La soberana desconcertada pidió explicaciones de lo que allí pasaba y madame Campan le enseñó unas cartas con su firma falsificada, en las que quedaba de manifiesto que los joyeros habían estado tratando con el cardenal la compra del collar por petición suya. Enterado el rey pidió a Rohan que acudiera al Palacio de Versalles el 15 de agosto con motivo de las celebraciones de la Virgen, y allí mando detenerlo.

De poco valieron las torpes explicaciones que el cardenal dio a Luís XVI, el soberano estaba enfurecido y las infamias que corrían por todo París sobre la reina no contribuían a apaciguarlo. No acababa de entender que Rohan no se hubiera dado cuenta de que la reina no firmaba como “María Antonieta de Francia”, su carrera diplomática le obligaba a conocer este tipo de detalles protocolarios. ¿Cómo era posible que alguien con una carrera diplomática tan extensa y exitosa, hubiera pasado por alto un detalle tan obvio? Todo lo acontecido le llevó a pensar que el cardenal estaba detrás de las falsificaciones y por ello lo mandó detener y lo envió a la Bastilla donde permaneció casi un año a la espera de juicio.

Jeanette y su marido fueron apresados poco después al despertar sospechas por las ingentes cantidades de dinero que gastaban y ellos entregaron a la prostituta y al estafador Villete, ideólogo de la trama.

Todos fueron juzgados en el Parlamento de París y condenados menos Rohan cuya defensa consiguió demostrar que su único error había sido el de ser un hombre confiado. Pero la mayor condena la sufrió la reina María Antonieta a la que acusaron de haber sido infiel al rey con el cardenal. Aprovecharon los franceses para hacer pagar a la soberana su fama de promiscua y manirrota.

Nunca volvió a levantar cabeza la reina,

¡ni siquiera para que se la cortaran!



domingo, 29 de junio de 2025

"LA ÚLTIMA CENA" DE LEONARDO; LOS ENIGMAS DEL LEGADO DE UN GENIO

 


PARTE II:

 DA VINCI "EL HEREJE",

LOS SÍMBOLOS OCULTOS DE "LA ÚLTIMA CENA"



Los extravagantes hábitos de trabajo de Leonardo fascinaban al público, pero empezaban a exasperar al prior que ya se había quejado al duque.

Hubiera deseado que jamás abandonara el pincel, tal y como los monjes no abandonan hasta no haber acabado de cavar el huerto del convento, le dijo en reiteradas ocasiones a Sforza.

Ludovico no quería que el abad apreciara que él también empezaba a impacientarse; las excentricidades del pintor le crispaban y a pesar de ello no dudaba en dar dos palmaditas en la espalda al prior cuando lo despedía después de alguno de sus frecuentes paseos matutinos por la ciudad, solicitando de él templanza.

Los artistas son así, decía, no debemos incomodarlo con nuestra prisa.

Pero estas palabras no parecían resignar al religioso que volvía a insistir en el siguiente paseo; tanto se obstinó en su cuita que el duque le hizo saber que Leonardo amenazaba con representar a Judas Iscariote con su cara si no paraba de importunarlo. A partir de ese momento el prior dedicó su tiempo a apremiar a los monjes jardineros y dejó en paz a Da Vinci.

El pintor estaba dedicado en cuerpo y alma a su obra, tanto que se olvidaba de comer y permanecía subido en el andamio desde el amanecer hasta la puesta de sol. Estaba obsesionado con crear la sensación de que la pintura fluía de izquierda a derecha, de que tenía movimiento.

En el centro de tan magistral escena está sentado Jesús con talante sereno, es el único que lo tiene, los apóstoles sin embargo aparecen representados con gestos de emoción, asombro, preocupación e inquietud casi teatrales ante la noticia de que unas horas después de esa reunión uno de ellos iba a traicionar al Hijo de Dios. Buscaba con ello el artista que el observador pueda percibir con nitidez que algo acababa de suceder en esa cena, y para que estas reacciones parecieran más humanas pintó a los discípulos sin halo de santidad en contraposición con la figura de Jesucristo al que, aunque tampoco lo tiene, quiso otorgar un aura de misterio mediante la casi imperceptible apariencia de ser de tamaño un poco mayor que sus apóstoles. Para ello utilizó un truco que había aprendido de su maestro Verrocchio que consistía en situar objetos o figuras humanas sobre un fondo luminoso, de ahí que situara tres ventanas como símbolo de la Santísima Trinidad, detrás de Jesús desde las que poder contemplar un resplandeciente paisaje del paraíso. Para resaltar aún más su figura coloreó la capa de azul con lapislázuli, el pigmento más caro.

También buscó Da Vinci que todo aquel que observara con un poco de detenimiento su obra fuera capaz de reconocer al traidor de entre los doce apóstoles por su expresión corporal y su gesto facial, sin que fuera necesario colocarlo inquisitiva y explícitamente al otro lado de mesa. No lo puso difícil el pintor si tenemos en cuenta que lo representó con una bolsa de monedas en la mano y lo situó en un plano de sombra con expresión corporal de huida. Su poco agraciado rostro representado con el mentón prominente, tez oscura y expresión facial agria dejaba poco lugar a la duda. No desechemos tampoco el detalle de que la mano izquierda de Judas está dirigida hacia un plato, el mismo al que va dirigida la derecha de Cristo, tal y como lo describen las Sagradas Escrituras:

El que meta la mano conmigo en el plato será el que me traicione.

Ni que al lado de la mano en la que porta la bolsa de las treinta monedas de plata, precio de la traición, aparece un salero volcado. La sal derramada en la mesa para los romanos era símbolo de desgracia; para Leonardo representaba la traición.

Desviemos ahora la atención hacia el mantel que viste la mesa de esta premonitoria cena porque tiene un nudo en uno de sus picos, en la parte derecha de la mesa para el observador e izquierda para Jesucristo.

¿Qué enigma guarda ese nudo? ¿Qué representa? Parece ser que este símbolo casi oculto quiere indicar que hay una mujer en la escena. Aparentemente no la vemos pero si nos fijamos más detenidamente, a la derecha de Jesús y a su lado está sentado el joven apóstol San Juan pero que por sus rasgos afeminados bien podría ser una mujer, María Magdalena, con la cual Cristo podría haberse unido en matrimonio y engendrado un o más hijos. Esa aparente distancia física que los separa en forma de V podría interpretarse como el símbolo del Santo Grial, pero no como la representación del cáliz, que por cierto no aparece entre los enseres utilizados en la cena, sino como el de la sangre del linaje de Jesucristo y Magdalena. No olvidemos que Leonardo habría sido gran maestre del Priorato de Sion que fundamentó su génesis en la de la orden templaria.

Si observamos con perspectiva la composición de las figuras de Magdalena y Jesús, parecen formar una M que bien podría ser alegórica a la maternidad, al matrimonio o al propio nombre de Magdalena. Quizás estemos yendo demasiado lejos, pero lo cierto y verdad es que si extrapolásemos las figuras de Jesús y de la supuesta Magdalena de la escena, colocándola a ella a la izquierda de él y derecha del observador, encajarían milimétricamente formando una composición perfecta. No debemos obviar tampoco el detalle de que el rostro de esta supuesta Magdalena encajaría a la perfección si lo colocásemos encima de el de la Virgen de su cuadro “La Virgen de las Rocas”, otro detalle que nos lleva a pensar que podría tratarse realmente de una mujer. Pero entonces falta un apóstol; ¿Dónde está representado el joven San Juan en esta cena?

Analicemos ahora los cuatro grupos de tres que formaban los apóstoles y hagámoslo de izquierda a derecha. El primer grupo lo componen Bartolomé, Santiago el Menor y Andrés; los tres se muestran sorprendidos por las palabras que acaba de pronunciar Jesús. Bartolomé parece aturdido, Santiago quiere alargar una mano hacia el Hijo de Dios como muestra de lealtad, pero Andrés va más allá levantando las suyas como queriendo dejar clara su inocencia. El segundo grupo está formado por Judas Iscariote, Simón Pedro y Juan. De Judas y de Juan ya hemos hablado, pero no de Pedro, “soy Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”, que se muestra con un cuchillo escondido en la mano derecha como símbolo de su temperamento y futuro comportamiento, hemos de recordar que negó a Jesús tres veces antes de que cantara el gallo. Fijémonos además en que la otra mano parece querer apoyarla en el hombro de la que podría ser María Magdalena. ¿Pudiera con ello querer indicar Leonardo que la Iglesia Católica con Pedro, su primer papa, a la cabeza debería apoyarse en la descendencia de Jesucristo y Magdalena, y no en esa otra Iglesia más terrenal y opulenta que olvida el voto de pobreza matando, de ahí el cuchillo, con ello sus ideales y fundamentos primeros?

El lector debe tener presente que a Da Vinci se le acusó en numerosas ocasiones de pertenecer a los cátaros, cristianos que fueron acusados en el S. XIII de herejes por defender a la Iglesia de Juan y Magdalena donde se ponderaba la pobreza y la humanidad por encima de la divinidad de Cristo, en contraposición con la Iglesia de Pedro más terrenal y fatua plagada de banal ostentación.

Estos proponían una dieta bastante frugal en la que no estaba contemplada la carne, observemos que entre las viandas que aparecen sobre la mesa de “La Última Cena” no está este alimento, vestían túnicas blancas y no creían en la crucifixión de Jesús; Da Vinci era vegetariano, vestía siempre de blanco y entre sus obras no hay ninguna representación de Jesucristo crucificado. Estos “disidentes” medievales simbolizaban la Inquisición y la persecución a la que esta los sometió con la figura un perro; pues bien, en estudios recientes realizados a la obra de “La Virgen de las Rocas” se ha encontrado camuflada entre los montes del fondo del cuadro la figura de un perro aparentemente sentado y con una correa al cuello. ¡curioso!, aun así hemos de decir que no ha quedado demostrado que Da Vinci fuera cátaro.

Pero volvamos al análisis de la actitud de los apóstoles; en el tercer grupo, ya a la izquierda de Jesús, se encuentran Tomás, Santiago el Mayor y Felipe. Tomás es representado con el dedo hacia arriba, recordemos que este apóstol pecó de incrédulo porque exigió a Jesús pruebas de su resurrección y para ello metió un dedo en sus aún sangrantes yagas, Santiago el Mayor muestra un gesto compasivo hacia su maestro y Felipe parece turbado por la noticia de la traición, dirige sus manos hacia el pecho como queriendo preguntar al Hijo de Dios:

¿Acaso soy yo maestro quién ha de traicionaros esta noche?"

No hemos de olvidar tampoco que Leonardo da Vinci representó a San Juan Bautista con el dedo índice de su mano derecha levantado hacia arriba en varias de sus obras. Este gesto simbolizaba el papel profético de este apóstol que anunció la venida del Cordero de Dios. ¿Buscó el artista sincretizar en la figura de Tomás a los dos apóstoles?

El último y peculiar grupo está formado por Mateo, Judas Tadeo y Simón Zelote que parecen discutir, pero ¿sobre qué discuten que quieren darle la espalda a Jesús?

Mientras que Mateo pretende hacer ver a Tadeo y a Simón que es Judas quien traicionará a Jesucristo y por ello parece señalarlo con la mano, Tadeo permanece absorto reflexionando sobre las palabras escuchadas a Jesús. Si nos fijamos en su rostro tiene un gran parecido con un autorretrato de Leonardo; pudiera ser que el artista quisiese inmortalizarse en su colosal obra de esta sibilina manera. El tercer apóstol del grupo, o sea Simón, está representado con la cara de Platón en clara alusión a la sabiduría y a la influencia que este filósofo griego ejerció sobre el pintor; quizás con este gesto Da Vinci quisiese poner en valor las ideas neoplatonianas frente a la fe, de ahí que estuviera representando a Judas Tadeo, es decir a sí mismo, de espalda a Jesús. ¿Le llamaban al artista “el hereje” por este tipo de actitudes?

¡Maestro! … ¡maestro! ¿está usted bien?

Era Ambrogio de Predis, su aprendiz, quien, asustado, pretendía despertarlo a toda costa.

Da Vinci hubo de hacer un esfuerzo para abrir los ojos, y al hacerlo encontró el rostro consternado de su discípulo frente al suyo.

No os apuréis Ambrogio, estoy perfectamente. Me he quedado dormido, nada más.

Deberíais vigilar vuestra dieta y dormir al menos cuatro horas diarias señor, si me permitís que os lo recomiende. Veo que vuestra salud empieza a deteriorarse, le indicó su alumno.

¡Tonterías Ambrosio!, estoy perfectamente.

Anda súbete al andamio, quiero que repases las dobleces del mantel. Le rogó.

De todos era conocido que el maestro presentaba a veces dificultad para centrar su atención, actualmente se sabe que padecía déficit de atención e hiperactividad, y que tenía conductas erráticas apenas comprendidas y generalmente achacadas a las excentricidades de un genio, actualmente se sabe que también padecía bipolaridad. Con este complicado diagnóstico es fácil de entender que emprendiera con ahínco múltiples empresas y que dejase sin terminar la mayor parte de ellas; pero también que manejara con maestría catorce ramas del saber aunque esto no le impidiera fracasar en Florencia y en Milán, probablemente influido por sus traumas familiares que determinaron su personalidad esquiva.

En el rato que permaneció dormido había soñado con su madre Caterina, conocida como “la schiava”, la esclava árabe de un notario ilustre, Piero Da Vinci, a la que liberó al enterarse de que estaba embarazada porque tenía otra familia en la que aquel hijo bastardo no tenía cabida. Para el pintor la figura materna estará subliminalmente presente siempre en sus obras y prueba de ello es que representó a su “Mona Lisa” sin cejas, las mujeres musulmanas no las lucían. Es fácil deducir contemplando sus excepcionales pinturas que lo persiguió toda su vida la soledad y el abandono; la melancolía del rostro de “La Gioconda” lo demuestra.

Finalizo aquí este viaje temporal por “La Última Cena” no sin reconocer haber disfrutado imaginando escenas del artista subido al andamio pintando tan sublime obra plagada de enigmas. También lo he hecho paseando por detalles de la vida de tan inmenso pintor o por la personalidad de un inteligente hombre zurdo y disléxico que escribía al revés.

Poco importa que fuera hereje o buen cristiano, filósofo o científico; lo verdaderamente fascinante es la historia de superación de un joven que vivió intentando sobreponerse primero a la falta de reconocimiento de su padre y posteriormente al abandono de su madre, luchando por sobrevivir entre el fracaso y la excelencia. Hombre de curiosidad sin límites al que la muerte no ha logrado arrebatar la inmortalidad que supo ganarse en vida.

sábado, 28 de junio de 2025

TÍTULOS NOBILIARIOS Y GRANDEZAS DE ESPAÑA


TIMBRES HERÁDICOS Y TRATAMIENTOS

El hecho de que el Rey Felipe VI haya otorgado recientemente algunos títulos nobiliarios motivan esta breve pincelada nobiliaria y también un poco heráldica.

Si acudimos al diccionario de la Real Academia de la Lengua encontraremos varias acepciones para la naturaleza del sustantivo “título” dependiendo de su contexto, pero si a lo que queremos referirnos es al entorno nobiliario conviene tener en cuenta la de “renombre o distintivo con que se conoce a alguien por sus cualidades o sus acciones” o la de “persona que posee dignidad nobiliaria”; y si hablamos de tratamiento, también en este contexto, es bastante acertada la de “título de cortesía que se le da una persona” por lo que podemos afirmar que el título se refiere a la dignidad y el tratamiento hace referencia al título de cortesía que va parejo a esa dignidad.

En España nobiliariamente hablando hemos de distinguir entre dos grandes grupos, Títulos de la Casa Real y Títulos del Reino. En el primero recogeremos aquellos graciables que se otorgan al monarca y a los miembros de la Familia Real con carácter vitalicio, príncipe de Asturias, rey, infante etc., aunque el monarca tiene la facultad de poder conceder la dignidad de infante de España a personas ajenas a su familia. En el segundo grupo tenemos a aquellos concedidos por el rey en atención a una cualidad o mérito, estos son los conocidos como títulos nobiliarios que aunque actualmente no otorgan ningún privilegio, tienen carácter hereditario, salvo los concedidos con carácter personalísimo que son vitalicios y regresan a la Corona a la muerte del reconocido por el honor, están regulados por la legislación estatal, no pueden ser ni comprados ni vendidos y su uso indebido o usurpación están penalizado por la ley, siendo la Diputación permanente de la Grandeza de España la entidad a quién corresponde la representación y gobierno de la nobleza titulada de nuestro país, y al Ministerio de Justicia a quien corresponde gestionar los aspectos legales y administrativos de los títulos nobiliarios.

Como nota curiosa hacer constar que los títulos nobiliarios no son propiedad del titular que lo ostenta sino de la Corona Española y vuelven a ella cuando quedan vacantes, también que estos no empezaron a ser hereditarios hasta los Trastámaras. Así durante la alta Edad Media un conde era el tenente o poseedor de un territorio que gobernaba con ese título de forma temporal y como mucho de manera vitalicia. Actualmente un título nobiliario puede transmitirse inter vivos, a través de la cesión que no podrá perjudicar al pariente de mejor derecho, o mortis causa.

En algunos momentos de la Historia Nobiliaria española algunos monarcas establecieron leyes especiales que no perduran en la actualidad, tal es el caso de Felipe IV que dispuso en 1664 que no se podría obtener el título de conde ni el de marqués sin haber sido antes vizconde, o el de Carlos III que en 1775 dispuso que no se concedieran títulos a quienes no hubieran servido al rey o al público.

Como podemos observar las normas que regulan la nobleza española ha sufrido incesantes variaciones hasta nuestros días. El último privilegio, suprimido en 1984 mediante el Real Decreto 1023/1984, fue el derecho a pasaporte diplomático del que gozaban los grandes de España, Los títulos sin grandeza nunca tuvieron este privilegio.

Volviendo al grupo de los Títulos del Reino existen en él dos categorías: los títulos de nobleza aparejada, duque, marques, conde varón etc., y aquellos otros de nobleza no titulada entre los que se encuentran los de caballero, hidalgo, maestrante o señor.

Hemos de tener en cuenta además que algunos títulos de nobleza pueden ir asociados a la dignidad añadida de Grandeza de España, lo que les otorga un plus en la jerarquía nobiliaria, aunque esta grandeza también puede concederse por sí sola como grandeza personal sin ir asociada a ningún título.

A la hora de establecer la jerarquía de los títulos nobiliarios españoles primero van los ducados después los marquesados luego los condados, los vizcondados las baronías, los señoríos y por último las dignidades nobiliarias (por ej. Almirante, adelantado mayor, mariscal etc.) y todos ellos, como no, conllevan un tratamiento de dignidad. Para los títulos de duque y todos aquellos que tengan Grandeza de España es el de Excelentísimo, para los títulos de marqués, conde y vizconde sin Grandeza de España es el de Ilustrísimo y para el de barón o señor es Señoría.

Conviene aclarar para evitar confusiones que existe también un orden protocolario de escritura en el que primero va el tratamiento, después el nombre y apellidos y por último el título nobiliario, ej. S.E. Maria del Rosario Cayetana Fitz-James Stuart y Silva, duquesa de Alba, aceptándose también escribir primero el título nobiliario, después el tratamiento para finalizar con el nombre y apellido de beneficiado o reconocido como noble; siguiendo el ejemplo anterior sería La duquesa de Alba, S.E. Maria del Rosario Cayetana Fitz-James Stuart y Silva.

Expuestos estos conceptos, parece relevante hacer un breve análisis de los elementos heráldicos que diferencian los escudos de armas de los títulos nobiliarios, pues este nos permitirá reconocer ante qué noble nos encontramos con un simple vistazo del emblema familiar. Aun así, hemos de tener en cuenta que la heráldica es una ciencia compleja y que cada escudo es único pues en él está reflejada la historia, los honores y la nobleza de un linaje familiar.

La diferencia fundamental en estas insignias es el tipo de corona que lidera el escudo siendo este el elemento distintivo principal, pero no hemos olvidarnos de el conjunto que constituye la panoplia y otros ornamentos heráldicos como lambrequines, tenantes y otros símbolos alegóricos que singularizan cada emblema y determinan el linaje.

La que preside el escudo de armas del duque es una corona abierta compuesta por un cerco de oro adornado de perlas y pedrería y decorada con ocho florones en forma de hoja de apio, de los cuales cinco son visibles, que se sostienen sobre puntas elaboradas con el mismo metal que la base. Si el ducado conlleva Grandeza de España estará cubierta por un bonete de terciopelo rojo, forro de gules, rematado en un botón de oro.


Corona ducal sin y con Grandeza de España

La corona en el escudo de marqués, aunque a simple vista pueda parecerse a la ducal está compuesta por un cerco de metal precioso y pedrería decorado con cuatro florones y cuatro ramos, compuestos por tres perlas cada uno. Florones y ramos están situados sobre puntas elaboradas con el mismo metal que la base; y de la misma manera que la ducal si el marquesado conlleva Grandeza de España estará cubierta por un bonete rojo que puede ir rematado con una perla.



Corona de marquesado

El que la corona esté cubierta por un bonete de terciopelo rojo en el caso de que exista Grandeza de España representa simbólicamente el hecho de cualquier noble con dicha gracia si usase su corona en presencia del rey no estaría obligado a descubrirse, quedando cubierto ante el monarca gracias al forro de gules, no así aquellos sin grandeza que deberán destaparse.


La corona que adorna el escudo de armas de un conde se representa con un aro de oro engastado con piedras preciosas con nueve puntas visibles rematadas con perlas, la del vizconde tiene el mismo aro pero las puntas visibles son cincos, tres más altas las de los extremos y el centro, y todas ellas rematadas con perlas. La corona de barón se representa con el mismo aro de oro engastado en piedras preciosas pero esta vez abrazado por ocho tirantes de perlas rematados también en perlas.


Coronas de conde, vizconde y barón

La coronas de señor e hidalgo son una derivación de la de barón pero en el caso de la del señorío los tirantes son cuatro y no tienen remates en perlas y la de hidalgo, al ser nobleza no titulada, sólo se representa con el aro de oro engastado con piedras preciosas.



Coronas de señor y de hidalgo
 
Los hidalgos generalmente eran portadores de armas en el blasón pues su nobleza estaba íntimamente ligada con el hecho de haber prestado servicios de defensa a la Corona, y por tanto solían ser hidalgos los caballeros de las órdenes militares españolas o aquellos pertenecientes a las reales maestranzas de caballería

Otro elemento heráldico considerado junto con la corona ornamento exterior que suele aparecer en los blasones de los nobiliados es el yelmo porque timbra el estatus del propietario. Su posición y diseño, si es abierto o cerrado, o su color pueden indicar la posición de a quien representa dentro de la nobleza o de la familia.

Así los yelmos de barón, vizconde y conde van terciados y mirando a la diestra, son de plata y llevan visera con cinco rejas. A partir de marqués, todos miran de frente. El de marqués es de plata, lleva visera, claveteado y siete rejas de oro, el de duque es de plata, lleva visera, claveteado, ribeteado y nueve rejas de oro. El yelmo de la monarquía que también mira de frente es de oro para diferenciarlo de el de duque o marqués.

Hablemos ahora de los yelmos de la nobleza no titulada:

El yelmo del hidalgo se sitúa de perfil, es de acero y está claveteado de oro. La visera está entreabierta y sin rejillas. Los nobles menores de treinta años, no envestidos aún caballeros, llevarían este yelmo. El de caballero sin embargo se sitúa también de perfil, también es de acero, pero el claveteado, el ribete y las rejillas, son de oro. Lleva visera y tres rejillas

Mención hemos de hacerle al yelmo del bastardo que está siniestrado, es decir que mira a la izquierda o siniestra del escudo. Es de acero, claveteado de oro, lleva la visera entreabierta pero no lleva rejillas.

Es este sólo un breve esbozo del apasionante reto que puede llegar a ser el de “descifrar” el escudo de armas de un linaje familiar; descodificar cada uno de sus ornamentos, tanto interiores como exteriores, sus figuras y muebles heráldicos y la colocación de ellos dentro de cada cuartel, o sus metales y colores porque todo en el blasón tiene un significado, nada está al azar.

Es emocionante entender que toda la información obtenida, si está bien interpretada, nos situará frente a la intrahistoria de una familia, frente a su nobleza, sus principios y valores.



¡Cómo se puede contar tanto con una sola imagen!














sábado, 24 de mayo de 2025

LA ÚLTIMA CENA DE LEONARDO; LOS ENIGMAS DEL LEGADO DE UN GENIO

 

PARTE I

“EL GÉNESIS DE UNA OBRA QUE CAMBIÓ LA HISTORIA DEL ARTE”



Aquella mañana Leonardo no había parado de vociferar a sus aprendices, estaba especialmente irascible. No podía recordar sin dolor como el duque de Milán le había arrebatado el bronce que le asignó para la elaboración de su gran obra,

Lo convertiremos en cañones – dijo – Tuviste tiempo para acometer la estatua, meses, y no hiciste más que cavilar.

Sabía que “el Moro”, como era conocido Ludovico Sforza, tenía razones para quejarse, pero él se sentía incomprendido. La elaboración de la estatua de un caballo de tal envergadura necesitaba un replanteo racional y tiempo, mucho tiempo. La difunta Beatrice se lo habría dado.

Sin embargo, Ludovico no quería que el maestro le abandonara ahora que su amada Beatrice había fallecido y le pidió que realizara en su memoria el más grande y excepcional fresco jamás contemplado. Para ello había elegido el muro septentrional del refectorio del convento de Santa María delle Grazie en Milán en el que contaba con 4,60 metros de altura por 8,80 metros de ancho para realizarlo.

No quiso el maestro utilizar la técnica tradicional del fresco, que consistía en aplicar los pigmentos directamente sobre el enlucido húmedo, quiso utilizar una más innovadora que consistía en combinar oleo y temple sobre una preparación previa de yeso. El tiempo se encargaría de demostrar lo poco acertado de este proceso artístico porque los cambios de temperatura y la humedad de la habitación propiciaron el deterioro de la pintura, que se produjo con más rapidez, de ahí que hayan sido muchas las restauraciones a las que, con mayor o menor acierto, se ha visto sometida tan magistral obra.

Había pasado Leonardo muchas mañanas en el mercado buscando inspiración para su pintura, quería capturar con su plumín los gestos de la gente mundana y trasladarlos a los rostros de los que habrían de ser los doce apóstoles. Necesitaba que esos rostros expresaran toda la sorpresa e indignación posible ante la terrible revelación hecha por Jesucristo de que uno de ellos era un traidor y que ello le acarrearía próximas y nefastas consecuencias.

Pretendía Da Vinci que el pasaje del Nuevo Testamento de Juan, el 13,21, en el que estaba inspirada su obra quedase fiel y dramáticamente reflejado; quería que todo aquel que la contemplase permaneciese eclipsado por tan bella y consternada representación humana de estas divinas palabras:

Llegada la hora, Jesús se sentó a la mesa con los apóstoles y les dijo: “Yo tenía gran deseo de comer esta Pascua con vosotros antes de padecer. Porque os digo que ya no volveré a comer hasta que sea la nueva y perfecta Pascua en el Reino de dios, porque uno de vosotros me traicionará.”

Sin duda era importante el encargo del duque y pretendía con su realización que toda Italia conociera y reconociera su arte, pero necesitaba tiempo. Esta vez no iba a permitir que Sforza lo presionara.

Había hecho traer de lejos los más variados pigmentos y pretendía mezclarlos con aceites para conseguir efectos ópticos imposibles de obtener de otra manera. Sabía que arriesgaba con sus innovadoras técnicas que en más de una ocasión le habían jugado malas pasadas, y aun así estaba dispuesto a intentarlo. Confiaba en saber darle una perspectiva lineal a la pintura y lo haría marcando un “punto de fuga” inicial a partir del cual iría surgiendo la escena en toda su profundidad, este punto estaría situado a la altura de los ojos de Jesús, figura principal del cuadro, al lado de su sien derecha.

Sin dudarlo trepó por el andamio que ya había sido colocado en el refectorio del viejo convento y con un mazo de madera golpeó con fuerza el que entendió debía ser el punto inicial o “punto de fuga” del fresco, provocando con ello un leve desconchamiento en el muro. El golpe atrajo la atención de los monjes que pararon de sorber su sopa para fijar la mirada en el artista.

A partir de mañana no quiero que coman ni un día más los religiosos en esta estancia – dijo Leonardo a Melzi, su discípulo, al bajar del andamio.

Pasaban los días y Da Vinci veía crecer su entusiasmo, ya había iniciado los dibujos preparatorios, no quería una representación clásica con Judas delante de la mesa y los demás apóstoles frente a él con Jesucristo. Quería incluir a Judas entre los demás apóstoles y que fueran su expresión y su actitud quienes le delatasen. Ya había asignado a cada discípulo de Cristo su sitio en la mesa y había decidido agruparlos en cuatro grupos de tres, de tal manera que a la derecha de Jesús, izquierda del observador, apareciesen en el primer grupo Bartolomé, Santiago el Menor y Andrés y en el segundo, más cercano al hijo e Dios, Judas Iscariote con una bolsa de monedas en la mano, Pedro y Juan. A la izquierda de Jesús, derecha del observador, quería situar a Tomás, Santiago el Mayor y Felipe en el grupo más cercano y a Mateo, Judas Tadeo y Simón el Celote en un segundo grupo más alejado. Al fondo de la escena y de espalda a los personajes iba a representar tres ventanas, vuelven a ser tres, una central más grande y dos más pequeñas que simbolizarían el Paraíso y representarían a la Santísima Trinidad.

Cuando los bocetos estuviesen totalmente terminados los trasladaría con ayuda de sus aprendices al mural,

¡Ese será el génesis de mi gran obra! – musitaba.

Había llegado a oídos del tirano Ludovico que el maestro Da Vinci empezaba a tener una conducta errática; apenas comía y pasaba días sin dormir alternándolos con otros en los que no se levantaba de cama, se comentaba que había visitado algunas cárceles de Milán y alrededores buscando en los presos la cara de Judas Iscariote. Se decía que tenía momentos de profunda actividad en los que ni cuatro de sus más aventajados discípulos lograban alcanzarle en el desarrollo de la obra y otros en los que determinar el trazo de dos o tres pinceladas podía suponerle un día entero.

Quería el duque saber de su maestro, aunque confiaba en él porque lo intuía un genio, y por esa razón se acercó una soleada mañana de mayo muy temprano al convento. Allí encontró al artista solo, sus aprendices todavía no habían llegado, estaba quieto con los brazos en jarras mirando hacia arriba, sin duda buscaba fallos en su obra.

¡Buenos días Leonardo! Dijo Sforza al entrar en el refectorio.

Se giró sorprendido el pintor y miró al duque incrédulo.

¡Buena hora tenga duque! - y añadió - ¿No es un poco pronto para venir a contemplar los progresos de su encargo?

Ya no pudo contestarle “el Moro”, había quedado fascinado con lo que allí vio representado; a partir de ese momento tuvo la absoluta certeza de que esa obra iba a cambiar la Historia del Arte.


PROXIMAMENTE

PARTE II: DA VINCI "EL HEREJE",LOS SÍMBOLOS OCULTOS DE "LA ÚLTIMA CENA"

domingo, 27 de abril de 2025

EL ENIGMA DE "LAS MENINAS" EL JUEGO ENTRE REALIDAD Y FICCIÓN

¿Quiso Velázquez inmortalizar su recién adquirida nobleza en este cuadro?

No recuerdo exactamente la edad que tenía cuando vi por primera vez el cuadro de “Las Meninas”, probablemente fuesen alrededor de nueve años, lo que si recuerdo con certeza es  la emoción que sentí al estar delante de tan colosal obra situada en la sala doce del Museo del Prado y que hasta entonces sólo había visto en mi libro de historia del arte,  y aun así no fui consciente a tan corta edad de todo el simbolismo que esconde este cuadro.

He de decir que me impresionaron sus enormes dimensiones, 3,20 por 2,80 mts, sin llegar todavía a ser consciente de lo que aquella obra representaba. Pareciera querer Velázquez inmortalizar con ella una escena en el tiempo como si de una fotografía se tratase.

Lo cierto y verdad es que el observador empieza a consciente de lo que allí se representa a medida que va acercándose al cuadro y va creciendo en él la sensación de que todos sus personajes le observan. También Velázquez parece parar un momento de pintar para mirar de frente al espectador. Este efecto queda acentuado con el tamaño casi real de los personajes y con la perspectiva que el artista da a la colocación de estos dentro de la escena, creando así la sensación de que quisieran hacerse a un lado para que el espectador pueda entrar y formar también parte de ella. 

Pero cabe preguntarse ¿Qué está pasando en el cuadro?

Llama nuestra atención en primer lugar que el autor se haya autorretratado en la obra pues no era común en esa época que un pintor apareciese en un cuadro junto a personajes de la realeza; alrededor de él se ha congregado un grupo de personas pero Velázquez no está pintando a este grupo, es más les está dando la espalda. El artista inmortaliza, en un lienzo colocado de espaldas al espectador, a alguien que pudiera tener enfrente, y que por tanto estaría fuera del cuadro, provocando con este efecto una sensación en quien lo mira de que lo que está fuera de la obra también forma parte de ella.

De Izquierda a derecha después del artista y en el mismo plano aparece la infanta Margarita, cuarta hija de Felipe IV y primera de Mariana de Austria, rodeada de sus meninas. A su derecha, nuestra izquierda, está María Agustina Sarmiento que parece querer acercar a la infanta un búcaro con lo que podría ser chocolate para su merienda. A su izquierda, nuestra derecha, está Isabel de Velasco y a su lado, un poco adelantada, está Mari Bárbola, María Bárbara Asquín, enana que formaba parte del séquito de la infanta. Junto a ella está Nicolás Pertusato, bufón dedicado al entretenimiento de la niña que llegaría a ser ayuda de cámara del rey. Delante de ellos un mastín al que el bufón parece poner un pie encima denotando con ello familiaridad y confianza.

En un segundo plano se encuentran Marcela de Ulloa, señora de honor de las damas de la reina, cuya misión era la de vigilar a las meninas, junto a ella se encuentra un anónimo guardamás que bien pudiera ser Diego Ruiz de Azcona.

En un tercer y más alejado plano hemos de destacar un espejo en el que aparecen reflejado los reyes y una puerta abierta por la que se filtra la luz del cuadro y que otorga perspectiva y profundidad a la obra. Al fondo de esta puerta aparece una escalera y al final de ella está José Nieto Velázquez, chambelán de la reina.

Pero analicemos el importante e innovador efecto del espejo en el que aparecen reflejados Felipe IV y su esposa. ¿Podríamos decir que los reyes quedan reflejados en el espejo al irrumpir en la escena, provocando con esta entrada la captación de la atención de todos los personajes del cuadro? Como ya hemos comentado si esto fuera así, algo que acontece fuera de la obra ha pasado a formar parte ella.

Hay otra posible interpretación del reflejo de los reyes en el espejo; pudiera ser, por la colocación y la perspectiva del lienzo en el que está pintando Velázquez y por el ángulo de la luz que entra por la puerta del fondo, que el artista estuviese realizando un doble retrato real y que la pintura del lienzo quedase reflejada en el espejo; sublime manera de dar sentido a la obra cuyo verdadero nombre es el de “La familia de Felipe IV”. No hemos de obviar, no obstante, que no se conoce un doble retrato de tan ilustre pareja realizado por Velázquez. Quizás el artista quiso incorporar a su magnífico cuadro una “pincelada” de ficción; quizás quiso ir más allá que el propio monarca y se atrevió a retratarlo cuando este ya no quería posar para él, 

“por la flema de Velázquez, así por ella como por no verme ir envejeciendo”

Se le oyó decir en alguna ocasión.

Hacía más de diez años que se negaba a hacerlo, y sin embargo el pintor no quiso renunciar a este “placer real” y tejió una sutil manera de superar aquella prohibición de retratar a su rey, creando con ello un nuevo tipo de retrato regio inmerso en un colosal y soberbio trampantojo.

El hecho de que el propio pintor se sitúe dentro de la escena es un hito en el arte de la pintura. Ningún artista, por muy considerado por sus reyes que hubiera estado, se había atrevido antes a retratarse en el mismo plano y junto a algún miembro de la familia real.

Sabemos poco de por qué Velázquez se retrata en “Las Meninas” con los dos símbolos que definen su estatus de recién adquirida nobleza, la llave de aposentador real que lleva colgada a la cintura y la venera de la Orden de Santiago que luce en su jubón. Es posible que fuera por eso; quería dejar constancia de su recién adquirido estado. Cabe preguntarse sin embargo ¿realmente en el momento de la realización del cuadro era ya el pintor caballero de la Orden de Santiago?

Si consideramos que la edad que podría tener la infanta Margarita cuando fue retratada en esta universal obra podría estar entorno a los cinco o seis años y sabiendo que había nacido en 1651, podemos deducir que este cuadro fue pintado en 1656 o 1657; Velázquez no llegó a ser caballero de Santiago hasta el 28 de noviembre 1659.

Si tenemos en cuenta que el célebre pintor murió en agosto de 1660 afirmaremos sin temor a equivocarnos que apenas habría contado con nueve meses para realizar esta colosal obra; pero conociendo lo magistral de su talento y el dominio que poseía de su técnica, expertos como el pintor y teórico Antonio Palomino consideraron que pudo ser posible la realización de la pintura en tan corto espacio de tiempo.

Cabe también la posibilidad de que la venera de la Orden de Santiago fuera pintada en el jubón por el propio artista con posterioridad a la finalización del cuadro, ya adquirido el estatus de caballero que tanto esfuerzo le ocasionó. Hay incluso una leyenda que le atribuye la incorporación de la señera a la almilla de Velázquez al propio rey Felipe IV, queriendo hacer con ello un homenaje póstumo al que consideró, además de su pintor de cámara, siempre un amigo. Estos sentimientos del monarca hacia el artista quedan patentes cuando al enterarse de su muerte no dudó en afirmar con aflicción:

Yo perdí en él a un buen amigo que además correspondía a mi voluntad”

Podría ser cierta la fábula pues era conocido que el rey sabía pintar y que ejercitó este noble arte en su infancia y adolescencia, incluso hay referencias a un cuadro en el que se le retrató pintando. Todo lo expuesto permitió a Lope de Vega afirmar cuando supo del apólogo que:

"No se conservan cuadros suyos, pero sí noticias de que sabía pintar”

Sin embargo, algunos estudiosos de “Las Meninas”, después de haberla sometido a un laborioso proceso de rayos x, afirmaron con rotundidad que no se aprecian dos capas distintas de pintura en el jubón del pintor por lo que podría descartarse la tesis de que la venera santiagueña fuera incorporada con posterioridad a la conclusión de la obra.

Analicemos ahora la gran distancia que existe entre los personajes y el techo de la habitación que se supone era el cuarto del príncipe en el Alcázar de Madrid. Quizás Velázquez quiso ubicar en esta estancia algunos cuadros de enorme simbolismo en una obra en la que nada está por azar. Es de preguntarse de quién eran los cuadros que decoran las paredes de esta habitación, sobre todo los que están por encima del propio pintor. Según los expertos se reconocen de entre ellos dos apenas identificables vinculados a Pedro Pablo Rubens, pintor por el que Felipe IV sentía una particular devoción.

Uno de los cuadros parece ser “Apolo vencedor de pan” copia hecha por Juan Bautista Martínez del Mazo de una obra de Jordaen, discípulo de Rubens, el otro pudiera ser “Palas y Aracne” del propio Rubens.

En ambas pinturas los dioses compiten con los mortales a nivel artístico. El hecho de que el pintor los colocara por encima suyo en su obra pretende reivindicar la importancia del retrato para el arte de la pintura y venerar la figura de Rubens.

Es posible que Velázquez quisiera desmentir con esta magistral obra y cada uno de sus detalles a aquellos que pensaban que la pintura era un oficio mecánico y defender en ella la liberalidad y la falta de servilismo con que fue realizada.

¿ha reparado el lector en que la infanta Margarita está representada sin pies, como si estuviera flotando en la escena? ¿Qué buscaba el pintor inmortalizando de esta guisa a la que en el momento histórico de la realización del cuadro era la heredera del rey Felipe IV?

Hemos de tener en cuenta que el monarca había desposado a su sobrina Mariana de Austria, traída a España a los quince años para casarse con el príncipe heredero Baltasar Carlos muerto prematuramente de apendicitis. De esta unión nacieron varios hijos alcanzando únicamente la edad adulta una mujer,  la infanta Margarita.

¿Estaba cuestionando Velázquez de manera subliminal la sucesión a la Corona? Si es así, esta es una excelsa manera de hacerlo.

Tenga en cuenta el lector que Diego Velázquez fue un gran dominador del Barroco y supo jugar con destreza con el lenguaje oculto y el simbolismo en todas sus obras. Tenga en cuenta también que todo aquel que lo vio trabajar en su estudio hablaba de su facilidad para pintar sin esfuerzo aparente, casi con desdén, de su destreza para obrar mucho con pocas pinceladas y de su falta de afectación para ejecutar obras tan colosales y tan reales a su vez que Théopile Gautier se preguntó al contemplar “Las Meninas”:

¿Pero dónde está el cuadro?



Dejo para el lector más inquieto un enlace a una experiencia inmersiva que le llevará por un viaje al interior del  fascinante cuadro de “Las Meninas”.

https://auroconfort.com/mm/1/



domingo, 6 de abril de 2025

ANDRÉS BERNÁLDEZ, EL CONFESOR DE ISABEL LA CATÓLICA


"Cura de los Palacios y Juglar de la memoria"


Va a ser difícil documentar la vida de Andrés Bernáldez para cualquiera que se plantee biografiar a este venerable y poco conocido cronista.

Poco se sabe de esta figura enigmática del siglo XVI más allá de que nació en Fuentes de León (Badajoz) en 1450 y que murió en Los Palacios (Sevilla), posteriormente llamado Villafranca de la Marisma, en 1513.

El nacimiento de este extremeño ilustre está perfectamente acreditado y sin embargo de su muerte en el pueblo sevillano sólo da fe Rodrigo Caro, visitador del arzobispado entre los años 1622 y 1624, que encontró unas notas al margen de sus memorias en los libros de bautismo de esta localidad. A esta documentación se le pierde el rastro en 1870.

Fue Andrés Bernáldez, también conocido como Andrés Bernal, bachiller y entendido en Geografía e Historia Antigua, cronista real y familiar y capellán del arzobispo Diego de Leza. Como observador privilegiado, escribió una crónica de los Reyes Católicos en la que se recogen todos los hechos de su reinado, los nueve años posteriores a la muerte de la reina Isabel e incluso el atentado que sufrió el rey Fernando con sobriedad, fidelidad y sencillez.

Se dice de esta crónica que fue muy apreciada por los doctos pues su autor fue testigo de la mayor parte de los acontecimientos en ella narrados abriendo camino con su obra, que empezó a escribir sobre 1493, a otras crónicas sobre estos ilustres y regios personajes.

Era nuestro reverendo muy consciente de que su obra era diferente a la escrita por otros cronistas por lo que no la llamó crónica ni historia sino memorias, “Memorias del Reinado de los Reyes Católicos”, y la escribió sin mediar ni encargo oficial ni propósito alguno de ensalzamiento personal; sólo pretendió recoger acontecimientos de trascendencia histórica de los que fue espectador de excepción.

Permanecieron inéditas estas memorias durante trescientos años a partir de los cuales empezaron a adquirir una gran divulgación y se hicieron numerosas copias, si bien el manuscrito original está desaparecido. Actualmente se contabilizan veintidós códices.

Si cotejásemos su obra con la del historiador oficial de los Reyes Católicos, Hernando del Pulgar, veríamos que la del cronista oficial está escrita con el gusto refinado de un gran literato pero descuidando a veces el fondo en beneficio de la forma, perdiéndose en algunos momentos en divagaciones filosóficas. El padre Bernáldez por el contrario si ha de descuidar algo será siempre la forma en beneficio de la verdad sin temor a la censura y sin entrar en opiniones personales, dando absoluta prioridad a la narración de los hechos.

Viviendo ya en Los Palacios y gracias al arzobispo de Sevilla, fray Diego de Leza, que era protector de Colón entabla una gran amistad con el almirante al que en 1496 tuvo alojado en su casa al regreso de su segundo viaje, en su paso desde el Convento de la Rábida a Granada. Con tal motivo disfrutó nuestro reverendo fascinado del placer de leer sus manuscritos, contemplar sus planos y escuchar los relatos de sus viajes a las Indias Occidentales, tratando largamente sobre ellos en sus memorias sobre los Reyes Católicos, además de dedicarle una de sus obras. Pasa por ello por ser el autor de la primera crónica completa del descubrimiento colombino y el que se interesó por recoger, antes que nadie, todos los datos de los cuatro viajes realizados por Colón al Nuevo Mundo.

Así queda descrita esta célebre visita de Colón a su buen amigo el padre Bernáldez por Fernando de Gabriel y Ruiz de Apodaca en 1870, y a tal tenor dice:

“Desgraciadamente no se conservan ya estas partidas, según carta del actual párroco de Los Palacios don Manuel Pérez y Jiménez, que en ella manifiesta conservarse la tradición en dicha villa de haber habitado Bernáldez y parado Colón en una casa contigua a la iglesia, señalada con el número 10 moderno de la Calle del Hospital, en la cual dicho señor Pérez ha encontrado un trozo de mármol que parece pertenecer a una inscripción conmemorativa de Colón, cuyo nombre casi completo y la inicial de su apellido se leen en dicho trozo.”

También la describe Joaquín Romero Murube[1] en 1954:

“Se conserva intacta la casa en que vivió Andrés Bernáldez, en la callecita estrecha que forma la iglesia con la parte más antigua del pueblo, casi en la esquina de la calle llamada del Paraíso. ¡Calle del Paraíso! La casa era pobre y blanquísima de cal. Allí recibió la visita de Cristóbal Colón, cuando el navegante pedía ayuda y consejos para su genial aventura descubridora. Lo recordaba una lapidilla de mármol que lucía sobre el dintel de la puerta. Los frente-populistas la hicieron añicos la tarde del 18 de julio de 1936. No ha vuelto a ser restituida.”

Parece ser que el padre Bernáldez era hombre hospitalario porque también alojó en su morada al primer marqués de Cádiz, Rodrigo Ponce de León, con quien estuvo presente en algunos acontecimientos de la Guerra de Granada que tan acertadamente narró en sus Memorias.

Nos deja el cura de Los Palacios una excelente descripción del aspecto físico de su buen amigo Ponce de León, y de él dice:

“Era onbre de buen cuerpo, derecho, más mediano que grande; de muy rezios mienbros, braços e piernas; muy grand cavallero de la gineta. Era blanco en el cuerpo, e roxo en la cara e cabellos e pescueço, e tenía algunas pintas por el pescueço e manos. Era hermoso de gesto, la cara más larga que angosta ni luenga: no había en ella reprehensión; la habla e órgano della muy clara e muy buena; los cabellos roxos e crespos, e las barvas roxas”.

Pero si hemos de trazar un perfil humano del cura de Los Palacios, su biógrafo Octavio de Medeiros señala que podría hacerse utilizando fundamentalmente tres palabras: modestia, sencillez y verdad.

Afirma Medeiros que el mismo Bernáldez nos cuenta sencilla y modestamente cómo asió la pluma para escribir los doscientos cuarenta y cinco episodios de los que se compone su trabajo, después de tener una conversación con su abuela que lo convino para que siguiera los pasos de su difunto abuelo que fue escribano público, y lo hace de la siguiente manera:

“Cierto es que todos los que en este mundo alguna obra o jornada comienza, la comienzan con intención de ver su fin, e si el fin de la obra es bueno alegra mucho a aquel que la deseó ver acabada. Yo el que estos capítulos de Memorias escribí, siendo de doce años, leyendo en un registro de mi abuelo difunto que fue escribano público de la villa de Fuentes, de la Encomienda mayor de León, donde yo nací[2]. Hallé algunos capítulos de algunas cosas hazañosas que en su tiempo habían acaecido, y oyéndomelas leer mi abuela viuda, su mujer, siendo en casi senectud me dijo:

—Hijo ¿y tú por qué no escribes así las cosas de ahora, como están esas? Pues no hagas pereza de escribir las cosas buenas que en tus días acaeciesen, porque las sepan los que después viniesen, y maravillándose desque las lean, den gracias a Dios. —

Y desde aquel día propuse hacerlo así …”

Gustaba también el padre Bernáldez de rimas y juglarías por lo que llegó a escribir un cantarcillo nunca recogido en colecciones de poesía popular, pero que se entonó cuando fue anunciada la boda de Isabel Y Fernando:

“Después que se comenzaron las guerras en Castilla entre el rey don Enrique e los caballeros de sus reinos, e antes de que el rey don Fernando casase con la reina doña Isabel, se decía un cantar en Castilla que decían las gentes nuevas, a quien la música suele aplacer, a muy buena sonada:



Flores de Aragón dentro en Castilla son,

Flores de Aragón dentro en Castilla son.

E los niños tomaban pendoncicos chiquitos

y caballeros en cañas, jineteando decían;

pendón de Aragón, pendón de Aragón.

E yo le decía e dije más de cinco veces.”



Se me queda corto de datos biográficos este breviario de nuestro extremeño y desconocido “Cura de Los Palacios” que lo fue desde 1488 a 1513, año de su muerte, pero es de justicia ponerle final con unas justas frases que para él escribió Octavio de Medeiros:

“Gloria, pues al ilustre y fiel narrador que, por excepcional modestia, ¡se abstuvo de perturbar con el suyo el pensamiento ajeno!"

E invita al lector a visitar la multicentenaria villa donde vivió y falleció el sacerdote, y en ella a permanecer un rato en la acogedora parroquia de Santa María la Blanca en una de cuyas lápidas se puede leer:

“En esta iglesia están sepultados los restos mortales del celebérrimo autor de la Historia de los Reyes Católicos, Bachiller Andrés Bernáldez, conocido en la república de las letras por el Cura de los Palacios.”

Y venera su memoria …

“Solicitando ninguna oración por su alma, ya que no dar por segura la gloria eterna de tan pulcro varón equivaldría a poner en duda la rectitud de la justicia de Dios.”






Nota de la autora. Dejo para el lector inquieto un más que interesante enlace a una copia digitalizada del códice “Memorias del Reinado de los Reyes Católicos” del padre Andrés Bernáldez que se encuentra en la Biblioteca Digital Hispánica de la BNE.





[1] Joaquín Romero Murube. Pueblo Lejano. Ínsula, 1954. Articulista y poeta de Los Palacios.


[2] Hoy Fuentes de León (Badajoz)