viernes, 6 de mayo de 2022

“LA PRAGMÁTICA DE LOS ACTOS POSITIVOS” PARA LA OBTENCIÓN DEL HÁBITO DE CABALLERO EN LAS ÓRDENES MILITARES CASTELLANAS. “LINAJUDOS” Y “AGENCIAS DE MEDIACIÓN”

Los “controles de calidad” establecidos por el Consejo de las Órdenes militares castellanas para la concesión de la “merced de hábito” al pretendiente a caballero, entraban en confrontación con la “política clientelar” del monarca, por lo que se le solicitó a este, por parte de la corona, que actuara con tolerancia en las “exigencias de idoneidad” para ingresar en las Órdenes, tanto para aspirantes que servían y apoyaban a la monarquía, como para aquellos  que pudieren ser de utilidad en empresas futuras.

Por esta razón se puso a disposición de este tipo de aspirantes una serie de vías alternativas para que, aún no reuniendo las condiciones exigidas por el Consejo, pudieran llegar a alcanzar el ansiado hábito. Este tipo de pretendiente no era poseedor de un rancio linaje y sin embargo había conseguido un rápido ascenso social a través de cargos ocupados en la administración, el gobierno, el ejército o el comercio y ambicionaba ocupar posiciones de nobleza.

El 19 de febrero de 1623 se produjo un importante hecho; Felipe IV decretó la “pragmática de actos positivos”, que fue confirmada por el Papa Urbano VIII en 1624, lo que supuso la apertura de la puerta de las Órdenes Militares castellanas a los comerciantes. Esta pragmática permitía lograr a un linaje una sentencia en firme que acreditara la nobleza de sus descendientes si éste la demostraba en tres generaciones, o lo que es lo mismo, si obtenía tres actos positivos  y de los tres  que era necesario acreditar, al menos uno debía emanar del Consejo de Órdenes. Como era de esperar esta institución se opuso a tal resolución alegando  que la única manera de certificar la idoneidad para ostentar el hábito era a través de las comprobaciones establecidas, es decir, enviando informantes a los lugares de origen del pretendiente para la obtención de pruebas y testimonios que acreditasen la nobleza e hidalguía del pretendiente y sus ascendientes. No es difícil determinar que esto creó un gran malestar entre los miembros del Consejo que vieron mermadas sus atribuciones.

Los expedientes de pruebas por actos positivos fueron menos voluminosos que los formales, aún así se nombraban informantes quienes recibían los testimonios de estos actos para su comprobación, y realizaban unas breves averiguaciones sobre el pretendiente.

En vano intentó el Consejo que se practicaran las pruebas de los aspirantes con rigor y limpieza. Se produjo un aumento de malas prácticas para la obtención del codiciado hábito y la  proliferación de solicitudes de merced lo que ocasionó el surgimiento de una serie de “personajes” que participaban de manera fraudulenta en las pruebas de honor, tales como falsos testigos, escribanos, archiveros o deshonestos genealogistas creadores de ficticios linajes y falsos blasones .

Se dieron también numerosos casos de archiveros y escribanos que facilitaron información confidencial o la suplantaron o eliminaron. Por todo ello el Consejo de Órdenes determinó que la documentación original debía inspeccionarse en Madrid por sus ministros para comprobar su autenticidad.

Surge en estos inciertos momentos la figura del “linajudo”, profesional con un vasto conocimiento de linajes, que aparece en el momento de la práctica de las pruebas y que en algunos casos se hace acompañar de un falsificador documental. Este individuo aprovecha estos conocimientos para sobornar y extorsionar al pretendiente con la amenaza de aportar pruebas falsas o acusaciones a su expediente de pruebas  en el que participa como profesional.

En principio los “linajudos” eran archiveros con acceso a información comprometida o escribanos con afición genealógica. Con el tiempo se sofisticaron llegando en algunos casos a beneficiarse de un valioso legado que fue pasando de padres a hijos, en un negocio que dejó sustanciosos beneficios.

Fue por esto por lo que Felipe IV prohibió que se acumulara información de linajes, libros, catálogos o registros con penas de quinientos ducados y dos años de destierro. A pesar del decreto emitido, se mantuvieron estas prácticas. Fueron tan conocidas en la sociedad castellana, que algunos pretendientes al hábito llegaron a contactar con estos “linajudos” en busca de acuerdos antes de entregar las genealogías al Consejo, otros por el contrario optaron por no iniciar la tramitación del hábito ante el miedo de caer en manos de alguno  que acabase con su honra o su hacienda, o ambas,  de no ceder al chantaje.

Pero también existieron, tal y como señala Giménez Carrillo, “agencias intermediarias” en la tramitación del hábito sitas en la Corte. Algunos pretendientes acudieron a ellas al tener serías dificultades para lograr la aprobación del Consejo de Órdenes. A tal efecto contaban con una serie de estrategias e instrumentos para lograr que un aspirante pudiera lucir el hábito a pesar de no cumplir con las exigencias de idoneidad o tener alguna mácula en la genealogía. Estas agencias ejercían presión para que fuesen nombrados determinados informantes en los procesos de pruebas o planificaban las testificales que debían evitarse en estos procesos, por no decir que tenían contacto con archiveros y religiosos que permitían acceder a la documentación confidencial que supuestamente custodiaban. En definitiva, el concurso de estas “agencias intermediarias” garantizaba la obtención del hábito al pretendiente.

Estas prácticas tan poco honestas motivaron que el Consejo de Órdenes endureciera fuertemente los requisitos y probanzas para la obtención del hábito. Así en los inicios del siglo XVII, el Consejo se estableció como el principal tribunal ante el que probar la nobleza. Ni siquiera haber sido examinado por la Inquisición suponía garantía de pureza y a pesar de el uso de “atajos” “trucos” o “trampas” para la obtención del hábito de caballero, el expediente de pruebas constituyó un certificado fehaciente y veraz acreditativo de limpieza de sangre  y nobleza de linaje a la hora de obtener el tan preciado hábito de caballero de una Orden militar castellana.  


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