jueves, 28 de diciembre de 2023

FELIPE DE CASTILLA, EL TEMPLARIO QUE TRAICIONÓ A ALFONSO X “EL SABIO”, LA VENGANZA DEL SEPULCRO.

 

Quinto hijo de Fernando III de Castilla y de su primera esposa Beatriz de Suabia, y por tanto hermano del poderoso y sabio Alfonso X rey de Castilla, nace el infante Felipe en 1231 y en su condición de “segundón” en la línea sucesoria, fue destinado por su abuela, la reina Berenguela de Castilla, a la carrera eclesiástica, quedando tutelado por el arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada, quien lo nombró con tan sólo ocho años canónigo de la catedral toledana, con doce abad de Castrojeriz y con trece abad de la colegiata de Valladolid.


En 1244 fue enviado a la Universidad de París donde cursó estudios de teología como alumno de San Alberto Magno, también profesor de otro futuro santo, Tomás de Aquino. En 1246 su padre, satisfecho con la carrera clerical de su hijo, intentó sin éxito que se le otorgase el obispado de Osma, oponiéndose a ello el papa Inocencio IV debido a la temprana edad del infante. Sí fue nombrado, sin embargo, por este mismo papa, en 1248, abad de Covarrubias y procurador de la archidiócesis de Sevilla en 1249, tras la conquista del rey Fernando de la ciudad hispalense, lo que propició que en 1252 fuera el infante nombrado por su propio padre obispo electo de esta ciudad, aunque no pudo ser consagrado hasta cumplir los veintiocho años.

Se auguraba una fulgurante carrera eclesiástica para Felipe, y sin embargo “colgó los hábitos” para casarse en 1258 con Cristina de Noruega. Ya había muerto su padre, y por tanto su hermano y sucesor, el rey Alfonso X, debía autorizar ese abandono, cosa que hizo a pesar de su oposición inicial. Realmente todos sabían que la vocación religiosa del segundón era prácticamente nula, y que había mantenido durante sus estudios una vida “bulliciosa”, la llamaron algunos.

Amante de la caza con halcones y perros, diestro en el arte de luchar contra osos y jabalíes, con el matrimonio con la princesa vikinga se abría para él una esperanzadora y feliz vida, que se vio truncada por la rápida muerte de su esposa sin haberle dado descendencia.

Vuelve a casarse Felipe de Castilla, esta vez con Inés Rodríguez Girón, noble perteneciente al linaje de la Casa de Haro. También murió esta prontamente, volviendo a contraer nupcias en 1268 nuestro infante, y esta vez lo haría con Leonor Rodríguez de Castro, también noble, perteneciente a una de las más importantes casas nobiliares de Castilla, la Casa de Lara.

No será baladí su parentesco político con tan nobles e importantes linajes, porque determinará un apoyo posterior, que de otra manera nunca hubiera recibido, en la conjura y levantamiento de los nobles contra el rey Alfonso, que se produciría entre 1272 y 1274.

Era Alfonso X, hombre de grandes inquietudes culturales y científicas, que se hizo rodear durante su reinado de los mejores y más eruditos pensadores de su tiempo. También mostró desde los inicios de este, un claro interés por el papel político, religioso y militar de las Órdenes militares castellanas, y en este aspecto los templarios compitieron con los monjes guerreros de Santiago, Calatrava, Alcántara y San Juan, convirtiéndose los caballeros del Temple en sus más fieles aliados y mejores consejeros, presumiendo a menudo de contar con el favor real. Quiso el regente verbalizarlo alguna vez reconociendo que la Orden del Temple “era mayor que todas las otras”.

Los maestres de las Órdenes militares castellanas vieron pronto las incontables ventajas de convertirse en asesores y confidentes del rey, y descuidaron a menudo la defensa de las fronteras del reino de la incursión musulmana. Cayeron en la tentación de intervenir en la vida política, lo que propició disputas y en algunos momentos deslealtad hacia el propio monarca. Fueron los caballeros templarios los únicos que se mantuvieron en todo momento fieles a su rey, aunque no por ello hemos de obviar que se produjeron algunas disidencias en sus filas.

A principios de 1272 un grupo de nobles entre los que se encontraban Nuño González de Lara el Bueno, Esteban Fernández de Castro, Simón Ruiz de los Cameros o Lope Díaz III de Haro, todos ellos pertenecientes a las tres nobles casas castellanas Lara, Castro y Haro, se reunió en Lerma con la intención de plantear algunas reclamaciones al monarca, queriendo que el infante Felipe actuara como portavoz de los levantiscos nobles ante su hermano, previa entrevista con el rey de Navarra con la intención de que les concediese asilo político si se viesen obligados a abandonar Castilla.

Los nobles rebeldes no estaban de acuerdo con la forma de gobernar de Alfonso X y con sus ambiciones imperiales, habían olvidado pronto los múltiples privilegios que este les había concedido. La instauración del Fuero Real, su afán centralizador y los excesivos diezmos había provocado no pocos desencuentros.

Había llegado a oídos del regente la reunión nobiliar en Lerma y la amenaza de conjura, pero tuvo ocasión de corroborar su existencia cuando convocó a los nobles y a su hermano el Infante Felipe para que se reunieran en Sevilla con su hijo el infante Fernando de la Cerda, negándose estos a ello y reclamando la presencia del propio Alfonso, y no la de su hijo, para atender sus reivindicaciones. El taimado y astuto Nuño, cabecilla de la conspiración contra el rey, le hizo creer que abandonaba el complot e informó al monarca de la reunión mantenida con el rey de Navarra, en un afán de confundirlo y ganar tiempo.

En septiembre de 1272 se celebra en la ciudad de Burgos un encuentro entre las dos partes y comienza la negociación, pero cuando ya estaban a punto de llegar a un acuerdo rompen los nobles con todo intento de posible pacto y marchan a Granada, donde encuentran el apoyo del rey Muhammad, al que vino más que bien este enfrentamiento entre nobleza y realeza, y posteriormente también el de Enrique I, rey de Navarra.

Finaliza la revuelta a finales de 1273, cuando Alfonso X accede a cumplir la mayor parte de los requerimientos de los nobles insurgentes, pero se abrió un abismo entre el poder real y el nobiliar difícil de superar.

El infante Felipe vivió como un triunfo propio la claudicación de su hermano, sin embargo tuvo poco tiempo para disfrutarlo porque fallecería en noviembre de 1274 a los cuarenta y cinco años de edad, siendo enterrado en la iglesia templaria de Santa María la Blanca, en la localidad palentina de Villalcázar de Sirga.

El hecho de que el infante fuese enterrado en la iglesia templaria más importante de la Península Ibérica, alimenta la creencia de la pertenencia del infante a la Orden, también el hecho de que fuera enterrado con el hábito de caballero.

Parece ser que al final de sus días Felipe de Castilla ingresó en la Orden de los caballeros de Cristo con el reconocimiento de fratre ad succurendum, contando por ello con todos los privilegios de los que gozaban sus caballeros, también el de poder enterrarse en un templo de la hermandad.

Eligió certeramente el enclave del sepulcro donde quería ser enterrado, porque el hecho de que estuviese situado en el Camino de Santiago, visitado anualmente por multitud de peregrinos, le proporcionaban una exposición política perpetua que reforzó haciendo cincelar en él la siguiente inscripción latina:



“En la era de 1312 (año 1724 de la era cristiana) el día cuarto de las calendas de diciembre, (28 de noviembre de la era cristiana) vísperas de San Saturnino, murió el infante Felipe, varón nobilísimo, hijo del rey don Fernando, cuya sepultura está en Sevilla, y cuya alma descanse en paz, Amén. Su hijo yace aquí en la iglesia de Santa María de Villasirga, sea su alma encomendada a Dios omnipotente y a todos los santos …

(…) Recemos todos un padrenuestro y un avemaría”



No se le escapa al lector que su intención no era otra que reconocerse como hijo del rey Fernando III “el Santo” pero no como hermano del monarca regente Alfonso X “el Sabio”. Además, había hecho esculpir también en el excelso monumento funerario, alta representación del arte funerario español de la época, ceremonias religiosas y familiares reservadas sólo para sepulcros de monarcas, en clara actitud de confrontación política con la reafirmación del poder monárquico y de la corona de su hermano Alfonso.

Señala el catedrático Joaquín Yarza Luaces que la posición de la estatua yacente que se encuentra en el sepulcro, con las piernas cruzadas y la espada en alto denotan engreimiento y arrogancia. Quizás se trate de un último gesto del díscolo infante, con el que quiso desplantar eternamente a su hermano.

lunes, 4 de diciembre de 2023

CALDERÓN DE LA BARCA, UN DRAMATURGO Y CABALLERO DE SANTIAGO QUE PLANTEÓ EL HIPOTÉTICO CASO DE LA INCORPORACIÓN DE JESUCRISTO A LAS FILAS DE LA ORDEN.



Calderón de la Barca, uno de los literatos barrocos más brillantes del Siglo de Oro español, nació en Madrid el 17 de enero de 1600, en el seno de una familia acomodada de rancio linaje. Fue el tercer hijo varón del hidalgo cántabro Diego Calderón y de Ana María de Henao, también de origen noble. Su padre fue secretario del Consejo y Contaduría mayor de Hacienda en las cortes de Felipe II y de su hijo Felipe III.

Ingresa nuestro autor con ocho años en el Colegio Imperial de los jesuitas de Madrid, actual Instituto San Isidro, donde cursó estudios de gramática, latín, griego y teología, destacando por ser un afanado lector, lo que le proporcionó un amplio espectro cultural que configuraría su prolija producción literaria y su propia vida.

Ingresa al finalizar estos en la Universidad de Alcalá y posteriormente en la de Salamanca donde en 1619 se gradúa en Derecho civil y canónico, llegando a ordenarse sacerdote con 51 años y a formar parte de la Congregación de Presbíteros Seculares hasta su fallecimiento en 1681.

Deja los estudios religiosos en 1621 y acomete una carrera militar de éxito, pero también de juego, vida disoluta y algunos oscuros acontecimientos vividos con su hermano Diego, que les llevaron a verse enredados en un turbio asunto de homicidio o en una gran disputa de Diego con un actor que acabó hiriéndolo, lo que provocó que los Calderón de la Barca lo siguieran hasta el Convento de las Trinitarias donde se encontraba enclaustrada Sor Marcela, sin que se llegara a saber exactamente qué es lo que allí aconteció, pero que causó un gran revuelo, el consiguiente escándalo y un duro enfrentamiento con Lope de Vega, padre de la monja, que derivaría con el tiempo en enemistad.

En 1623 se da a conocer como dramaturgo con su primera comedia “Amor, honor y poder” que no fue más que el principio de un magnífico e imponente repertorio dramático, cómico y teatral de temas recurrentes como el amor, el honor y la religión, en que destacaron obras como “La vida es sueño”, “El alcalde de Zalamea”, “El médico de su honra” o “La dama duende”.

Empieza a proveer a la corte de Felipe IV de comedias, obras teatrales y entremeses, con lo que fue ganándose el aprecio y la consideración del monarca, consiguiendo con ello eclipsar al “Fénix de los Ingenios” en los teatros.

En 1636 solicita y obtiene el hábito de caballero de la Orden de Santiago, para lo que fue necesario la dispensa del papa Urbano VIII por haber ejercido su padre el cargo manual de escribano.

Y con esta necesitada bula empieza a experimentar un conflicto moral entre el sentimiento de honor al vestir el hábito de caballero de una Orden militar tan insigne, y la decepción por verse obligado a someterse a unas estrictas probanzas necesarias para su obtención, por entenderlas rígidas y ausentes de congruencia.

Escribe en 1662 un auto sacramental llamado “Pruebas del segundo Adán” en el que dramatiza de manera alegórica la hipotética entrada de Jesucristo en la Orden militar de Santiago, previo sometimiento a las pruebas de nobleza, legitimidad y limpieza de sangre.

Había que demostrar los siguientes puntos relacionados con la genealogía del pretendiente Jesús: hidalguía de ascendientes, no ser descendiente ni de moros ni de judíos ni de negros ni de indios, haber ejercido una ocupación limpia, quedando excluidas las consideradas viles como bordadores, mercaderes, escribanos etc. y haber contemplado una conducta ejemplar. Como es de suponer, empezó la controversia.

Se estrena el auto el 8 de junio de ese mismo año por la compañía de Simón Aguado y Juan de la Calle ante la corte madrileña, siendo suspendida su teatralización con celeridad por la Inquisición que no quiso que se representara el 25 de junio, día del Corpus. Se alegaron como motivos de la suspensión los conflictos políticos entre Felipe IV y el Inquisidor General y la equívoca manera de exponer la obra, que podría dar lugar a poco cristianas interpretaciones del “vulgo ignorante”.

Se prodigaron los censores de la Inquisición que llegaron a obligar a Calderón a cambiar el nombre del auto pasando a llamarse “Las Órdenes militares”, pero a nadie se le escapaba que el autor estaba estableciendo una clara semejanza entre sus circunstancias a la hora de obtener el hábito de caballero de Santiago, y las de Jesucristo alegóricamente representado en la figura del “Segundo Adán”, cuestionando además la coherencia de las probanzas, saliendo estas mal paradas.

Calderón de la Barca reprodujo con gran verosimilitud en su cuestionado auto sacramental el proceso de admisión. Se eligen como informantes a Moisés y a Josué que se encargarán de examinar el linaje de Jesús, y se nombran como jueces y miembros del Consejo de Órdenes al Judaísmo y al Paganismo. Por parte del pretendiente se citan como testigos a Job, David e Isaías que deberán dar testimonio de la limpieza de sangre de Jesucristo. Entra en escena también el personaje de “la culpa” que cuestiona los argumentos de los testigos alegando la vil condición ausente de nobleza de María, que no cumplía con la necesaria limpieza de sangre al ser judía.

Resulta irónico pero Jesucristo, como Calderón, no salió airoso. Se nombra como defensora del pretendiente ante Roma a “la naturaleza humana” que solicita del tribunal papal una dispensa para su ingreso. Es concedida al entender este que la limpieza de sangre del pretendiente no estaba en cuestión debido a su inmaculada concepción, autorizando la entrega del hábito al caballero Jesús.

No se estaba cuestionando la naturaleza humana o divina de Jesucristo, no se cuestionaba tampoco la naturaleza inmaculada de su concepción. Lo que realmente se estaba sometiendo a debate era la incongruencia y rigidez de unas probanzas para el ingreso en una Orden militar castellana, que descartaban como merecedor del hábito al propio hijo de Dios, y hubo de ser la terrenal y eclesiástica Roma la que pusiera “orden en el asunto” mediante dispensa del papa, que no dejaba de ser su representante en la tierra y por tanto su “subalterno”. Paradójico.

Ni que decir tiene que Calderón tuvo que retirar su auto sacramental de escena. Los inquisidores le reprocharon que hubiera planteado en él la ascendencia poco noble de Jesucristo, y cuestionado, decían, a su madre. No olvidemos que ellos impartían justicia terrenal en su nombre y en el de su Padre.

A nadie le interesó, sin embargo, entrar a cuestionar las desfasadas probanzas que no permitieron al propio Cristo ingresar en la Orden de Santiago, pero que sí toleraban que cualquier aspirante sin nobleza ni méritos pero con dinero, y que hubiera sabido pagar convenientemente a un linajudo, vistiera el hábito sin esfuerzo. Todo ello sin entrar a valorar que los caballeros de las Órdenes militares castellanas ingresaban en ellas con la heroica misión de dedicar su vida a la propagación y defensa de la fe cristiana.

Nuestro autor en un ejercicio de coherencia y silenciosamente decepcionado con la Orden de Santiago, dejó escrito en su testamento que quería ser enterrado con un humilde hábito de franciscano y no con el de la Orden de Santiago. Así fue cumplido.

domingo, 19 de noviembre de 2023

LA ORDEN MILITAR DE MONTESA, LA "HERMANA MENOR".



Podríamos decir que las razones por las que se fundó la Orden Militar de Montesa fueron las de expulsar de la península a los musulmanes o cualquiera otras de tipo heroico, pero nada más lejos de la realidad. Jaime II también conocido por “el Justo” rey de Aragón y de Valencia, se propuso crear una Orden militar de carácter nacional para integrar todos los bienes que la extinta Orden del Temple tenía en Valencia y con ello evitar que pasasen a la Orden del Hospital, ofreciendo como sede de ésta el castillo de Montesa. Intentó justificar su propuesta ante el pontífice alegando que:

“No conviene a todo príncipe y señor tener súbditos demasiado poderosos, puesto que el exceso de poder suele provocar la rebelión.”

Pero se da de bruces con la oposición del papa Clemente V que tras la bula otorgada el de 22 marzo de 1312 ordenando la disolución de la Orden templaria, celebrado diez días antes el concilio de Vienne, ordena asignar todos sus bienes a la del Hospital.

Tras la muerte de este papa le sucede Juan XXII y el rey Jaime vuelve a intentarlo enviando una nueva embajada, en esta ocasión compuesta por su conseller Vidal de Vilanova y el obispo de Barcelona. Esta vez no se interrumpieron las negociaciones y tras diversas propuestas de una parte y de la otra, se llega a un acuerdo que queda reflejado en una bula con fecha 10 de junio de 1317 otorgada en Aviñón, y que llevaría el nombre de “Pía matris eclesia” también conocida como “bula de la fundación de la Orden de Santa María de Montesa”.

En ella se promulga además de la fundación de la Orden la recepción, una vez fundada, de todos los bienes de la Orden del Temple en Valencia junto con los bienes que igualmente poseyera en esta la Orden del Hospital, a excepción de los situados en la ciudad de Valencia y en un radio alrededor de media legua.

Cumple su palabra el rey Jaime y dona el castillo de Montesa para la construcción de un convento con intención de que sea su casa matriz, y se acuerda que los montesianos observen la Regla de Calatrava quedando incluidos por tanto en la rama del Cister y recibiendo por ello todos los privilegios de los caballeros calatravos, y dada la naturaleza de su fundación, también los de los templarios y los de los hospitalarios.

Se dispone también que el maestre calatravo envíe diez freiles de su Orden para la instrucción de los nuevos caballeros, y el mandato de que este visite una vez al año Montesa, para asegurarse del cumplimiento de la regla cisterciense.

El papa se reserva el derecho de nombrar al primer maestre, quedando la elección de los posteriores como facultad a los miembros de la nueva Orden reunidos en Capítulo, estableciéndose la condición de que en caso de que quedase vacante el cargo por más de tres meses, sería el maestre de Calatrava junto con uno de los prelados que formaron parte de la embajada del rey ante el papa, los encargados de designarlo. A cambio el monarca pidió que se incorporasen a los bienes de la recién fundada orden, aquellos que los calatravos poseían en la Corona de Aragón, obteniendo un sí del pontífice que contrarió profundamente al maestre de Calatrava, frey García López de Padilla, que entendía que Montesa no era una nueva Orden militar sino una filial de la de Calatrava, pero con maestre y gobierno propios.

Había corrido ya casi todo el año 1318 y aún no se habían cumplido las órdenes papales. Parece ser que frey López de Padilla andaba remiso a cumplirlas, y hubo el rey de quejarse al pontífice para que pudieran llevarse a efecto.

El 22 de julio de 1319 se convocó al comendador mayor de Calatrava Gonzalo Gómez, con facultad de maestre, en la capilla de Santa Águeda del Palacio Real de Barcelona para que diera hábito y profesión a varios caballeros del Hospital, admitiese la prelacía maestral de la Orden a favor de frey Pedro Alegre, abad de Santas Cruces, y celebrase la fundación “en forma y hecho” de la Orden de Montesa. Tras la ceremonia quedó investido primer maestre frey Guillén de E’rill que procedió seguidamente a imponer el hábito a ocho nuevos caballeros.

Poco tiempo disfrutaría el maestre E´rill del cargo porque moría el 4 de octubre de ese mismo año en Peñíscola, siendo nombrado el 27 de febrero de 1320 nuevo maestre frey Arnau de Soler, personaje muy allegado al rey Jaime II y miembro hasta ese momento de la Orden de San Juan del Hospital, que dedicaría los ocho años de su mandato a procurar la inserción social e institucional de la Orden en el Reino de Valencia, y a buscar un perfil propio para esta que nada tuviera que ver con el templario o el hospitalario.

De su gobierno destacan la redacción de las “definiciones” de la Orden, la aplicación del Fuero de Valencia en sus encomiendas y dominios, y la cesión de la bailía de Montcada a Vidal de Vilanova, para premiar su magnífica gestión diplomática ante Juan XXII, que había obtenido como resultado la fundación de la nueva Orden militar.

En una década Montesa había cuadruplicado sus miembros profesos y había conseguido gestionar con solvencia el legado patrimonial recibido. Uno de sus miembros más ilustres fue el propio infante don Jaime, hijo primogénito del rey Jaime II, que renuncia a la Corona en favor de su hermano Alfonso y decide vestir el hábito de los caballeros montesianos, iniciando con este gesto su retirada de la vida política y su entrega y dedicación a la religión y por ende a la Orden.

En un principio el acceso a Montesa era más flexible, en 1393 siendo maestre Berenguer March (1382-1409), este solicita al papa Clemente VII que los miembros que así lo deseen puedan ser armados caballeros según las reglas de caballería. Accede el pontífice a la petición mediante bula del 5 de agosto de 1393, dando lugar esta a una ceremonia de toma de hábito, conocida con el nombre de cruzamiento, que se desarrollará de la siguiente manera:

“...En el capítulo o iglesia donde su hubiere de dar el hábito estará el comendador o caballero que tuviere para esto su comisión asentado en una silla con su manto de choro, y el freile sacerdote en otra...entrará el que ha de tomar el hábito...luego el comendador o caballero ceñirán una espada dorada al caballero novicio y dos personas de hábito le calzarán unas espuelas doradas.

Hecho esto, el novicio hincará ambas rodillas, y el comendador o caballero sacará la espada del novicio de su vaina y tocarle ha con ella en el hombro derecho y en la cabeza y en el hombro izquierdo, diciendo estas palabras:

Dios todopoderoso os haga buen caballero, y Nuestra Señora y los bienaventurados San Benito, San Bernardo y San Jorge sean vuestros abogados. Y todos responderán: Amén...”

Con el tiempo el ingreso en la Orden se fue cerrando y se empezaron a exigir pruebas de nobleza y limpieza de sangre, ya recogidas en los ceremoniales de las otras tres Órdenes militares castellanas.

En un principio Montesa utilizó como insignia la de Calatrava, pero con la fusión con la Orden de San Jorge de Alfama en 1400, pasa a utilizarse la cruz roja de la del santo enfondada en la cruz flordelisada en sable de la de Santa María, este color en heráldica representa la prudencia, la simplicidad y la sabiduría, simbolizando la nueva venera la compenetración de ambas instituciones militares, y a partir de ese momento empieza a denominarse Orden de Santa María de Montesa y San Jorge de Alfama, luciendo sus caballeros la nueva venera bordada en la parte izquierda del pecho y sobre el lado también izquierdo del manto de coro.

El nuevo hábito de caballero constará de un escapulario, que se llevará pegado a la piel, como símbolo de espiritualidad y desapego de las cosas materiales. El manto capitular quiere representar el recogimiento, la humildad y la obediencia. Los cordones que rodeaban el cuello serán símbolo de compromiso y lazos de unión con Dios. El birrete cubrirá la cabeza en señal de respeto y los guantes guardarán la desnudez de las manos. El birrete del caballero novicio será de color blanco con los vivos también en blanco, el del caballero profeso será blanco con los vivos en rojo y el de las dignidades de la Orden de color negro con los vivos también en rojo, sufriendo la uniformidad de este hábito diversas variaciones hasta llegar a nuestros días.

Con el resurgimiento de Montesa se convierte el cargo de maestre en deseado objetivo para muchas familias de la nobleza valenciana, que no dudaron para alcanzarlo en utilizar armas como el dinero y la influencia política. Tal es el caso de la familia Borja, posteriormente conocida como Borgia, de indiscutible relevancia histórica. Varios de sus miembros fueron comendadores de esta Orden manteniendo una estrecha relación con ella durante el Renacimiento, hasta el punto de que en la actualidad es reconocida la influencia de esta poderosa familia valenciana en la arquitectura y el arte de los edificios de la Orden.

Hubo un hecho relevante que propició la entrada de la familia Borja en la Orden militar. El sábado 5 de abril de 1544, después de un agotador Capítulo de más de quince horas, es elegido decimocuarto y último maestre de la Orden montesiana Pedro Luis Galcerán de Borja, que resulta investido a pesar de contar con tres votos menos que su rival el anciano clavero frey Guerau Bou.

Esta contienda entre los dos aspirantes no era más que la punta del iceberg de un conflicto de mayor trascendencia. La influyente familia, con la inapreciable ayuda de Roma, estaba disputando el maestrazgo de Montesa a la monarquía española. No parecía razonable esta pretensión, consumada la incorporación a la Corona de los maestrazgos de las otras tres Órdenes militares castellanas a finales del S. XV, pero eran muy conscientes los Borja de los acaudalados frutos de las encomiendas, de los distinguidos caballeros que militaban en las filas de esta Orden, y de la suculenta renta maestral que superaba los cinco mil ducados anuales.

Juan de Borja y Enríquez, duque de Gandía, había maniobrado en Roma aprovechando el ascenso al papado de Alejandro Farnesio, Paulo III, y el fruto de esta sutil estrategia fue el nombramiento de comendador mayor de la Orden a favor de su hijo Enrique de Borja y Aragón de diecisiete años, hecho este a espaldas de la Orden, en claro camino de ascenso al aspirado cargo de maestre.

Sin embargo, no llegó a alcanzar el hijo del duque el deseado maestrazgo porque fue promocionado a cardenal al morir su hermano Rodrigo, y esto le obligó a traspasar los derechos adquiridos en la Orden a su medio hermano Pedro Luís Galcerán, niño por entonces de 12 años.

Muere en 1543 el duque Juan de Borja y Enríquez, siendo el candidato Pedro Luís todavía menor de edad, por lo que se ve obligado a tomar las riendas del “aspirantazgo” el sobrino de Enríquez, Francisco de Borja, que acude nuevamente a Su Santidad para que interceda en la causa, consiguiendo del pontífice que el viejo clavero ceda en sus pretensiones, a pesar de contar con más votos, a favor del menor.

Se convertiría Galcerán y Borja en un peculiar maestre que conseguiría alterar los principios priores de la Orden apoyados en los votos de castidad, pobreza y obediencia al contraer matrimonio en 1558, abriendo con ello la puerta al casamiento a los caballeros montesianos, sometiendo este al permiso del maestre, circunstancia que acabó por ratificar la Santa Sede en bulas despachadas en 1584 y 1588.

Los intereses de la poderosa familia Borja habían prevalecido sobre los de la Corona. No quiso el emperador Carlos V oponerse a la intercesión papal y cedió consciente de que no era inteligente enfrentarse a Paulo III, por lo que el maestrazgo de Galcerán se prolongó durante casi medio siglo, provocando en muchos momentos la preocupación de su hijo el ya rey Felipe II, que contempló como el maestre Borja esquilmaba y saqueaba las arcas de la Orden en su beneficio por considerarlas patrimonio personal, y hubo de presionarlo en numerosas ocasiones para que, en 1592, terminara por “ceder” el maestrazgo a la Corona, eso sí, por un exorbitado precio. Para entonces ya la Orden había sufrido un irrecuperable deterioro.

Finaliza así un largo proceso iniciado por los Reyes Católicos, cuyo objetivo no era otro que incorporar Santiago, Calatrava y Alcántara a la Corona de Castilla y Montesa a la de Aragón. A partir de ese momento Montesa pasa a ser gobernada a través de un lugarteniente general, caballero de hábito en quién delegaba el rey su jurisdicción, y que necesariamente debía residir en el reino de Valencia. A partir de la supresión de los Fueros valencianos, en 1707, se suprime este cargo pasando la competencia de gobernación al Consejo de Órdenes.

A partir de entonces y hasta el día de hoy, las cuatro Órdenes militares han quedado reducidas a corporaciones nobiliarias de caballeros amparadas por la monarquía al unificarse los cuatro maestrazgos en la figura del rey, y eclesiásticamente en la figura del obispo de Ciudad Real que ejerce el cargo honorífico de obispo-prior de todas ellas.

viernes, 3 de noviembre de 2023

LAS COMENDADORAS DE SANCTI SPIRITUS, LA RAMA FEMENINA DE LA ORDEN DE ALCÁNTARA. UNA VIDA DE POBREZA, MÁS ALLÁ DE LOS HÁBITOS Y LA CLAUSURA.


Existe abundante literatura sobre la Orden de la cruz verdelisada, hemos leído sobre maestres, claveros y priores, menos sobre freiles y muy poco sobre monjas y freilas y sin embargo existieron congregadas en dos conventos dentro del territorio de la institución militar: el de las comendadoras del Convento de Sancti Spiritus en la villa de Alcántara, también conocidas en algunos documentos de la época como señoras caballeras del hábito y caballería de Alcántara, y el de San Pedro en la encomienda mayor de Las Brozas.

Refiere el alcantareño Pedro Barrantes Maldonado, cronista descendiente de Garci Fernández maestre de la Orden de Alcántara, que a mediados del S. XIII Antonia Sánchez, nieta del alférez real Hernán Sánchez reconquistador de Alcántara en tiempos de Alfonso IX, dona para albergue de pobres un local situado en zona despoblada de la villa por donde transitaba el ganado, conocida como La Cañada, hoy calle Trajano, y allí se edifica una capilla y un hospital bajo la advocación de Sancti Spíritus. Ella y otras señoras de linaje dotan estas edificaciones con la dehesa de la Nora Encalada y de Aldonza de la Cofradía para su sostenimiento.

Fundado y dotado el hospital, a comienzos del S. XVI sus cofrades deciden acondicionarlo como convento donde sus hijas y las de las ilustres familias de la villa pudieran profesar, otorgando real licencia para su fundación el emperador Carlos V el 31 de agosto de 1518, imponiendo la condición de que todas sus monjas:

“Al ttiempo que hizieren professión de la dicha Orden promettan obedienzia y casttidad y pobreza y que estarán a la obedienzia, visitazión y correczión del monastterio y administtrador de la dicha Orden.”

Además de guardar clausura perpetua.

Refrendada quedó la real licencia posteriormente por bula del papa León X de 10 de octubre de 1519. Implícita en la licencia iba una facultad para que las doce primeras doncellas que profesasen fuesen hijas de cofrades, quienes aportarían una dote de quince mil maravedís además de cama y ropa por cada una de ellas. Quedaron los cofrades además encargados de redactar las ordenanzas por las que habría de regirse el convento, amparadas en las reglas de San Benito y del Cister, y presentar estas y la licencia real en el primer Capítulo que la Orden celebrase. Y a tal tenor queda traducida dicha licencia en los siguientes términos:

“Por la presente, cometemos y mandamos, a vosotros, o a dos o uno sólo, si así es, conceder licencia a los propios cofrades para edificar y construir junto a la dicha iglesia, en las casas, o en el suelo, o tierra, o en otro sitio del dicho lugar para esto cómodo e idóneo, de las rentas provenientes de la misma Hermandad, los edificios para un monasterio de monjas de la referida Milicia y Orden, con iglesia, campanario, campana o campanas, dormitorio, refectorio, claustro, huertos, hortalizas y otras dependencias necesarias, sin perjuicio de terceros”.

Fuéronle concedidos todos los privilegios y exenciones presente y futuros al convento que disfrutare cualquiera otro de la Orden, quedando restringido el número de monjas a un máximo de treinta, contando entre ella a las doce hijas de los cofrades, necesitando contar todas ellas para la profesión con la aquiescencia del monarca en calidad de gran maestre de la Institución. Así mismo se acordó que las monjas profesas debían vestir hábito blanco con escapulario y velo de seda negros, y la cruz flordelisada verde debería lucir en el pecho y en la casulla que habría de ser de color blanco. Se dispuso en Capítulo posterior, de 1535, que se hiciera distinción entre religiosas de velo, posteriormente llamadas comendadoras, que gozarían del privilegio de portar sobre sus hábitos la cruz verde de la Orden, y freilas, o legas, que no gozarían de este privilegio, y que tanto unas como otras deberían hacer probanza de limpieza de sangre y ser sometidas al comisionado del prior, con declaración de testigos, sobre su linaje, estado de salud y sus hábitos y buenas costumbres.

Ya sólo faltaba decidir quiénes iban a ser a las monjas fundadoras. Francisco de Grados, el cofrade más veterano, compareció delante del emperador para solicitar que vinieran dos monjas clarisas como fundadoras a habitarlo, pero el fiscal de la Orden y comendador de la Peraleda, frey Juan Zapata, se opuso rotundamente a ello temiendo la influencia franciscana, y solicitó al Real Consejo de Órdenes que fueran religiosas cistercienses sujetas a la Regla de San Benito.

Dispone Carlos V, atendiendo el razonable deseo del fiscal, que las cuatro monjas fundadoras saliesen del monasterio de las Huelgas de Valladolid, por pertenecer este al Cister, y que todas fueran de nobleza de sangre resultando elegidas de entre todas, Ana de Guzmán como abadesa, su hermana Isabel de Herrera como priora, la sobrina de ambas Ana de Rojas como cantora, e Isabel Alonso como portera.

El elegido para darles traslado de Valladolid a Alcántara fue Juan de Sanabria, tío carnal materno de San Pedro de Alcántara, que hubo de cruzar en el periplo el peligroso estallido comunero de Castilla, pero que alcanzó a traerlas sanas y salvas a la villa alcantarina y por tal logro fue recompensado con el honor de ser nombrado mayordomo del convento, y de que la primera de las doncellas alcantarinas que iniciara la profesión en este fuese su hija, y por tanto prima hermana de San Pedro de Alcántara, Juana de Sanabria.

Ya estaba fundado y organizado el convento, ya empezaba a acoger las primeras profesiones y demasiado pronto empezaron las inclemencias económicas. Sólo dos años después de la fundación de este, en 1521, hubo la abadesa Ana de Guzmán de solicitar al rey permiso para agregar a las tres misas semanales, las otras dos que se celebraban antes de la fundación monacal. Las rentas aportadas anualmente por las profesas más las propias asignadas por la Orden al convento resultaban insuficientes para su mantenimiento, por lo que hubo de solicitar también licencia para pedir limosna en Galicia, y que las dotes de las nuevas novicias proporcionaran bienes raíces y rentas de hierbas a las arcas del convento. Por si todo lo contado no fuese suficiente, la casa monacal estaba deviniendo estrecha e incómoda y para hacerla más habitable sería necesario un fuerte desembolso económico.

Se auguraba un conflicto que no tardó en suscitarse, había que reducir el número de monjas profesas debido a la falta de medios de subsistencia, y sin embargo algunos cofrades todavía no habían podido ingresar a sus hijas en Sancti Spíritus. Se reunieron por tal motivo en la iglesia conventual los cofrades y la comunidad monacal, y se acordó que la cofradía pudiera ingresar a tres hijas más, haciendo un total de quince, por la misma dote de quince mil maravedís ropa y cama, pero que este número de ingresos se fuese reduciendo paulatinamente hasta seis, de tal manera que cuando muriesen las primeras doce profesas hijas de cofrades, sólo se cubriesen las vacantes de las seis más antiguas conocidas como perpetuas. A cambio la cofradía se comprometía a entregar la dote de siete mil maravedís de renta en la dehesa de Aldonza, estipulada en la bula fundacional, y las cuadrillas de San Miguel que se dieron a terrazgo es decir, gravadas con unos derechos de labor que implicaban el pago de una renta al convento para poder labrarlas.

Transcurrido un decenio al frente del convento, en 1529 las cuatro monjas fundadoras solicitan al emperador licencia real para volver al Monasterio de Las Huelgas, siendo concedida esta por Carlos V pidiéndole, no obstante, a la abadesa Ana de Guzmán que hiciera inventario de todos los bienes y el ajuar recibidos por el convento durante su mandato, y se lo entregase a la nueva abadesa Aldonza de Miño.

No empieza bien su breve mandato la nueva abadesa que tiene que enfrentarse a las rivalidades nobiliarias existentes en la villa, y a las entradas furtivas de los religiosos de San Benito, que unos años antes se habían trasladado a un local contiguo, quebrantando así la clausura del convento y que según se dijo:

“Así de día como de noche, procuraban de solicitar e persuadir a las religiosas, del de las atraer a su mal propósito”

La magnitud del conflicto suscitó el escándalo y obligó a intervenir al prior de la Orden alcantarina, que hubo de abrir una investigación y dar cuenta de ella al Consejo de Órdenes, además de provocar la vuelta de la antigua abadesa en un afán de apaciguar los ánimos locales, y poner orden en las filas de la congregación.

Determina el Consejo para poner fin al problema y acallar las habladurías locales, que ni abadesas ni visitadores volvieran a dar licencia a las monjas para salir del convento por enfermedad o para visitar a sus familiares, disponiendo además que si alguna se hallare fuera regresare inmediatamente. Queda estipulado también que a la clausura sólo tengan acceso el médico, el cirujano o barbero, el confesor y el maestro de obras y sus peones en caso de obras, quedando totalmente prohibida la entrada al prior y demás dignidades de la Orden, a religiosos y seglares y tampoco a las mujeres.

Tras la vuelta de Ana de Guzmán a Valladolid queda vacante el cargo de abadesa, por la muerte prematura de Aldonza de Miño, pero pronto sería cubierto por Isabel Herrera otra de las cuatro monjas vallisoletanas fundadoras del convento, y hermana de Ana de Guzmán, que además de ser una buena gestora, conocía perfectamente la administración del convento y que hasta ahora había desempeñado el cargo de priora.

Este nombramiento real no tuvo la conformidad de todas las religiosas, empezaba a ser un problema el nombrar abadesa y generaba controversia y enemistades, por lo que en 1557 por Real Provisión se acordó que a partir de ese momento se elegiría abadesa de entre las monjas capitulares de convento, no aceptándose para ese puesto ninguna que no fuera de la comunidad, por lo que el Capítulo General celebrado en 1560 impediría que en el futuro este cargo saliera del entorno de las familias de la villa de Alcántara.

Por otro lado, el emperador era consciente de los problemas materiales que seguían existiendo intramuros y sabía también de lo angosto, frío y pobre que era el inmueble. Dispone por ello en 1556 el traslado de las monjas al Castillo de Alcántara, al recinto conocido por el “Convento viejo” junto a la parroquia Nuestra Sra. De la Antigua, que quedaría incorporada al edificio como iglesia conventual, y que ya estuvo habitado en el pasado por los freiles de la Orden bajo el precepto del maestre Gutierre de Sotomayor.

Con ocasión de las obras de acondicionamiento se les concedió una renta a cuenta de la Mesa Maestral de cuatrocientos mil maravedís, confirmada en 1562 por Felipe II, muerto ya su padre Carlos V en 1558 en Yuste, a la que se le añadirían otros dos mil ducados cuyo cobro se satisfaría en los sucesivos años hasta 1583.

Durante todos estos años habían seguido viviendo las religiosas en el convento de La Cañada, pero en 1586, a pesar de no haber concluido las obras de la Alcazaba, se vieron obligadas a precipitar la mudanza debido al derrumbamiento del hospital.

La vida en el nuevo convento no mejoró en demasía a la anterior en La Cañada, no se le escapa al lector que los freires de la Orden de Alcántara lo abandonaron por oscuro, frio e inhóspito. Se quejaban también las religiosas de la ubicación del edificio lejos de la villa, lo consideraban solitario y despoblado. Echaban de menos su vida en el anterior convento, y no renunciaron a sus salidas, convirtiéndose estas en insistente queja del prior.

En los siglos siguiente se volvieron habituales las peticiones de rentas de las religiosas al Consejo de Órdenes para el mantenimiento conventual, y aunque les fueron asignada unos ingresos anuales vitalicios además de doscientas fanegas de trigo también por año, sus necesidades no quedaban cubiertas hasta el punto de que en algún momento llegaron a pasar hambre, viéndose por ello obligadas a abandonar la clausura y trasladarse a vivir a casas de sus familiares.

Compartieron las penurias y decadencia de la Orden durante largos años, pero el verdadero problema llegó con la Guerra de la Sucesión, porque en 1706 con motivo del sitio y la toma de la villa alcantarina por las tropas portuguesas, el edificio quedó en un lastimoso estado de ruina y las pocas rentas existentes, en manos enemigas.

Intentó paliar el desastre el Consejo de Órdenes y libró treinta y tres mil reales para su reedificación en 1728, asignándole posteriormente en 1745 la encomienda de Portezuelo para continuar con su rehabilitación. Las comendadoras alcantarinas que en sus mejores momentos habían contado con más de treinta religiosas, apenas contaban ahora con ocho o nueve cuya ocupación además del oficio divino era la costura y la ropa de la sacristía.

Le asestó otro fuerte golpe a la congregación la Guerra de la Independencia y el cierre de los conventos por el Gobierno Intruso, Se tambaleó fuertemente la congregación de Sancti Spiritus y aun así consiguió mantenerse, pero el Trienio Liberal provocó una imparable caída de la comunidad religiosa, que hubo de cerrar sus puertas definitivamente de manos de Úrsula Barrantes, última y única comendadora que quedaba, en 1836 tiempo de la desamortización de Mendizábal,...

“Por aver acaescido ruina en la fortaleza y castillo viejo inmediatos al puente y río de Tajo”

… dijeron.

miércoles, 18 de octubre de 2023

GASPAR DE GUZMÁN Y PIMENTEL, CONDE DUQUE DE OLIVARES Y CABALLERO DE CALATRAVA. UN VALIDO ENFERMO DE PODER QUE CONVIRTIÓ AL REY FELIPE IV EN UN PELELE.


"¡CONDE DE OLIVARES, CUBRÍOS!"

Fue Gaspar de Guzmán y Pimentel, III Conde de Olivares, un de los hombres más poderosos del S XVII, conocido este siglo como el de los Austrias menores. Personaje carismático y sumamente ambicioso que acumuló un gran poder, circunstancia que consiguió tornarlo soberbio y arrogante pero que también lo convirtió en una figura imprescindible para entender social y políticamente el Siglo de Oro español.

Nacido en Roma el 6 de enero de 1587 en la embajada de España, fue el tercer hijo del II conde de Olivares, perteneciente este a una rama menor de la casa de Medina Sidonia, que en aquellos momentos era embajador en la corte papal y de María Pimentel de Fonseca, descendiente esta de Leonor de Pimentel lo que emparenta a nuestro conde-duque de Olivares con el linaje de los Zúñiga no sólo por la rama materna, su padre, Enrique de Guzmán Ribera era descendiente de Pedro de Zúñiga y Manrique, hijo primogénito de Álvaro de Zúñiga y Guzmán marido de Leonor de Pimentel.

Se sortearon a su nacimiento los nombres de los magos de Oriente, quedándose con el de Gaspar y siendo bautizado por el cardenal Aldobrandini, que en 1592 se convertiría en el papa Clemente VIII, quién le otorgó varias mercedes entre otras la de canónigo de Sevilla o la de arcediano de Écija. También en ese año, concretamente el 14 de septiembre, le concede el rey Felipe II a Gaspar el hábito de la Orden de Calatrava, teniendo el recién llegado al papado que concederle una dispensa para poder aceptarlo al contar solamente con cinco años de edad. Con posterioridad abandonaría esta Orden para ingresar como caballero en la de Alcántara, llegando a ser comendador mayor de esta.

Vivió Gaspar de Guzmán su infancia en Nápoles donde su padre era virrey, y por ser el menor de los hijos varones lo destinó a estudiar Derecho canónico en Salamanca, con la intención de que emprendiera una posterior carrera eclesiástica.

Regresa la familia a España en 1601, y él marcha a la ciudad salmantina donde en el curso de 1603-1604, es elegido por sus compañeros rector de la universidad, cargo que solía desempeñar un estudiante de la nobleza, haciéndose rodear de un verdadero boato estudiantil casi principesco, contando además con el favor de rey Felipe III que como premio a los servicios prestados en el desempeño de este cargo, lo nombra comendador de Víboras, encomienda perteneciente a la Orden de Calatrava, hecho que no contó con el beneplácito de su valido el duque de Lerma, por intuir a Gaspar de Guzmán un próximo rival en el cargo.

Mueren en ese tiempo sus hermanos y este hecho tan trascendente en su vida y determinante de su destino, lo convierte en el heredero del título y del mayorazgo de la familia.

Vuelve Gaspar de Guzmán a Sevilla, pero la visita a sus dominios dura poco tiempo porque el nombramiento de gentihombre de manos de un joven príncipe de Asturias, futuro rey Felipe IV, lo lleva a la corte madrileña y lo lanza a un fulgurante ascenso, ya augurado por nuestro conde-duque en una charla con fray Pedro de Guzmán, acontecida en su época de estudiante en la universidad, cuando dice:

"Primo yo he de gobernar el mundo".

Llega a Madrid ya casado con su joven prima hermana Inés de Zúñiga y Velasco, dama de la reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III, y la utiliza como eslabón con la Corona, pero este matrimonio, que en un principio pudiera haber sido de conveniencia, estuvo siempre bien avenido encontrando Gaspar en su prima y esposa un apoyo permanente y pertinente en su escalada hacia el valimiento. Lo veía venir Lerma, sabía que el heredero Guzmán conspiraba contra él y por ello intentó alejarlo de la corte encumbrándolo diplomáticamente, y agasajándolo con nombramientos lejanos que el astuto futuro valido nunca aceptó.

Cuando Felipe IV asciende al trono nombra grande de España a Olivares. Esta máxima dignidad en la jerarquía nobiliaria otorgada por el rey permitía al que la recibía permanecer cubierto ante él. Así cuando este honor fue recibido por Gaspar de Guzmán, escuchó emocionado como el regente pronunciaba la tan anhelada frase:

¡Conde Olivares, cubríos!

Empieza también el monarca a poner los asuntos del Estado en sus manos, sabía que su sagaz valido tenía dotes de mando y le sobraba inteligencia y capacidad de trabajo. Creyó que el hecho de que fuera mucho mayor que él, le iba a proporcionar cierta comodidad a su reinado, y así fue porque esto le permitió al regente dedicarse por entero a sus placeres. Algún autor determinó que en la brújula de Felipe IV se situaban al norte las mujeres, al sur las comedias, al este la caza y al oeste los toros. No supo ver “el rey pasmado”, como gustaba llamarlo a Torrente Ballester, que la enorme ambición por el poder de su protegido lo iba a llegar a anular como regente en los más de veinte años que duró el valimiento.

El perfil humano de Olivares era más que atrayente. Hombre corpulento, hosco y rígido pero también culto, de mirada penetrante e inteligente y gran amante de los libros y del teatro, arte en el que se prodigó llegando a escribir algún ensayo bajo el seudónimo de Manlio, por el mecenas romano Marco Manlio Capitolino.

Poseía una espléndida biblioteca que ocultaba bajo unas espesas cortinas que hizo colgar en los ventanales de la estancia. Atesoraba libros de toda índole, también algunos prohibidos según sus detractores que lo acusaron de nigromancia y hechicería, llevándole esta acusación a estar sometido a un proceso por la Inquisición.

Hombre de religiosidad exacerbada pero también muy supersticioso, como su propio rey, que a menudo buscaba la opinión de brujas, magos y hechiceros en un afán de que le adivinasen el porvenir y le previnieran del enemigo.

Rezaba delante de una calavera perteneciente, dijeron, a un insigne en letras que había sido su profesor en Salamanca, y se acompañaba permanentemente de un bastón como báculo a su enfermedad de gota, pero que algunos testigos sostenían que era un objeto mágico y probablemente endemoniado cuya empuñadura representaba la cabeza de un animal vagamente definida, y que en ocasiones la habían escuchado hablar con su dueño el conde-duque.

No era hombre con sed de riquezas, como su antecesor el duque de Lerma, pero sí de honores, dignidades y cargos, por lo que a los títulos con los que ya contaba hubo de añadirle el de Medina de las Torres, el marquesado de Eliche, el de adelantado de Guipúzcoa, el de gran canciller de las Indias, el de comendador mayor de la Orden de Alcántara, el de consejero de estado y de la guerra y un largo etcétera.

Por esto Francisco de Quevedo que empezó siendo allegado a la corte, llegó a comparar a Olivares con don Pelayo alegando que salvaría a España en una nueva Covadonga y ofreciéndole por estas palabras el valido la embajada de España en Génova, acabó convirtiéndose en acérrimo enemigo del rey y su privado, escribiendo para ellos estos irónicos y agrios versos:

“Grande sois Filipo, a manera de hoyo…

Quién más quita al hoyo, más grande lo hace.”

Sin embargo, no todo fueron destemplanzas porque por la corte paseaban asiduamente escritores y poetas de la talla de Cervantes, Góngora, Lope de Vega, Tirso de Molina, Ruiz de Alarcón, Vicente Espinel o Guillén de Castro, o pintores como el Greco, Alonso Cano, Zurbarán o Velázquez, creando un ambiente de grandeza cultural contrapuesto a una monarquía que empezaba a entrar en una absoluta decadencia.

La gestión política del conde-duque en sus veintidós años de privanza tuvo luces y sombras. Supo desde el principio de su valimiento que los tres grandes Estados que había salido airosos de la Edad Media y del Renacimiento eran España, Francia e Inglaterra y que aliarse con uno era ponerse en contra del otro. Entendió que para ser fuerte hacia afuera había que serlo también por dentro.

Por esta razón se propone acabar con la corrupción heredada del reinado anterior, también que los españoles abandonen sus prejuicios y malas costumbres, que las clases dirigentes aprecien el trabajo y desarrollen actividades mercantiles y recortar gastos superfluos. Apuesta por una administración centralista y para llevarla a efecto postula como primer acto de su mandato, homogeneizar la legislación de los distintos reinos y adaptarla al modelo castellano.

Sin embargo, en su gestión fue acusado de conspirador, de dar oficio en la corte a sus familiares, de hechicería, de pagar favores con mujeres y de llevar a España a la bancarrota, por no hablar de las sucesivas derrotas de la monarquía en la guerra de los Treinta Años, de la independencia de Portugal o de la sublevación de Cataluña.

Por todo ello pierde el favor real, tanto es así que el rey llegó a verbalizar su hastío con frases como:

“Muy cansado estoy de vos, conde”

Posiblemente influenciado por su aya doña Ana de Guevara, para la que el valido no era santo de su devoción, o por la monja María Jesús de Ágreda con la que el rey mantenía asidua correspondencia.

El 23 de enero de 1643, el monarca dicta un decreto de destierro que acaba de un plumazo con la carrera de su favorito. Su destino primero sería Loeches y narraron los historiadores que en el momento de su partida hacia el municipio madrileño, dispuso que en la entrada del Real Alcázar le esperara un tren de carruaje, saliendo él por otra puerta trasera para evitar los insultos y abucheos de la muchedumbre.

Dijeron que salió tembloroso y humillado apoyado en su célebre bastón, y que no podía apenas andar castigado por la gota por lo que tuvo que ser llevado en andas. Viajó con él su sobrino Luís de Haro, que le andaba haciendo un doble juego y conspirando contra él, y aunque en un principio no quiso ser acompañado por su mujer ,quizás para evitarle el mal trago, esta se incorporó al destierro de su marido poco tiempo después.

Esperaba el viejo Gaspar de Guzmán que el rey recapacitara, pero lejos de hacerlo decidió que Loeches era un lugar de destierro demasiado cercano a la corte, y le da a elegir como destino definitivo entre Toro y León. Opta el desterrado por la primera ciudad ya que en León se encontraba recluido, en la prisión de San Marcos, su ilustre enemigo Quevedo que seguramente no habría olvidado que este estado de encierro se lo había ocasionado el valido en horas de poder y gloria.

Nadie creyó que el monarca fuera a recapacitar y restituir al protegido su mando, sólo él. Tanto es así, que poco antes de morir seguía esperando en Toro a ser llamado de nuevo por Felipe IV para gobernar lo que había quedado de España, después de tanto desgobierno.

Murió el conde-duque desacreditado, solo y sin honores el 22 de julio de 1645, sin embargo cabe preguntarse si la Historia, por encima de sus dos grandes biógrafos Marañón y Elliott, ha sido para bien y para mal justa con tan relevante personaje, o por el contrario permitirá silenciosa que resuenen eternamente estos anónimos versos de aquel tiempo:

       “Aquí yace un reino entero …

       Olivares lo mató,

       catalanes lo acabaron,

       las monjas lo amortajaron,

       y Portugal lo enterró.”



domingo, 1 de octubre de 2023

“LA BATALLA DEL CERRO DE LAS VIGAS”; LA LUCHA POR EL MAESTRAZGO DE LA ORDEN DE ALCÁNTARA ACONTECIDA FRENTE AL PUENTE ROMANO DE LA VILLA ALCANTARINA.

Corría el mes de noviembre del año de Nuestro Señor de 1469 cuando Francisco de Hinojosa, cuñado del maestre de la Orden de Alcántara Gómez de Solís, se encontraba en la villa alcantarina, cabeza del maestrazgo, con el claro interés de defender la plaza y fortaleza de posibles intentos de conquista por parte del clavero Monroy,

A mis lectores no se les escapan las diferencias existentes entre el maestre y el clavero que comenzaron el día de la boda de Hinojosa con Juana de Solís, hermana del maestre, y que con el paso del tiempo devinieron en insalvables, convirtiéndolos en acérrimos enemigos. Tampoco son ajenos a la vacilante opinión del rey Enrique IV, que comenzó apoyando a Gómez de Solís, para pasar después a situarse al lado del clavero.

Monroy se había fijado el objetivo de arrebatar el maestrazgo a Solís, y para ello no dudaría en emplearse a fondo. Estaba apoyado en su empeño por importantes autoridades de la Orden alcantarina como el comendador de San Juan de Máscoras, el comendador de Lares e incluso por el prior de convento frey Juan Granado, que no tenía en mucha estima al maestre por no creerlo merecedor del cargo maestral, y que ya se había encargado de organizar la liberación del clavero de la Torre Blanca. Él fue quien mandó una misiva a Monroy de su puño y letra, indicándole que si acudía a Alcántara encontraría sus puertas abiertas.

Y así fue, cuando llegaron las tropas de Monroy se encontraron con el buen recibimiento del pueblo alcantarino que tácitamente apoyaba el plan de frey Granado para arrebatar la villa a los Solís, y no era porque tuvieran algo contra el maestre, que había otorgado a la villa privilegios y exenciones, sino por Hinojosa y su comportamiento déspota y soberbio que ya había quedado patente desde las primeras semanas de ser nombrado alcaide de la fortaleza de Alcántara, en las que estuvo alojado en el palacio de la familia Barco, una de las más distinguidas de la villa.

El clavero sin embargo había desistido de su propósito de atacar el puente, al que consideraba inexpugnable debido a las fuertes corrientes del río Tajo que impedían el acercamiento a este por el agua, y a las pendientes del ribero que no dejaban margen para maniobra de sitio alguna.  

Se conformó Monroy con cortar todos los accesos al mismo y acampar en el cerro situado en la orilla septentrional del río, en frente de la población de Alcántara, conocido este como “el Cerro de Las Vigas” por estar poblado en tiempos pasados por un bosque de robles, que fue talado para abastecer de madera a las construcciones del pueblo. Allí esperó a que Solís acudiera al frente de su ejército a recuperar la villa.

Por su parte, el maestre había hecho llegar a Hinojosa la noticia de que existía un traidor en las filas de la Orden que había abierto las puertas de la plaza de Alcántara al clavero, y que sospechaba de frey Granado.

Hinojosa en un brote de cólera, no pudiendo apresar al prior, que había escapado a tiempo, prendió a frey Castaño, preceptor de sus hijos, lo injurió y lo torturó brutalmente para acabar tirándolo por el puente ante la aterrada mirada de los niños, a los que obligó a contemplar la escena, “¡como lección de vida!” les dijo, para acabar gritando en el silencio de un gélido amanecer invernal:

“¡Así pagarán todos tus traidores, clavero!”

El maestre Solís había sido prevenido de la traición del prior y de las intenciones del clavero cuando, parando en Trujillo, fue invitado a cenar por el recién nombrado maestre de Santiago Juan Pacheco, Marqués de Villena, que durante la celebración de esta le dijo:

- “En poridad creo, hermano, que dormís sin perro,

Decidme que recaudo tenéis en la villa de Alcántara

- Tengo en su guarda - dijo don Gómez – un hermano mío

muy buen caballero.

- Pues enviadle, luego decir, - dijo el de Santiago- que mire

bien de quien se confía, que el clavero vino a mí en secreto.

Que le favoreciese y no quise, él ira ahora a la Duquesa de

Plasencia, la cual sin duda le dará favor, por ende, ved, lo

que hoy cumple Maestre.

No iba desencaminado el maestre de Santiago tampoco en sus apreciaciones sobre las intenciones de la Condesa de Plasencia, Leonor de Pimentel y Zúñiga, pero esto lo pondremos en valor más adelante.

Se apresuró Solís, apercibido por el Marqués, en convocar a su ejército sin duda más numeroso que el del clavero que sólo contaba con unas trescientas cincuenta lanzas y alrededor de ochocientos peones. Las tropas del maestre superaban a las de Monroy en una proporción de cinco a uno y sin embargo equivocó la estrategia.

En la mañana del primer sábado del mes de febrero de 1470, se desata una cruenta batalla por la villa de Alcántara, una guerra cuerpo a cuerpo en campo abierto donde Solís confió todo su poder estratégico en la infantería, y Monroy conocedor de la manera anticuada que tenía el  maestre de concebir la batalla, le tendió una trampa cavando camufladas zanjas en las laderas del Cerro de las Vigas, en las que la caballería del ejército maestral, que inició con muchos bríos el ataque, fue cayendo sin capacidad de reacción, desordenando con ello sus filas y sembrando el desconcierto de sus descabalgados caballeros, que se vieron neutralizados por el ejército enemigo sin haber causado apenas bajas en las filas del clavero.

Contaba Monroy con valientes y distinguidos caballeros apoyándolo, tal era el caso de su primo Hernando de Monroy apodado “El Bezudo”, Garcilaso de la Vega, Luis de Carvajal, Alonso y Pedro del Trejo o Diego Pizarro entre otros. También los tenía el maestre que contó además con el inestimable apoyo del conde de Coria y del cuñado de este, el conde de Alba.

Se tiñó de rojo el cerro frente al puente, en la encarnizada lucha hombre a hombre posterior al descabalgamiento de los de Solís. Se produjeron cuantiosas bajas en ambos ejércitos cuando atacaron los lanceros, y apunto estuvo el clavero Monroy de perder la vida al ser atravesada su pierna derecha por una flecha que le produjo una importante hemorragia, agravando él considerablemente la situación al arrancarse la lanza de cuajo, provocando con ello el desconcierto entre los suyos.

Aun así había ganado la batalla, casi le cuesta la vida pero había vencido al maestre y vio crecer su satisfacción cuando lo vio huir acompañado en su fuga de la poca gente que había sobrevivido a la contienda. Moriría el trigésimo quinto maestre de Alcántara tres años después, en 1473, , en una total situación de soledad y abandono  desterrado en Magacela.

Salió victorioso el clavero esa mañana,  y ese mismo día se proclamó nuevo maestre de la Orden de Alcántara.

Se equivocaban, sin embargo, los que pensaron que tras la victoria del “Cerro de las Vigas”, la fortaleza de Alcántara iba a ser “pan comido”. Trece largos meses duró el asedio al castillo en los que no contaron las tropas de Monroy con ayuda alguna de la Corona. No obstante y después de tantos meses de cerco, un demacrado y avejentado alcaide Hinojosa en el que no quedaba resto alguno de sus conocidas arrogancia y altanería, abrió una mañana la puerta de la fortaleza y cedió la entrada a las tropas de Monroy, suplicó al clavero que le permitiese enterrar a sus muertos y entre ellos a su mujer y a su cuarto hijo recién nacido, muertos ambos durante el sitio.

Debiose sentir conmovido el clavero por la lastimosa imagen de Hinojosa, porque con tono de consuelo le dijo:

- ¿Quién gano más onrra, Hinojosa, Señor, vos que os aveis defendido tanto tiempo amparado con no muy buen aderezo, o los que entramos agora por concierto en la villa?

- Sed vos Juez, Señor - respondió Hinojosa - pues tuvisteis ventura.

- No pudo cavallero en el mundo defenderse mejor que vos aveis fecho.

Concluyó el clavero mientras se quitaba la capa que ordenó a sus servidores echar sobre los hombros de Hinojosa.

Emprendió este después de dar tierra a sus muertos, viaje a Zalamea, cuya alcaldía llevaba vacante más de medio año.

La autoproclamación de Monroy había provocado la cólera de un ya enfermo Enrique IV que, instigado por la Condesa de Plasencia que apelaba con insistencia a su falta de autoridad, intentó hacer entrar en razón e incluso someter al clavero. Vano esfuerzo el del rey, la había costado mucho a Monroy alcanzar el codiciado maestrazgo para que un débil y errático monarca quisiera dar al traste con su recién adquirido estatus.

No midió bien, sin embargo, el clavero la ambición de Leonor de Pimentel, condesa de Plasencia, que lo había apoyado en su lucha contra Solís, ni tampoco la del sobrino del depuesto maestre el joven y ambicioso Francisco de Solís que, mediante un burdo engaño, consiguió que Monroy se confiara y lo encarceló en Magacela para hacerse con el maestrazgo.

Entretejió Leonor taimadamente, mientras tanto, su tela de araña para que tampoco alcanzara el maestrazgo el sobrino de Solís, y mediante numerosas donaciones hechas a la Orden por su marido, el duque de Arévalo, y sus confabulaciones y componendas palaciegas, obtuvo el codiciado cargo maestral, por el que tanta sangre se había derramado en el campo de batalla, para su hijo Juan de Zúñiga sin apenas despeinarse.

 Acaba así este relato, pero no sin hacer valer que todo lo aquí contado aconteció a las orillas de un majestuoso e imponente puente que merecería poder trascender al tiempo. Guardián silencioso y acusador que contempló, desde una posición privilegiada, como los hombres volvían a repetir la Historia y se mataron frente a él presos de la codicia.

jueves, 14 de septiembre de 2023

LEONOR DE PIMENTEL Y ZÚÑIGA, PRIMERA DUQUESA DE PLASENCIA. EL DIFÍCIL ENTRETEJIDO ENTRE MUJER Y PODER EN LA BAJA EDAD MEDIA



Si hemos de situar históricamente a esta ambiciosa, intrigante e inteligente mujer de la baja Edad Media, hemos de hacerlo primero bajo el reinado de Enrique IV, y después bajo el de los Reyes Católicos y en ambos casos influyendo de manera determinante en las decisiones de su apocado marido y también tío Álvaro de Zúñiga y Guzmán, primer duque de Plasencia y de Béjar, cabeza del linaje de los Zúñiga.

Ella también pertenecía a este linaje, y como hemos visto lo hacía doblemente, por sangre y por matrimonio. Leonor Pimentel fue la única hija de Juan Alonso Pimentel, conde de Mayorga y III conde de Benavente, y de Elvira de Zúñiga, hermana de su marido.

Este matrimonio no fue sino producto de una estrategia familiar por ambas partes, en una sociedad medieval donde la endogamia era práctica habitual, y aun así para su celebración fue necesaria una dispensa del papa Pío II y una provisión real de Enrique IV, debido a que un enlace con semejante vínculo de parentesco provocó el escándalo en Castilla.

Pero el perfil humano de Leonor hemos de trazarlo desde su infancia, porque los sucesos en esta acontecidos forjaron su fuerte carácter.

Nacida aproximadamente en 1430, no se conoce la fecha exacta, queda huérfana de padre siendo una niña al morir este en 1437, y transcurridos unos años también de madre por lo que se hacen cargo de su tutela su abuelo materno, que después sería su suegro, y su tío, que posteriormente se convertiría en su marido.

Aunque no existe mucha bibliografía al respecto, si es sabido que desde muy joven, casi adolescente, se ocupó con soltura de sus propios asuntos y negocios.

Mujer culta para su época, amante de los libros, guardaba una colección de ellos en latín y en romance lujosamente encuadernados en cuero y terciopelo negro, rojo y morado, de letras iluminadas con finas guardas y elaborada técnica en el dorado que cuidó y aumentó como heredera su hija María. Además era profundamente religiosa de lo que dan fe su testamento e inventario.

Su tío, tutor y después marido Álvaro de Zúñiga y Guzmán se había casado en primeras nupcias con Leonor Manrique de Lara y Castilla, hija del adelantado de León Pedro Manrique de Lara, señor de Treviño y Amusco, y de dicho matrimonio nacieron nueve hijos, siendo el primogénito Pedro. Enviuda el cabeza de linaje de los Zúñiga de esta primera Leonor para casarse con otra, su sobrina Leonor de Pimentel.

A raíz del enlace con su viudo tío en 1458, ella contaba con veinte y pocos años y el sobrepasaba la cuarentena, Leonor se convierte en duquesa consorte de Arévalo y primera condesa de Plasencia y empieza a tejer una tupida red clientelar en torno a la monarquía, aprovechando los contactos de su marido y los suyos propios. El fin de esta red no sería otro que deshacer el mayorazgo de los Zúñiga del que iba ser único heredero el hijo primogénito de su marido Pedro de Zúñiga y Manrique, con el que mantuvo una lógica y manifiesta enemistad, y aprovechar la ocasión para situar a sus tres hijos Juan, María e Isabel en un plano social privilegiado.

Y entretejiendo esta red con cautela alcanzó su anhelado objetivo, para su hijo Juan obtuvo en 1473 el último maestrazgo de la Orden de Alcántara, al que accedió con tan sólo catorce años, antes de que los Reyes Católicos incorporasen estos a la Corona y los unificasen en la figura del rey Fernando.

Al ceder el maestrazgo fue investido arzobispo de Sevilla y después cardenal lo que le reportó mayores rentas y superior prestigio personal si cabe. Consiguió casar a su hija Isabel con Fadrique de Toledo, segundo duque de Alba, uno de sus mayores logros que además la acercaba estratégicamente a la causa isabelina. Su hija María contrajo matrimonio endogámico con Álvaro II de Zúñiga, nieto de su padre y por tanto su sobrino, para mantener el linaje familiar siguiendo el ejemplo de su madre. Obtuvo Leonor con estos hechos su codiciado deseo de elevar el linaje de los Zúñiga a su máximo esplendor.

En el plano económico, se encargó personalmente del mantenimiento de todas las villas obtenidas de su marido, sibilina y audaz manera de acabar con el mayorazgo de los Zúñiga, institución de patrimonio indiviso que consiguió fragmentar en pleno siglo XV al dividirlo por cesión patrimonial. Con ello además conseguía que sus hijos pudieran heredar por vía materna un patrimonio que estaba destinado al primogénito Pedro. También negoció personal y fructíferamente con el duque de Alba el casamiento de su hija Isabel y convenció a su marido para que la hiciera donataria como esposa de los señoríos de Burguillos y Capillas, también “desprendidos” desde ese momento del mayorazgo de los Zúñiga, que administró ella personalmente pagando para ello a su propio contador.

Obtuvo también de su sumiso consorte un privilegio por el cual Trujillo quedaría para el hijo mayor del matrimonio y en caso de que muriese primero don Álvaro, quedaría la ciudad como propia para ella.

En el plano religioso fundó el convento de Santo Domingo, reconvertido actualmente en el Mirador de Plasencia, para agradecer la sanación de su hijo Juan que estuvo muy enfermo, y también el de San Vicente Ferrer que donaría a los dominicos y donde quería ser enterrada a su muerte, además de favorecer ampliamente la catedral y las iglesias parroquiales de sus dos ciudades, Béjar y Plasencia.

Su carácter definidamente religioso quedó también patente en su testamento donde se recoge entre otros legados, el hecho a su criada la beata Juana Gundiel.

Es conocido también que uno de sus confesores fray Juan López de Salamanca, le dedicó tres de sus obras, donde además la introdujo como uno de sus personajes y la retrató como mujer pía y gran lectora.

Sin embargo políticamente, y a pesar de su astucia, cometió el error de apoyar la causa lusa en la guerra por la sucesión al trono mantenida entre la futura Isabel I de Castilla y su sobrina “la Beltraneja”. Rectificó Leonor hacia la causa isabelina, o tal vez la hizo doblegar la reina Isabel, conocedora de su desmedida ambición, ofreciéndole el maestrazgo de la Orden alcantarina para su hijo, que por supuesto aceptó.

No le salió gratis esta inicial traición a la reina, pues esta solicitó la renuncia de su marido al marquesado de Arévalo y también al condado de Plasencia, que pasaron a formar parte del patrimonio real, ofreciéndole a cambio el ducado de Béjar.

No consiguió olvidar Isabel, ya reina, el desacato de Leonor, y así se lo recordó en varios documentos epistolares dirigidos a los duques, y a tal tenor escribió:

“Don Fernando y doña Isabel etcétera (…) por causa que el duque vuestro marido y vos estauades relenados en nuestro deseruicio en la compañía del aduersario de Portugal, cerca de lo cual nos suplicasteis e pedisteis por merced que pues el dicho duque y vos estades redusidos a nuestro seruicio y obediencia y nos hauiades dado o prestado aquella fidelidad que nos deuiades y herades obligados como vuestro rey y reyna e señores naturales (…)

Sin embargo, supo recomponer Leonor su relación con la reina y establecer nuevas ligas y alianzas nobiliarias en su propio beneficio y en el de su linaje, hasta su muerte que se produjo en Béjar el 31 de mayo de 1486.

Es este en fin, un humilde esbozo de la figura de una enigmática y muñidora mujer del bajo medievo, que vio ascender al trono a varios monarcas castellanos y que supo beneficiarse convenientemente de ello y de un estatus social privilegiado adquirido por cuna y por matrimonio.

Dama poderosa y adelantada a su tiempo, que influyó constante y perentoriamente en las decisiones de su marido y después en las de sus hijos, en un momento de la Historia en que la mujer estaba relegada al plano doméstico y a la crianza de los hijos.

Mujer objeto de extremos tanto en la adoración y en la alabanza, como en el odio y en el desdén pero que demostró con su inteligencia y sagacidad que, desde la atemporalidad estas dos cualidades han colocado a la mujer en un plano de igualdad que no ha sido necesario defender en parlamento o cámara alguna.

lunes, 21 de agosto de 2023

FREY NICOLÁS DE OVANDO, COMENDADOR DE LARES. UN CABALLERO DE ALCÁNTARA AL SERVICIO DE LA REINA, QUE LLEGÓ A SER GOBERNADOR DE INDIAS



Es nuestro caballero probablemente nacido en Brozas en torno a 1460, pues no se tiene constancia de la fecha exacta. La suposición de que su lugar de nacimiento fue esta villa cacereña, se basa en que en aquella época su padre Diego de Ovando residía allí con su mujer Isabel Flores de las Varillas, dama de la reina Isabel I de Castilla e hija de Rodrigo Flores de las Varillas Ey de su esposa María Esteban Tejado de Paredes, perteneciendo, por esto, a uno de los antiguos linajes junto con los Bravo, los Paredes, los Lizaur o los Orive Salazar, que se asentaron en este pueblo durante los siglos XIII, XIV y XV, haciendo, con ello que creciera notablemente esta villa en vecinos ilustres y casas nobles.

Fue Nicolás el segundo de los seis hijos del Capitán Ovando, junto con Diego, Hernando, Rodrigo y María nacidos del matrimonio con Isabel, y con Francisco nacido del matrimonio con Catalina, fallecida Isabel en 1454.

Apuesto, de porte aristocrático, piel muy blanca, ojos azules y cabello rojizo el joven Nicolás desde muy joven, y debido a la gran amistad existente entre su padre y el maestre de la Orden de Alcántara Gómez de Solís que le prometió la encomienda de Lares para su hijo, estaba llamado a profesar como caballero.

Pero no fue la única amistad importante de la que gozó su padre, también tuvo una magnífica relación de lealtad y servicio con el rey Juan II de Aragón, y con el infante Fernando, hijo de este, conocido posteriormente por su matrimonio con Isabel I de Castilla como Fernando el Católico, sin obviar que además de rey de Castilla fue rey de Aragón y de Sicilia.

Esta amistad se fraguó cuando Diego de Cáceres, como le apodarían afectivamente los Reyes Católicos, siendo aún muy joven tuvo que marcharse de su ciudad natal al reino de Aragón, debido a las discrepancias mantenidas con el maestre de Alcántara Gutierre de Sotomayor. Aprendió en este reino, estando al cometido del rey, el arte militar y perfeccionó el de la espada.

Vuelve Diego de Ovando a Cáceres fallecido el maestre, para ponerse al servicio del infante Alfonso y fallecido este, al de su hermanastro el rey Enrique IV. Muerto el rey Enrique lo hace al de la reina Isabel I de Castilla y tras el matrimonio de esta con Fernando II de Aragón, al de los Reyes Católicos.

Tanta era la devoción y lealtad que profesaba el capitán Ovando a sus reyes, que estos en agradecimiento permitieron que la casa que por aquellos entonces andaba construyéndose en su ciudad de Cáceres, en la plaza de San Mateo, pudiera edificarse con torre, cuando la propia reina había ordenado el desmoche de todas las otras pertenecientes a los palacios y casas fuertes de esta ciudad, debido a las luchas intestinas de sus nobles habitantes durante la Guerra de Sucesión a la Corona castellana entre Isabel y la Beltraneja. Fue conocida por aquello la casa Ovando como “la Casa de las Cigüeñas”.

También luchó Diego de Cáceres contra Alfonso V de Portugal junto a su hijo Nicolás, tan buen guerrero como él e igual de fiel servidor a los reyes, hasta el punto de que estos, conscientes de ello, le asignaron al joven Ovando la noble tarea de velar por la infancia y la adolescencia de su hijo el infante Juan, y de proporcionarle adiestramiento para las lides de la guerra.

Tomó Nicolás los hábitos de caballero de la Orden de Alcántara en cuanto tuvo edad de hacerlo, y en el mismo acto fue nombrado comendador de Lares cumpliéndose así la promesa hecha por el maestre Gómez de Solís a su padre.

Tenía vocación el joven caballero, había sido educado para ello, y desde el mismo momento de su investidura, juró mantener los votos de celibato, castidad y austeridad impuestos por la Regla de San Benito, cuando ya sus antecesores en el cargo, y en general los caballeros de las Órdenes militares castellanas, superadas las cruzadas contra el islam, estaban "acomodando" sus hábitos, llegando comendadores e incluso maestres a engendrar hijos abusando de la barraganía local.

De naturaleza ascética, el joven comendador de Lares comía frugalmente y dormía poco, era poco amante de los lujos y buen administrador además sabía negociar y tenía un don natural para conducir sin imposición a los que estaban bajo su mando.

Muy valorada fue por los reyes esta seriedad, el buen proceder del comendador y el incremento de las rentas de su encomienda desde que la tomó a su cargo. Muy celebradas también su nobleza y la observación de los votos comprometidos al ser investido caballero. Por todo ello, tuvieron a bien nombrarle visitador de las encomiendas de la Orden de Alcántara, cargo de trascendencia que sería relevante para determinar su futuro.

Uno de los primeros cometidos de frey Nicolás como visitador de la Orden, fue acudir junto con su maestre Juan de Zúñiga a Alcántara. Allí fueron recibidos por el abad Claraval que les informó detalladamente de la relajación de costumbres de monjes y caballeros, de la absoluta falta de respeto a la regla benedictina y de la total inobservancia de los votos de pobreza, castidad y obediencia. Les relató también el abad, que los caballeros habían empezado a casarse o vivían en concubinato, y que los hermanos conventuales incurrían en excesos y habían abandonado la disciplina religiosa que sus hábitos exigían.

El maestre Zúñiga temía, no sin acierto, que este tipo de desmanes obligara a los reyes a tomar una decisión, ya quejosos y preocupados por la disipada vida de los caballeros de las Órdenes militares castellanas desde la Conquista de Granada. Querían incorporar los maestrazgos de estas a la Corona, y de hecho ya habían empezado a hacerlo. El rey Fernando II había asumido el de Calatrava tras la muerte de su maestre Garci López de Padilla en 1497, y pensaba hacer lo mismo con el de Santiago, a la muerte de su muy enfermo maestre Alonso de Cárdenas. Aspiraba a convertirse en el gran maestre de todas ellas para acabar con la independencia de poder que otorgaban estos maestrazgos a quienes los ostentaban, puesto que realmente sólo dependían del papa. Isabel y Fernando creían firmemente que unificándolos en la figura del rey, y expulsando a los judíos que renunciaran a convertirse, conseguirían por fin una España fuerte y unida.

Para la incorporación a la Corona del maestrazgo de Alcántara, hicieron a su maestre, Juan de Zúñiga, una tentadora oferta. Le ofrecieron ser arzobispo de Sevilla y primado de España, lo que suponía unas rentas superiores a las obtenidas con el maestrazgo y un prestigio social igual o superior al presente. Esto facilitó enormemente la renuncia por parte de Zúñiga al mismo en favor de la Corona, y los reyes lo sabían.

Por el contrario, frey Nicolás, de carácter poco ambicioso, aceptó con resignación el cargo de gobernador de Indias, a pesar de la importancia que suponía representar la autoridad de los reyes en estas tierras. La reina había pensado en él, además de por su incuestionable lealtad, por ser un excelente administrador, cualidad imprescindible en la empresa encomendada, y por su evidente falta de interés por la riqueza y el oro, por su sentido de la justicia, sus acertados consejos en asuntos de Indias y por su respeto al acatado voto de castidad, obligatorio para ser investido caballero. Quería que sustituyera en la gobernación al juez pesquisador Francisco de Bobadilla, que a su vez había sustituído en el cargo al almirante Cristóbal Colón, cuya gestión había sido más que deficiente.

Para este largo y obligado viaje eligió como compañeros y tomó a su servicio entre otros a su sobrino Pedro de Ovando y a su joven pariente Francisco de Lizaur, tan fiel como astuto, al que acogió como secretario privado y que sería un gran apoyo para él en esta tortuosa y complicada empresa de “castellanizar las Indias”. También fue acompañado en la travesía por extremeños ilustres y entre ellos contó con Francisco Pizarro, hijo bastardo del ilustre Gonzalo Pizarro, oriundo de Trujillo, Hernán Cortés pariente lejano de este, Francisco de Monroy, Nicolás de Cuellar y Juan de Esquivel.

Echó de menos su patria frey Nicolás en esos siete largos años en los que permaneció como gobernador en La Española. Sufrió enormemente al no poder estar al lado de sus reyes en el prematuro fallecimiento del infante Juan, o cuando murió de parto la infanta Isabel, ya convertida en reina de Portugal.

Temió que su reina no pudiera soportar la maldición caída sobre los Trastámara, al morir también su nieto, el príncipe Miguel, hijo de la infanta Isabel y heredero a los tronos de España y Portugal, por lo que volvía a aparecer el temido fantasma de la sucesión al trono, o la lejanía de su hija Catalina, conocida como Catalina de Aragón, que se encontraba bajo la tutela de su codicioso suegro Enrique VII, a fin de asegurar un posible matrimonio con Enrique Tudor, que reforzaría considerablemente las alianzas entre España e Inglaterra. O las desventuras de su hija Juana, apodada “la Loca”, que parecía estar aquejada del mismo mal que su abuela materna y sufría tremendos brotes de celos, no sin cierta razón, al contemplar como su amado esposo el archiduque Felipe, apodado “el Hermoso”, se desenvolvía “como pez en el agua” entre las faldas de la corte.

Agradeció frey Nicolás el reconocimiento de los reyes a su sacrificio cuando lo nombraron en 1503 comendador mayor de la Orden de Alcántara, pero tuvo que vivir en la lejanía de las Indias la muerte en 1504 de su amada reina Isabel, sin poder acudir a su entierro.

Soñaba con volver a España para hacerse cargo de esta encomienda materializada en la villa de Brozas, y para supervisar las obras encargadas a unos canteros para su capilla funeraria en el Conventual de la Orden de Alcántara.

Quería ver a su joven hermano Francisco, ya caballero, lucir el hábito de la Orden Alcantarina y procurar para él una encomienda, y sobre todo quería volver a ver a los hermanos que le quedaban vivos en Cáceres, pues Diego el primogénito había fallecido, y a sus numerosos sobrinos, algunos de ellos todavía no conocidos.

Logró regresar en 1509, viejo y terriblemente castigado por la inclemente humedad de las Indias. No contaba a su vuelta con las críticas de frey Bartolomé de las Casas, religioso español defensor de los derechos indígenas, que cuestionó su gestión cuando fue sustituido en el cargo de gobernador por Diego Colón, hijo primogénito de Cristóbal Colón, con el que mantuvo una buena relación, no así con su navegante padre, con el que Ovando nunca llegó a entenderse, y al que desplantó en algunas ocasiones no dejándolo desembarcar en tierras Indias.

La Española ya contaba con más de tres mil habitantes, unas quince mil casas pobladas, y un sistema de gobernación que fue implantándose poco a poco como modelo de asentamiento y colonización de los españoles en Las Antillas cuando Ovando se marchó.

Volvió a una España casi irreconocible para él, teniendo que pedir prestados quinientos pesos para hacerlo pues todos sus caudales los había destinado a labores asistenciales allá en las Indias, y lo hizo sin el merecido reconocimiento.

El rey Fernando no quiso significarse, ni comprometerse públicamente con ello. Sin embargo, consciente de la labor del gobernador e ignorando las críticas recibidas por este por entenderlas infundadas, quiso reconocer de manera velada su figura convocando un capítulo de la Orden de Alcántara en Sevilla, y pidiéndole al frey que lo presidiera en su nombre.

Así lo hizo el viejo comendador que vistió como siempre hacía su hábito de caballero, pero esta vez quiso engalanar el manto blanco de cruz flordelisada sinople con las insignias propias de su rango. También quiso lucir prendido en este, una imagen de la Virgen del Amparo alegórica a su adorada villa de Brozas.

Pareciera que quisiera despedirse de todos en ese acto, y en efecto así lo hizo porque frey Nicolás de Ovando, gran comendador de la Orden de Alcántara, comendador de Lares, y de Belvís y Navarra, falleció el 29 de mayo de 1511 presidiendo el capítulo de la Orden en Sevilla.

Murió, como no podía ser de otra manera, con el cíngulo de caballero en la cintura y sin deponer la espada pero viejo, tullido y cansado, con un sentimiento amargo ante la falta, al menos pública, de reconocimiento del rey Fernando a su entrega personal a la Corona, y añorando encontrar en algún otro lugar lejano a lo terrenal, a su idolatrada reina Isabel de la que, quizás sólo quizás, habría estado platónicamente enamorado toda su vida.