Por esta razón se puso a
disposición de este tipo de aspirantes una serie de vías alternativas para que,
aún no reuniendo las condiciones exigidas por el Consejo, pudieran llegar a alcanzar
el ansiado hábito. Este tipo de pretendiente no era poseedor de un rancio
linaje y sin embargo había conseguido un rápido ascenso social a través de
cargos ocupados en la administración, el gobierno, el ejército o el comercio y
ambicionaba ocupar posiciones de nobleza.
El 19 de febrero de 1623
se produjo un importante hecho; Felipe IV decretó la “pragmática de actos
positivos”, que fue confirmada por el Papa Urbano VIII en 1624, lo que
supuso la apertura de la puerta de las Órdenes Militares castellanas a los
comerciantes. Esta pragmática permitía lograr a un linaje una sentencia en
firme que acreditara la nobleza de sus descendientes si éste la demostraba en
tres generaciones, o lo que es lo mismo, si obtenía tres actos positivos y de los tres
que era necesario acreditar, al menos uno debía emanar del Consejo de
Órdenes. Como era de esperar esta institución se opuso a tal resolución
alegando que la única manera de
certificar la idoneidad para ostentar el hábito era a través de las
comprobaciones establecidas, es decir, enviando informantes a los lugares de
origen del pretendiente para la obtención de pruebas y testimonios que acreditasen
la nobleza e hidalguía del pretendiente y sus ascendientes. No es difícil
determinar que esto creó un gran malestar entre los miembros del Consejo que
vieron mermadas sus atribuciones.
Los expedientes de pruebas
por actos positivos fueron menos voluminosos que los formales, aún así se
nombraban informantes quienes recibían los testimonios de estos actos para su
comprobación, y realizaban unas breves averiguaciones sobre el pretendiente.
En vano intentó el Consejo
que se practicaran las pruebas de los aspirantes con rigor y limpieza. Se
produjo un aumento de malas prácticas para la obtención del codiciado hábito y
la proliferación de solicitudes de
merced lo que ocasionó el surgimiento de una serie de “personajes” que
participaban de manera fraudulenta en las pruebas de honor, tales como falsos
testigos, escribanos, archiveros o deshonestos genealogistas creadores de
ficticios linajes y falsos blasones .
Se dieron también numerosos
casos de archiveros y escribanos que facilitaron información confidencial o la
suplantaron o eliminaron. Por todo ello el Consejo de Órdenes determinó que la
documentación original debía inspeccionarse en Madrid por sus ministros para
comprobar su autenticidad.
Surge en estos inciertos
momentos la figura del “linajudo”, profesional con un vasto
conocimiento de linajes, que aparece en el momento de la práctica de las
pruebas y que en algunos casos se hace acompañar de un falsificador documental.
Este individuo aprovecha estos conocimientos para sobornar y extorsionar al
pretendiente con la amenaza de aportar pruebas falsas o acusaciones a su expediente
de pruebas en el que participa como
profesional.
En principio los “linajudos”
eran archiveros con acceso a información comprometida o escribanos con afición
genealógica. Con el tiempo se sofisticaron llegando en algunos casos a
beneficiarse de un valioso legado que fue pasando de padres a hijos, en un
negocio que dejó sustanciosos beneficios.
Fue por esto por lo que Felipe
IV prohibió que se acumulara información de linajes, libros, catálogos o
registros con penas de quinientos ducados y dos años de destierro. A pesar del decreto
emitido, se mantuvieron estas prácticas. Fueron tan conocidas en la sociedad
castellana, que algunos pretendientes al hábito llegaron a contactar con estos “linajudos”
en busca de acuerdos antes de entregar las genealogías al Consejo, otros por el
contrario optaron por no iniciar la tramitación del hábito ante el miedo de
caer en manos de alguno que acabase con
su honra o su hacienda, o ambas, de no
ceder al chantaje.
Pero también existieron,
tal y como señala Giménez Carrillo, “agencias intermediarias” en
la tramitación del hábito sitas en la Corte. Algunos pretendientes acudieron a
ellas al tener serías dificultades para lograr la aprobación del Consejo de
Órdenes. A tal efecto contaban con una serie de estrategias e instrumentos para
lograr que un aspirante pudiera lucir el hábito a pesar de no cumplir con las
exigencias de idoneidad o tener alguna mácula en la genealogía. Estas agencias ejercían
presión para que fuesen nombrados determinados informantes en los procesos de
pruebas o planificaban las testificales que debían evitarse en estos procesos,
por no decir que tenían contacto con archiveros y religiosos que permitían
acceder a la documentación confidencial que supuestamente custodiaban. En
definitiva, el concurso de estas “agencias intermediarias” garantizaba la
obtención del hábito al pretendiente.
Estas prácticas tan poco
honestas motivaron que el Consejo de Órdenes endureciera fuertemente los
requisitos y probanzas para la obtención del hábito. Así en los inicios del
siglo XVII, el Consejo se estableció como el principal tribunal ante el que
probar la nobleza. Ni siquiera haber sido examinado por la Inquisición suponía
garantía de pureza y a pesar de el uso de “atajos” “trucos” o “trampas” para la
obtención del hábito de caballero, el expediente de pruebas constituyó un
certificado fehaciente y veraz acreditativo de limpieza de sangre y nobleza de linaje a la hora de obtener el
tan preciado hábito de caballero de una Orden militar castellana.